MANUAL
DE INSTRUCCIONES DEL SIGLO XXI
VII.
LAS BATUCADAS
Los
decibelios de la interculturalidad
Las ciudades modernas, al igual
que organismos gigantescos, sudan, defecan, eructan, orinan y escupen
todo tipo de detritus agrupados en poluciones y contaminaciones
a la carta, entre ellas la acústica, que nosotros, acongojadas
criaturas, tenemos que soportar porque en el espacio exterior hay
que aguantar demasiado la respiración como para que se esté
como en casa (y además hace rasca). La mayoría de
los ruidos proceden de la frenética labor interna de lo que
se ha dado en llamar estado del bienestar, cuyo nombre produce escalofríos
ante la posibilidad de que exista otro del malestar aún más
insoportable para los oídos.
El engranaje, los mecanismos, las tuercas, tornillos y émbolos
de este modo de vida generan suficiente estrépito como para
preferir a veces la muerte o, en su defecto, al mismísimo
Manolo el del Bombo golpeando nuestro propio yunque con nuestro
propio martillo tras habernos abierto delicadamente uno de los lados
del cráneo tirando de la oreja.
Estas excrecencias sonoras procedentes de la vida y el sinvivir
humano se aceptan con entereza, pues están ligadas a la subsistencia
o a lo que nos creemos que es eso, pero no contentos con provocar
sorderas a largo plazo tratamos de acelerar el proceso con actividades
lúdicas que nos vuelvan locos cuanto antes.
Hasta ahora, dichas actividades demenciales se mantenían
en espacios adecuados para ellas (por ejemplo, un concierto de heavy
o una función de ópera) o bien se ajustaban a unas
fechas determinadas (por ejemplo, una feria o un festejo de esos
en los que te persiguen las reses). Había excepciones, como
la tuna (que era algo ocasional de todos modos)
o los habitantes de la Comunidad Valenciana (que consideran la pólvora
como plato típico y a la mínima lanzan un cohete,
pues, como sabemos, tienen los bolsillos repletos de ellos).
Un día cualquiera de un mes cualquiera de no hace mucho,
y merced a ese concepto tan en boga de la interculturalidad (que
viene a ser algo así como que todos somos hermanos de aquel
que está tres metros más allá del convecino
siempre y cuando no se acerque a menos de dos), la gente decide
que es ciudadana del mundo, y sobre todo brasileña. Esto
condujo en un principio a la desenfrenada práctica de la
capoeira, un arte marcial que no serviría ni para darle una
colleja a Bud Spencer
(al de ahora), pero que descoyuntar, lo que se dice descoyuntar,
descoyunta bastante, normalmente al estudiante de ESO o filosofía
que la practica. Cuando las lesiones fueron suficientes como para
volver a las mañas del más tradicional tae-kwon-do
(que sirve para dejarse robar por la calle con mucha seguridad en
uno mismo) los brasileños vocacionales se percataron de que
era más fácil tocar el tambor.
A partir de entonces, y para alborozo de todos, pandas de jovenzuelos
y de cuarentones y cincuentones en regresión se lanzan al
mundo de la batucada, o sea, a hacer chin pum y tam tam con una
coartada cultural que les permite actuar impunemente en cualquier
calle y parque y a la hora que sea.
Las melodías que emanan de sus percusiones se asemejan a
las de aquellos indígenas que hacían alarmarse a Tarzán
y exclamar pachi-pachi-yuyu, pero a pesar de eso hay concursos,
encuentros y toda clase de reuniones festivas en torno a las batucadas.
Por supuesto, cualquier parecido con las de Brasil es pura coincidencia,
pero en la interculturalidad lo que cuenta es la intención.
Así que si un grupo de tamborileros formado por universitarios
de greñas a lo rasta y funcionarios a punto de prejubilarse
impide su siesta, deje a un lado esos iracundos pensamientos relacionados
con dolorosas introducciones de instrumentos por orificios poco
aptos para ese hábito y comulgue espiritualmente con ellos,
haciendo así que el nervio auditivo trascienda y se eleve
más allá de su estúpida condición material
buscando nuevas fronteras sensoriales. O eso o lánceles un
huevo o un cubo de agua desde la ventana, como se ha hecho toda
la vida.
Alfredo Martín-Górriz
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