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La Conspiranson contra el Imperio del Monopolio


02/06/2005: Garganta Profunda sale del armario

El periodismo es una de las profesiones más mitificadas. Todo joven entusiasta que empieza a escribir crónicas para el semanario de su pueblo sueña con llegar a ser el azote de los poderes públicos, el vigilante de la democracia, la voz del pueblo frente a las injusticias de las clases dirigentes. No obstante, la realidad de la profesión es, hoy por hoy, bien distinta. No hay chiste más divertido que se pueda contar en una redacción de un medio de comunicación que el reivindicar derechos laborales, sueldos dignos y cumplimiento de la jornada de trabajo. ¡Ni que fuéramos funcionarios!, es lo que responden con sorna los compañeros veteranos, curtidos en mil estimulantes batallas llamadas ruedas de prensa, fusilamiento de teletipos u horas de guardia a la espera de la resolución de algún suceso. ¿Por qué existe tanta diferencia entre las aspiraciones y la realidad? Pues por culpa de los americanos, y más concretamente, por culpa del Watergate.


Con este nombre de retrete se conoce a la mayor heroicidad cometida por el periodismo moderno: el derrocamiento de todo un presidente de los Estados Unidos. Todo empezó la noche del 16 de junio de 1972, cuando la policía detuvo a cinco hombres en el interior del complejo de hotel y apartamentos Watergate, situado en Washington DC. Los que merodeaban a altas horas de la noche no eran futbolistas españoles de juerga en su hotel de concentración en la víspera de un partido, sino oscuros mercenarios cubanos y yanquis que querían instalar micrófonos en la sede del partido demócrata de ese edificio. Entre los detenidos se encontraba un miembro del comité para la reelección de Nixon (James McCord), que llevaba, además, un cheque firmado por un asesor del presidente. A pesar de todos estos indicios, la prensa no prestó, al principio, demasiada atención al caso. El Washington Post decidió liquidar el tema enviando un becario a cubrir la declaración de los detenidos. Pero era un becario listo, y pensó que había algo raro cuando McCord confesó que, antes de jubilarse, trabajaba como asesor de seguridad de la CIA. A Woodward se le asignó un compañero, Carl Bernstein, y ambos empezaron a investigar si el equipo de Nixon había derivado fondos secretos al espionaje.


Woodward y Bernstein formaban la pareja perfecta. El primero era el típico chulito, guaperas, chico listo perfecto y entusiasta que podía con todo. El segundo era el desaliñado asqueroso y guarro, con pinta de navajero, y de quien uno no podía acabar de fiarse del todo. Con esta combinación de elegancia y marrullería, conquistaron los corazones del imaginario norteamericano, hasta tal punto que pudieron arrogarse la exclusiva del escándalo. Poco importó que periodistas como Seymour Hersh (del New York Times) o Jack Nelson (de Los Angeles Times) realizaran también un seguimiento encomiable del escándalo. Al final, el atractivo sexual de la pareja acabó por imponerse a las aportaciones solitarias del resto de compañeros de oficio.


Con todo, hay que decir que a la gente se la sudó bastante el Watergate a la hora de reelegir a Nixon en 1972. El Vietnam y la marcha de la economía pesaron más que los argumentos de su rival electoral, George McGovern, que intentó denunciar la corrupción en la Casa Blanca. Nixon le pegó una paliza al demócrata (paliza electoral, ya que las palizas físicas a los manifestantes eran cosa de su policía) y afrontaba su segundo mandato con una holgada popularidad. Pero en junio de 1973 se inició el juicio contra los intrusos de Watergate y se puso en marcha la serie de ataques y contraataques de Nixon contra todo el mundo: contra la prensa liberal, los jueces liberales y toda la maloliente y liberal opinión pública. La prensa llamaba mentiroso a Nixon, y éste no descartaba ninguna posibilidad. De haber existido teléfonos móviles en los años 70, no dudamos de que todo el país habría exigido, en convocatorias espontáneas, la verdad en la calle, mientras Kissinger llamaría “miserables” a los amigos de los terroristas. Pero no pasó nada de eso. Lo único que ocurrió fue que el presidente amenazó al Washington Post con no concederle ninguna licencia televisiva. Pero como Nixon no tenía el poder de persuasión de Felipe González, el Post siguió adelante y el presidente republicano acabó por dimitir.
Hubo dos pruebas que acabaron con Nixon. La primera son las cintas en las que se grababan las conversaciones privadas en la Casa Blanca. El Post no tuvo ni que recurrir a la filmación de un vídeo de contenido sexual del presidente. La Casa Blanca de Nixon tenía más grabaciones que el CESID de Perote, y estas cintas acabaron por ser la prueba irrefutable. La segunda prueba son las filtraciones de un confidente a Woodward y Bernstein. Como ambos eran solteros y periodistas, acabaron por bautizar a su fuente secreta con el título de una película porno de la época, “Garganta profunda”. Ésta es una tradición que, lamentablemente, no se ha mantenido hasta la actualidad. Por ejemplo, en la magna investigación sobre los agujeros negros del 11-M, nadie del diario El Mundo dice “según nos ha informado Rocco Siffredi”, o “tal y como nos ha asegurado ‘Nacho comiendo culitos estrechos y golosos’…” Una auténtica lástima, la verdad. La identidad de Garganta profunda era, así pues, un secreto, el ingrediente perfecto en esta trama de película.


Hasta que a los hijos de Garganta profunda se le han hinchado las narices y han dicho, nosotros también queremos ganar pasta. Garganta profunda no era un confidente de Marruecos, ni un infiltrado en el entorno abertzale, sino el número dos del FBI, un tal Mark Felt. El tipo, de 91 años de edad, ha desvelado su identidad, reventando la exclusiva millonaria que se reservaban Woodward y Bernstein cuando el anciano muriera. Su aparición le quita protagonismo a los periodistas, porque viene a insistir en lo obvio: en que sin él, nadie del Washington Post habría averiguado nada.


Pero Garganta no ha estado nada elegante dándose a conocer. Porque ha roto el encanto del mito. Hasta ahora, Garganta era ese ente misterioso que dio un nuevo sentido al periodismo: desde su existencia, el fin del periodismo era acabar con la carrera de un presidente. Garganta fue el responsable de la frustración profesional de miles de periodistas occidentales, que desde entonces han venido soñando con poner y derrocar reyes. Garganta ya no es un demiurgo mágico, sino un anciano con rostro, que ha asegurado que no se siente especialmente orgulloso de sus revelaciones, insinuándose como un traidor. Garganta ha matado el romanticismo de su propia figura.

Manuel de la Fuente

 

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