Valencia, la tormenta perfecta, es un ensayo de Josep Vicent Boira, Profesor de Geografía en la Universitat de València, que ha visto la luz hace pocos meses. En la obra se trata de poner en perspectiva la sucesión de circunstancias que han provocado el fallo multiorgánico (económico, ético, anímico, de imagen…) que ha sufrido en pocos años la Comunidad Valenciana. Lo hace desde una perspectiva académica pero pegada a la realidad, empezando con una descripción histórico-geográfica que certifica de dónde viene universitariamente el autor. Pero además contiene muchas referencias y datos económicos sobre la actualidad más relevante, como todos los referidos al maltrato fiscal que padece la Comunidad Valenciana como resultado de los peculiares sistemas de financiación autonómica que se han ido aprobando a lo largo de estas décadas. Es, en definitiva, un libro muy interesante y muy recomendable. Que estaría muy bien que se convirtiera, además, en el origen de cierto debate ciudadano y político. Tanto en Valencia como en el resto de España.
Por estas razones, para iniciar el curso político, La Paella Rusa ha pensado que puede tener sentido debatir en torno a las ideas del libro, justamente porque éstas son muy interesantes y la obra supone una excelente aproximación a los problemas que ahora mismo aquejan al país.
Problemas sobre los que, se supone, debería centrarse la política valenciana a lo largo del curso político que ahora empieza. Así que…
– El fin de un modelo y los restos del naufragio, por Cuixa de Pollastre
Tras los años felices del ladrillo y los fastos desmesurados que se pagaron a cuenta de los beneficios presentes y futuros, llega la tormenta. En concreto, la quiebra del modelo económico en el que se ha fundado el crecimiento de la Comunidad Valenciana (y de España) en los últimos años. Una quiebra que es, también, de índole política, puesto que afecta, fundamentalmente, al Partido Popular, máximo valedor del modelo y gestor responsable de la Comunidad Valenciana en los últimos 17 años.
Tan grave es el hundimiento de la burbuja inmobiliaria, tan notorio el agujero causado en las cuentas públicas y las dificultades para remendarlo, que el PP, de hecho, ha comenzado ya a negarse a sí mismo. Con Fabra “El Bueno” a la cabeza, diríase que aquí el PP sólo lleva gobernando un año, empeñado en arreglar los desaguisados de misteriosos partidos regionalistas de nombre impronunciable que lo habrían hecho en el pasado. Con el añadido paradójico de que como, en realidad, Fabra “El Bueno”, a pesar de haber sido colocado desde Madrid, tiene que domeñar a su partido en la Comunidad Valenciana, y la gestiona con la misma gente que lleva haciéndolo 17 años, en la práctica no ha cambiado nada sustancial del funcionamiento de la Administración pública. Ha mantenido a los asesores (de hecho, los ha aumentado), continúa la enorme bolsa de puestos de libre designación en la Administración pública y empresas adyacentes, del orden de 8000 personas (puestos muy sensibles para el PP valenciano, dado que son el PP valenciano, o al menos parte de él), y en esencia se mantiene el delirante (sobre todo, en plena recesión) modelo de crecimiento zaplanisto-campsista: ladrillo, copazo y glamour de “Hombres, Mujeres y Viceversa” proporcionado por los grandes eventos.
En este escenario alucinante es en el que se publica el libro de Josep Vicent Boira, un análisis más que oportuno que abarca de dónde venimos, dónde estamos y a dónde nos podemos dirigir.
Boira comienza su reflexión haciendo referencia a la imagen que proyectan los valencianos en el exterior. Una imagen no demasiado positiva: a menudo, sencillamente se ha ignorado a los valencianos; se ha obviado su existencia. Pero no sólo eso. La Comunidad Valenciana ha permanecido en el imaginario colectivo en relación con los tópicos que nos designan como astutos mercaderes, fenicios intrigantes, en teoría propios de las civilizaciones mediterráneas (y, también en teoría, opuestos a la recia honradez del campesino castellano). Un pueblo, más que festivo, adicto al libertinaje. Todo apariencia y artificio. Así opinaba Unamuno en 1909, por ejemplo: “Esta ciudad de Valencia tiene fama de estar movida más por instintos –más o menos nobles- que por inteligencias y más por pasiones que por reflexión” (pág. 41). Y Valle-Inclán abundaba en la misma línea (o peor):
La región levantina ¡triste herencia!, la región levantina tiene la amargura de la ciencia; ha aprendido la ciencia mediterránea y no la ha aprendido de un modo sincero, la ha aprendido a la manera fenicia, la ha aprendido como un medio para comerciar y para engañar (…) La región levantina es gitana, es gitana en todo: ¿dónde hay más ciencia que la de un gitano? Ciencia para vender un asno, ciencia para transformarle y para engañar al comprador (…) ciencia fenicia” (pág. 42)
Esta caracterización tan negativa de los valencianos y lo valenciano explica, en buena medida, la mala imagen que proyectamos actualmente al exterior. Cual profecía autocumplida, el show de los aeropuertos sin aviones, el despilfarro de la Ciudad de las Ciencias o la Fórmula 1, el hundimiento de las cajas de ahorro, el desaforado gasto público, son un correlato necesario del carácter valenciano, poco de fiar. Sin embargo, si el pocero “malo” monta 13.000 vivientas en un desierto en Toledo, o si el agujero de Cajamadrid hace palidecer al de Bancaja y los aeropuertos de Ciudad Real o Huesca rivalizan con el de Castellón, se aducen otras razones, mucho más honorables, para explicarlo: la crisis, la necesidad de revitalizar zonas deprimidas, los errores de cálculo, …
Esta mala imagen de los valencianos, anterior a la actual crisis, viene refrendada por algunos datos de una encuesta de 2011, respecto de la imagen recíproca de los españoles por CCAA, que Boira saca a colación en su libro. Y allí resulta que la Comunidad Valenciana es la quinta CCAA que genera menor confianza, por detrás de los sospechosos habituales: Cataluña, País Vasco y Madrid, además de Andalucía. Una desconfianza que es particularmente elevada por parte de madrileños (desconfían de nosotros un 27% de los madrileños encuestados, el cuarto lugar)… pero también catalanes (un 30,4%, en segunda posición, sólo por detrás de Madrid).
Lo curioso del caso es que una encuesta, también reciente, del CIS (2011), mostraba que el apego de los valencianos a España resulta extraordinariamente firme: un 31% de valencianos declaraba sentirse únicamente español, o más español que valenciano. Un porcentaje sólo superado por Madrid y Castilla y León. Es decir, que los valencianos se sienten más españoles que, por ejemplo, los castellano-manchegos, los cántabros o los andaluces. Además, un 90% de los valencianos se declaraba orgulloso de ser español; un porcentaje apabullante.
Una vez constatado este primer desequilibrio, peculiar sólo hasta cierto punto (recuérdese que el himno valenciano comienza ofreciendo nuevas glorias a España), Boira centra la decadencia valenciana en tres problemas fundamentales:
1. El modelo económico valenciano: La Comunidad Valenciana ha sido, históricamente, uno de los principales motores económicos de España. Primero con las exportaciones agrícolas, fundamentalmente cítricos, después con la industrialización y, finalmente, con el turismo. Pero este papel ha comenzado a desvirtuarse en la última década, y no sólo merced al estallido de la crisis:
Si entre 1997 y 2001 la comparación Valencia-España era netamente favorable a la primera, a partir de 2002, Valencia se comienza a encontrar por debajo del nivel 100 que marca la media del Estado y protagoniza procesos de retroceso de forma continuada: pierde la cuota 95 en 2003 y la 90 en 2008. Hoy, de tener un índice 101,21 sobre el nivel 100 de la media española en 1997, la valenciana ha pasado a tener un índice 88,7 (año 2010) (pág. 118)
Estas cifras ponen en su justo lugar el pretendido “milagro económico” valenciano, que no sólo no ha sido tal, visto cómo se ha desinflado el ladrillo, sino que también ha sido perjudicial en los años de “bonanza” vividos, totalmente volcados hacia algunos sectores específicos de actividad, mientras se abandonaban los tradicionales, y sobre todo el tejido industrial. Un proceso, la desindustrialización forzosa, en buena medida inevitable, dado el impacto de las nuevas economías exportadoras asiáticas, China en particular, pero que ha sido potenciado por la vía de abandonar la industria a su suerte, dándola por perdida.
2. Financiación: Boira explica con cifras lo que ahora comienza, por fin, a ser un leitmotiv en el debate público: las graves insuficiencias y desequilibros en el sistema fiscal español, que en lo que concierne a la Comunidad Valenciana generan un importante déficit, estimado en una cifra ligeramente superior a los 1000 millones de euros, en las cuentas públicas autonómicas. Un déficit que supone que los servicios públicos valencianos hayan de garantizarse con un dinero per cápita sensiblemente inferior al de la mayoría de CCAA.
3. La burbuja y el despilfarro: por último, Boira se centra en analizar las deficiencias del modelo de crecimiento propuesto por los sucesivos Gobiernos del PP en la Comunidad Valenciana, basado en la fortaleza del sector inmobiliario y en el desarrollo del turismo, potenciado a su vez por un modelo faraónico-fallero de generación de grandes eventos cuyo elevado precio, en teoría, vendría compensado con creces con el retorno generado por la actividad económica ligada a los mismos. Un modelo que hoy es reconocido, por fin, casi universalmente como fallido, pero que hasta hace bien poco seguía siendo defendido por casi todos, con la significativa excepción de La Paella Rusa (recuérdese cómo, de cara a las Elecciones Autonómicas de mayo de 2011, no sólo al PP le parecían cojonudos los grandes eventos, sino que también el PSPV se subía alegremente al carro).
Una virtud fundamental del análisis de Boira es que no resulta en absoluto dogmático: así, defiende los aciertos del PP, a la vez que se remite al análisis elaborado por Fuster en su día sobre la sociedad valenciana, al mismo tiempo visto como inexcusable punto de partida y referencia superada por el tiempo. También reconoce la importancia de los tres factores anteriormente expuestos para explicar el drama económico-social valenciano, y no trata de agarrarse a uno de ellos para explicar los otros: la mala gestión existe; el cambio del modelo económico (y el fracaso de dicho cambio) también; y el déficit de financiación es un problema evidente de imprescindible resolución, sin que ello excuse los otros dos problemas, y viceversa.
– En torno a la supuesta especificidad valenciana, por el Senyor Garrofó.
La obra de Boira es excelente y tiene, además, la enorme ventaja de incitar con descaro al debate y a la discusión de muchas de las explicaciones, propuestas e ideas allí planteadas. Pero, antes de hacerlo, y para que no pueda pareder debido a las matizaciones y respuestas que se le pueden hacer que el libro no vale la pena cuando es más bien al contrario, conviene empezar recordando algunas de sus virtudes.
Valencia, la tormenta perfecta, es, en primer lugar, el primer intento serio de analizar con pretensiones de objetividad qué ha estado pasando aquí. Lo que es de agradecer, pues llevamos ya un lustro de show a tres pistas y, hasta la fecha, los análisis sobre lo acaecido y lo que está por ocurrir tienen sistemáticamente dos características que los hacen muy pesados, poco interesantes y de nula utilidad: suelen ser superficiales y tienen la molesta tendencia a tratar de identificar una única causa como origen de todos los males (ya sea ésta Europa, o Alemania, o la crisis, o el PP, o el carácter corrupto por definición de los valencianos, o eso de que tenemos unas elites que roban, cuando no la malvada naturaleza de la derecha) y, además, en no pocos casos, cuando no casi siempre, a estar muy explícitamente sesgados. Hartos de leer reflexiones realizadas con la descarada intención de servir de munición en esa aburrida lucha diaria que, ahora gracias a las redes sociales, podemos contemplar minuto a minuto entre las fuerzas del Bien (sea el Bien el que Usted prefiera) y las huestes del Mal (también, faltaría más, a su elección) en que se ha convertido la política española y sus extensiones autonómicas que, en pequeñito, reproducen todas sus características, una obra de estas características no sólo es de agradecer y muy necesaria: es aire fresco. Y necesitamos poder respirar un poco, la verdad.
El libro de Boira, además, tiene otra gran virtud: se esfuerza por aproximarnos al contexto en que el desastre en que vivimos inmersos se ha gestado y trata de explicar cómo aquél ha ido moldeando, poco a poco, el resultado final. Como geógrafo, realiza el autor un recorrido necesariamente apresurado pero completo e inteligente por la geografía histórica y económica del País Valenciano. Y así, va explicando cómo la situación que da origen a la gigantesca crisis en la que estamos metidos se comprende y se observa casi como inevitable si se atiende, con rigor, a la evolución productiva y económica que de las últimas décadas traza. Una evolución que, bien es cierto, hace que en apenas un siglo la región valenciana pase de ser prácticamente la que más tasas de analfabetismo tenía de la península a una zona económicamente desarrollada y con un sistema universitario que es de lo mejor de España. Una transformación que, es verdad, tiene que ver con un enorme desarrollo económico y un dinamismo comercial que, a base de pequeña y medida industria, introduce la modernidad, del mismo modo que a base de una agricultura muy esforzada con anterioridad, había logrado la transformación completa del paisaje productivo años atrás. De esa época, y del gran superávit comercial que desde hace décadas se había logrado esencialmente con la exportación de cítricos, viene el desequilibrio en generación de riqueza e inversión que ha padecido Valencia. Lo que ahora, actualizado y pasado el tiempo y los regímenes políticos, podemos llamar «déficit fiscal». Un déficit que tiene un siglo de historia en su vertiente más moderna y que, probablemente, en otras propias de una economía más regalista, se remonte incluso a la batalla de Almansa.
Pero es también esta evolución productiva la que, si nos movemos a una época más reciente de nuestra historia, nos muestra la incapacidad para superar la industrialización de la segunda mitad de siglo XX de la que habla Boira. Nos conduce a la constatación de que a partir de los años ochenta se carece de un proyecto de modernización y adaptación a los nuevos mercados, que probablemente requerían de nuevas estructuras de producción y comercialización que no se supieron poner en marcha. Porque no se vio venir el cambio. O porque se vio venir y no se supo reaccionar. O porque, y probablemente las tres cosas tienen que ver, se vio, se supo que era complicado afrontarlo y se optó por una alternativa que parecía «lucidora», que a muchos se les antojó como más sencilla y que daba la sensación de que, al usar activos territoriales, climáticos, paisajísticos y de posición geográfica (de nuevo) en Europa iba a resultar más fácil de labrar y a requerir mucho menos esfuerzo. En definitiva, que se optó por no afrontar la dura pendiente que se avizoraba y, como sociedad, preferimos meternos por un atajo más tendidito. En sustitución a esta parálisis en los sectores primario y secundario, la apuesta a lo largo de los años noventa y la primera década del siglo XXI, años de Europa, de euro, de bonanza, de turistas, de desarrollo urbanístico, será una cada vez más completa terciarización de la economía a partir de la apuesta por el turismo (residencial o no) y la supuesta «puesta en valor de este territorio». Y al principio parecía ir todo bien, como suele ocurrir cuando quemas los ahorros de la abuela y, además, el contexto acompaña porque todo el mundo está borracho, alegre, de fiesta y sin pensar en el mañana.. Pero al final de la escapada, cuando el mañana al fin llega, ha quedado claro que la sabiduría popular, cuando recomienda eso de que mejor no deixar camí per drecera, sabe en su conservadurismo económico atávico de lo que habla. Máxime si de lo que se trata es de encontrar una piedra filosofal que nos permita ganar mucho sin tener que esforzarnos en exceso.
Boira, al margen de poner el acento sobre la conveniencia de alternativas estructurales a este planteamiento en sí mismo, es muy crítico además con la gestión concreta del modelo. Algo en lo que, se nota que intentando ser ecuánime, no tiene empacho en cargar las tintas. Y es que, probablemente, no se puede escribir un libro sobre la «tormenta perfecta» que ha azotado Valencia sin hacer algo de sangre sobre el derroche y la corrupción. Resulta perfectamente comprensible, por lo demás, si uno quiere ganar credibilidad, dado el contexto y cómo se ven las cosas desde fuera de Valencia, no rehuir esta cuestión. La cuestión es que, como apunta Boira en el propio libro, siguiendo a Manuel Alcaraz, profesor de la Universitat d’Aacant que ya hace unos años dejó por escrito gran parte de lo que ahora estamos viendo en su obra De l’èxit a la crisi (un libro de 2009 pero que se puede leer como si estuviera escrito ayer mismo), el modelo en cuestión es (o más bien era) el que es (era). Y conlleva inevitablemente ciertos subproductos. Pretender basar el crecimiento y la generación de riqueza en la urbanización del territorio, la construcción y el turismo sin que ello suponga un cierto grado de corrupción, siquiera sea esta difusa y de intensidad media-baja es bastante complicado. Esta afirmación no es gratuita. Tampoco supone derrotismo ni aceptar ese estado de cosas. Es una constatación. Constatación, por cierto, que debiera ser un elemento más a tener muy en cuenta para abjurar de ese tipo de vector de crecimiento (y más todavía para fiarlo todo al mismo) por cuanto no sólo es que sea un timo en lo económico a medio y largo plazo. Es que, además, te deja la ética pública y la moral ciudadana por los suelos, con las terribles consecuencias sociales que luego acaba teniendo en todos los órdenes.
En general, pues, la obra de Boira es muy interesante como intento de análisis estructural para quien se vea insatisfecho con las explicaciones simplistas. No obstante, el clima pesa, y mucho. Probablemente por este motivo, a mi juicio, hay un exceso de crítica a la gestión del modelo cuando el problema es el modelo en sí. Puede además cuestionarse, a pesar del interés del libro y su vocación por explicar el contexto y su influencia, así como la atención que presta a factores estructurales, el escaso peso que la explicación de Boira da a algunas otras causas concurrentes que podrían (o deberían) haber sido también tenidas en cuenta, en la medida en que son elementos muy importantes que han afectado a cómo han sido las cosas y dónde hemos acabado llegando:
– Cuestiones institucionales. Es dudoso que los valencianos sean más hacendosos que los castellanos. O que los andaluces. O que los alemanes. También que lo sean menos. O que sean más corruptos. Los seres humanos tendemos a ser parecidos y a movernos por incentivos similares. La cultura propia del lugar, fruto de un complejo entramado de relaciones sociales, condiciona, por supuesto. Pero se hace complicado pensar que lo pueda hacer tanto como para generar diferencias tan importantes entre una Castilla laboriosa y hacendosa, que no derrocha ni padece corrupción, y un «Levante español» lleno de pícaros, truhanes, ladrones y aprovechados, hasta el punto de que los más ladrones de entre nosotros acaban plebiscitados ganando elecciones. De hecho, la realidad de los últimos meses (y más que veremos, desgraciadamente) está ayudando a demostrar que, en este país, en todas partes cuecen habas. Y que lo de Bancaixa no es muy diferente a lo de Cajamadrid, por poner dos ejemplos. Porque las normas, el entramado institucional y los correspondientes incentivos, han sido los mismos en todo el país. Todo lo más puede haber diferencias de escala. Es por ello que atender a las formas de organización, a la forma en que funcionan y están ordenadas las instituciones, a ese marco de incentivos del que hablamos y que en parte creamos entre todos es también esencial. Porque este aspecto tiene una importancia enorme. Habría que pensar cuántos de los problemas y, en concreto, la morfología de la corrupción y el derroche, tienen que ver con este marco. Un marco, como se ha dicho (y conviene resaltarlo), que es el mismo en Valencia que en España. Esto es algo que Boira indirectamente también recuerda cuando señala que los problemas de Valencia son más o menos los mismos que los del resto del Estado, pero agravados. Lo que ocurre es que no parece dar demasiada importancia al factor institucional en sí. Y tampoco afronta con claridad la cuestión esencial que se deriva de esa convicción expresada en torno a la idea de que en nuestro caso el problema es el mismo que en resti del país «pero agravado». En tal caso, si así fuera, ¿a qué se debe esta especial incidencia?, «¿sólo a razones cuantitativas de escala o también a alguna diferencia cualitativa adicional que en ese caso convendría identificar y aislar?
– España y Valencia, un entramado de relaciones. Boira analiza con rigor y explica con sencillez el problema del déficit fiscal de la autonomía valenciana y sus consecuencias, terribles, en cuanto a nuestro endeudamiento. Pero las relaciones España – Valencia y las consecuencias que se derivan de cómo está estructurada la misma van más allá de este punto. Por ejemplo, la uniformidad institucional y el mismo marco de incentivos quizás tengan mucho que ver en las diversas situaciones que ahora vivimos, al ser aplicados mecánicamente a entornos productivos diferentes. Esto es, este elemento tendría que ver con esa idea de que nuestro problema es el mismo, pero agravado. A todos los niveles, la manera de relacionarse de España con sus regiones, y de España con el País Valenciano, ha generado unos efectos muy negativos. El económico está muy analizado y no vale la pena reiterar cifras, baste quedarse con una idea: somos la única región de Europa que con un PIB per cápita inferior a la media de un país es, a pesar de ello, contribuyente neta a la solidaridad interregional interna. Y con unas cantidades considerables, que llegan a suponer casi un 5% del PIB valenciano al año (aunque los números están guardados con siete llaves y es muy difícil afirmarlo con exactitud, así de increíble es la cosa). Pero además, otras parcelas de la relación menos señaladas coadyuvan a agravar el problema. Quizás la estructura de partidos, o el propio modelo organizativo de la Administración valenciana, calcados de las formas estatales, no se adapten demasiado bien a nuestras necesidades propias. O la tendencia a imitar el contenido de normas y regulaciones. Sumado todo, el resultado acaba siendo el que todos tenemos a la vista. Unos partidos que cuando gobiernan los suyos piden un trato fiscal justo pero cuando cambia el Gobierno de Madrid callan inmediatamente. Y como resultado de ello un déficit galopante pero, también, la más absoluta inexistencia de peso político propio. Lo que conduce acríticamente a aceptar el papel concedido a Valencia desde otros sitios. En los últimos años, el de una Florida de medio pelo, paraíso del Ladrillo y del Copazo. Un papel que, por mucho que hayamos asumido gustosos (y eso hay que reconocerlo), también ha estado muy influido por lo que nos han pedido (o a lo que nos han condenado) a partir de las relaciones de poder y políticas españolas (y también es culpa nuestra, por supuesto, no haber sabido hacernos valer en ese punto).
– Economía, geografía y estrategia. La íntima relación entre geografía y economía no se le escapa a Boira, pero precisamente por esta razón habría tenido mucho interés que ahondara mucho más en hasta qué punto la geografía, precisamente, es o ha sido clave a la hora de trazar esa fallida estrategia productiva del país, dentro de España y frente a Europa. Que Valencia haya sido un generador neto de riqueza y divisas para España desde el siglo XIX no tiene que ver necesariamente con el maltrato a unos ciudadanos hacendosos sino con una estrategia nacional determinada derivada del hecho cierto de que no había muchos otros sectores donde fuera posible competir que el agrícola para la exportación. Y, dadas las condiciones geográficas de Valencia, la producción citrícola, que generaba más rentas que ninguna otra, se podía hacer de modo competitivo aquí pero no en otros lugares. De modo equivalente, la pretensión de vivir, como parece que pretende en estos momentos y desde la entrada en Europa (más acusadamente desde la entrada en el euro), del turismo y de las segundas residencias en la playa, inevitablemente, supone una vuelta a este modelo con desequilibrios españoles internos muy intensos, dado que las zonas de España que pueden «aportar» si la economía se orienta desde este vector son, por definición, las que son. Pero hay que tener claro que si la apuesta nacional es esa, y Valencia la acepta por estar dentro de España, tendremos que asumir que seremos necesariamente uno de los financiadores del resto del país. Va de suyo. Como también va de suyo que el entramado de servicios que organice el tinglado y el mercado nacional, extrayendo las rentas necesarias para ello, no estará aquí. Para algo nos hemos gastado como 100 aeropuertos de Castellón enque haya un tren de lujo y alta velocidad que reduzca en hora y media el tiempo de viaje entre la capital y el «Levante». La cuestión es que, obviamente, conviene ser consciente de ello, de los costes que supone para nosotros el modelo (y de sus ventajas, en su caso) y exigir por ello que, si hay que compartir beneficios también habrá que repartir cargas. Algo que se ve muy lejano cuando no se ha logrado, ni siquiera, a estas alturas, una mínima equidad en cuestiones básicas. Porque nada de ello justifica en ningún caso, por supuesto, un reparto no equitativo entre españoles que genere que haya regiones donde los recursos para Sanidad y Educación, por ejemplo, sean sensiblemente menores en cómputo per cápita, como viene ocurriendo con la Comunidad Valenciana desde hace décadas y tras más de 30 años de autonomía. Así que analizado este punto a la luz de los dos anteriores, el conjunto es como para ser pesimista. Muy pesimista.
– Europa, España, Valencia y el euro… Es llamativo que la entrada en Europa y la orientación de la economía valenciana de las dos últimas décadas no sea analizada conjuntamente con otros factores (y los ya mencionados aquí) por Boira porque, la verdad, da la sensación de que tienen, en el fondo, bastante que ver. O quizás en verdad no estén relacionadas y sea todo mero espejismo. Pero a priori parece que la estructura económica generada por el mercado común y las reglas que vienen de Europa nos convierte inevitablemente en la famosa y tan reiterada Florida europea, nos guste más o menos esa alternativa. La cuestión, que deberíamos analizar, es si podríamos ser, dentro de Europa y del euro, algo diferente a una zona con clima apacible y agradable, que permite recibir muchos turistas y un enorme flujo de personas que, pudiéndoselo permitir, acaban teniendo aquí una suerte de segunda residencia para largos períodos dedicados al ocio y al descanso. Parece que no hemos sido capaces de ser (con algunas excepciones contadas) otra cosa hasta ahora. Y con el panorama de rescates, condicionalidad y demás que se augura en el horizonte, pues menos todavía. Póngase este dato en relación con lo ya señalado y no sólo tenemos factores estructurales muy importantes que explican qué ha pasado. Es que, además, empieza a trazarse una senda de futuro, estrecha, angosta y empinada, de la que va a ser difícil, muy difícil, salir. Y eso aun siendo desagradable y dura y, por ello, poco agradable de transitar
Si queremos salir de la crisis habiendo sacado algo en claro de esta crisis, de la «tormenta perfecta» padecida, es esencial plantearnos en serio si es posible y realista, en el entorno en el que hemos optado por vivir, esto es la Europa del euro, competir a gran escala en otros sectores. Pero ojo, porque si llegamos a la conclusión de que no, de que esos otros sectores podrán completar la economía y mejorarla marginalmente pero que para lo esencial tendremos que ser una especie de Florida (mejorada o empeorada, eso es lo de menos), hay que tener en cuenta que la «tormenta perfecta» se repetirá cíclicamente, al menos, mientras no cambien una serie de cosas. Porque, como pasaba con los cítricos, seguirá habiendo una gran parte de España que no podrá «producir» este nuevo producto, que otra vez tiene características que lo hacen ser D.O. Mediterráneo (o «Levante español»). Si el resto del país tiene que vivir, aunque sea en parte, de esa apuesta turística, ojo, que hay más o menos un 50% de la población que reside en zonas alejadas de la costa con potencial a estos efectos. Y una enorme capital especializada en la gestión de los «servicios» necesarios para que la cosa funcione (o aparente funcionar) a la que hay que alimentar. Es decir, que el déficit fiscal seguirá y a saber si crecerá.
De camareros y de recepcionistas se puede vivir. E incluso vivir bien y a partir de ahí ir haciendo otras cosas si los clientes son ricos (como lo son los que nos vienen a nosotros, en términos globales de riqueza en el mundo) y tú te montas un chiringuito apañado. Pero si además hay que ayudar, aunque sea un poco, a la familia, pues ya se vive algo peor. Hay que tenerlo en cuenta. Y no sólo nosotros. Desde el resto de España debieran revisar, ya que las metáforas sobre la economía familiar son tan habituales en estos tiempos de Macroeconomía para todos los públicos, qué pasa con una familia donde el marido gana menos que la mujer pero, como es quien manda en casa, tiene derecho a irse de juerga y darse caprichos mientras que la mujer sólo tiene líquido para hacer la compra. Las más de las veces una situación así, prolongada en el tiempo, cuando uno es consciente de ello, acaban en divorcio… si el ordenamiento jurídico permite la disolución pacífica del vínculo.
Atención también a los flujos monetarios y a la política fiscal europea, que no se hace ni se hará pensando en nuestra situación y que tienen consecuencias enormes, agudizando los vaivenes inevitables de un mercado como es el residencial. No vale la pena abundar en ello porque algo de experiencia al respecto tenemos ahora. Y ojo a nuestro marco institucional y a la corrupción de baja intensidad, en empleo público, en contratos públicos y en urbanismo… que es la misma aquí que en España, pero que cuando hay más «movimiento» aparece más en términos absolutos, como es lógico, aunque sea la misma en términos relativos. Llovido lo llovido, no da la impresión de que sea muy inteligente dejar todo este marco igual, a la espera de que se vaya formando la siguiente borrasca y de que vaya cogiendo fuerza. Porque de los desastres, al menos, hay que aprender algo. Y si en entornos con menos presión urbanística eso de que el plan haga ricos a unos o pobres a otros no genera problemas, lamentablemente, los valencianos tendremos que arremangarnos para conseguir modificaciones estructurales… si el ordenamiento jurídico nos sigue permitiendo tener algo de autonomía… e incluso aspirando a incrementarla.
La tormenta perfecta descrita por Boira es muy interesante y obliga a la reflexión, incluso más allá de lo que el propio libro cuenta. Porque las tormentas, cierto es, a veces no se pueden evitar y se te llevan la casa o las propiedades por delante, pero sí puedes haber cuidado dónde construyes, cómo tienes los cauces y tener medidas preventivas suficientes para que el desastre, si ha de llegar, sea lo menos dramático posible. A partir del análisis de cómo se ha formado esta tormenta hay que extraer lecciones para quitar carga eléctrica a las que puedan venir en el futuro y, sobre todo, para saber cómo encauzar la gota fría la próxima vez que llegue. Porque, con mayor o menor intensidad, tarde o temprano, habrá otra gota fría. Y eso obliga a empezar a pensar muchas cosas que tienen poco que ver con si los valencianos son más o menos fenicios, más o menos corruptos, más o menos de fiar y que, en cambio, tienen todo que ver con las relaciones estructurales de nuestra sociedad y, sobre todo, de nuestra economía, con el resto de España y con Europa. Como no lo hagamos bien (desde Valencia y desde España) en unas décadas puede acabar pasando cualquier cosa que deje en anécdota lo de estos últimos años. Todo esto es política. Política valenciana. De la que estaría bien que escucháramos hablar mucho más a nuestros representantes, la verdad.
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Teniendo en cuenta como está el patio, la cosa tiene pinta de repetirse con regularidad matemática.
Gran análisis, por otra parte.
Enhorabuena por el análisis del libro de marras. Y enhorabuena al webmaster por el nuevo diseño de la página…(Joan Monleón über alles!)
Adelanto que todo ello se merece un nuevo artículo de «SANITAT VALENSSSSSIANA», donde analizaremos el último informe que la Federación de Asociaciones por la Defensa de la Sanidad Pública (FADSP) ha realizado acerca de la calidad de los sistemas sanitarios patrios y que llevará por jocoso título…
«FADSP! en toda la boca!»
Y lo más triste para mi región, es que los valencianos siempre pueden consolarse mirando al sur de Alicante…, un ojo al feudo de Varcárcel, y ¡ya no están tan mal…!
Enhorabona per l’article i el redisseny de la web, i per favor, no tardeu en donar-nos una altra dosi de Sanitat Valensiana, que portem tot l’estiu amb el mono… mira si m’afecta l’abstinència, que la tia de la pintura de l’harem que està sentada em recorda inevitablement a Calatrava!
Compré el libro en cuestión tras haber leído el excelente «Valencia, la ciudad», del mismo autor. Sorprende, cuanto menos un poco, que aquel que no analizara más el gobierno de Rita Barbera por sentirse demasiado próximo el cronista a la época en cuestión se descuelgue apenas un par de años después con un ensayo acerca de la deplorable situación actual de la Comunitat. En cualquier caso se disculpa: la óptica tiene que ser de distinta escala para analizar la historia de una ciudad desde los romanos que para analizar los sucesos de los últimos años. Y, como en esta entrada se destaca, este libro es necesario.
«La tormenta perfecta» me desilusionó. La historia de su gestación, a partir del éxito del PP en identificar a la mayoría de la ciudadanía con su proyecto basado en un nuevo modelo productivo y del despiste histórico del PSPV obvia que sí que existió una oposición al mismo, aunque no siempre representada por partidos políticos. Los movimientos ciudadanos, tratados con cierto paternalismo desde la izquierda tradicional, no sólo criticaron proyectos concretos sino el meollo mismo de la política económica del PP. Y si a estos movimientos ciudadanos les ha faltado fuste intelectual y rigor científico -algo evidente- es precisamente porque entre los cegados por este presunto crecimiento ha habido mucho doctor.
El libro, a toro pasado, puede aportar algo al análisis de lo sucedido, pero tampoco nada que sorprenda hoy en día, en los que los análisis certeros proliferan. Es muy interesante la revisión histórica de la visión que de los valencianos ha tenido el resto de la península. Y por supuesto, comparto las opiniones positivas vertidas aquí sobre el libro.
Se agradecen los intentos y propuestas por recuperar el prestigio y por situar la crítica a los valencianos en su contexto. No hay más que echar un vistazo a los comentarios que acompañan a cualquier noticia valenciana en cualquier diario nacional para captar el profundo menosprecio que algunos de ellos rebosan. Es fundamental la autocrítica, pero también saber hasta qué punto somos los valencianos culpables y de qué. En ese complicado equilibrio se mueve «La tormenta perfecta».
Yo personalmente acabé bastante harto de ser tomado por estúpido cuando criticaba el fabuloso derroche de fastos en mi ciudad, Valencia, y no tengo ganas de ser tratado de tonto ahora por haberlo consentido. El libro de Boira me ayuda más en lo segundo que en lo primero.
Saludos.
¡Si el nuevo rediseño nos permite nuevas entregas de «Sanitat Valensiana» sólo por eso habrá merecido la pena!
Delirium, me pasa un poco como a ti con el libro, de hecho es un poco lo que he intentado reflejar en mi comentario. El problema es que el equilibrio del que hablas es, como dices, muy difícil. En el actual contexto, ponerse a escribir saliéndose un poco del tiesto de la corrección política imperantes peligrosísimo… y además hay que tener claro, puestos a hacer de francotirador, cómo tiene sentido hacerlo. Yo soy el primero, como creo que se nota también en lo que he escrito, que no lo tengo claro. Por eso libro me parece necesario. Porque hasta la fecha es lo máximo que podemos dar de nosotros mismos a la hora de autoevaluarnos los valencianos. A ver si hay suerte, cambia un poco el clima, nos aclaramos todos un poquito más y podemos ir haciéndonos una idea más perfilada, aunque sea contracorriente o nos deje más expuestos.
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