ACTUALIDAD
INTERNACIONAL
2005
14/06/05:
Michael Jackson se toca el paquete en el juzgado
Si algo bueno nos ha traído la década de los 90 en
la música pop (dejando de lado la muerte de Kurt Cobain)
es la constatación de que los 80 fueron los años más
horteras y chabacanos desde que se iniciara la revolución
del rock. La Norteamérica feliz de Reagan tuvo su escaparate
en una industria cultural que glorificó las excelencias de
la revolución conservadora, tanto en el cine (Rambos, Amaneceres
rojos y demás joyas) como en la música. El pop asumió,
con el nacimiento de la MTV en el verano de 1981, una cultura de
fascinación de la imagen, acompañada de una descarga
de contenido político en la búsqueda de una desmovilización
de esa asquerosa opinión pública que había
acabado con Nixon. Lo que menos
le apetecía a los conservadores era aguantar otra dimisión
presidencial (habida cuenta de que corrupción y partido republicano
forman una tautología), y su objetivo político se
centró en que el “gran comunicador” cumpliera
sus dos mandatos consecutivos en la presidencia. Un hito que no
se veía en la Casa Blanca desde los años 50, porque
entre asesinatos, watergates y reelecciones frustradas, no había
cristo que aguantase los ocho años máximos en el Despacho
Oval. Así que los republicanos pensaron que, consiguiendo
esto, se rehabilitaría la reputación pública
del partido. Y se pusieron a trabajar.
Para
que nadie protestara, qué mejor que vender a la juventud
su dosis de revolución. Si los pulgosos melenudos de los
70 habían tocado las narices con sus manifestaciones pacifistas,
lo que había que hacer es darles a los jóvenes de
los 80 su ilusión de rebelión. Y se inventaron los
iconos sexuales de la MTV. Tipos que jugaban a una cierta ambivalencia
sexual como expresión de su supuesto inconformismo, creando
un país de adolescentes metrosexuales que satisfacían
sus deseos disfrutando de la última entrega de Porky’s
en el autocine de las afueras. De este modo nacieron personajillos
como Prince, Madonna o Michael Jackson.
El
paso del tiempo acabó por desvelar el fondo de estos iconos.
Prince acabó en un cierto ostracismo cuando osó hacerle
un corte de mangas a su discográfica (la Warner); Madonna
se arrastró por todas partes, suspirando por que le dieran
un Oscar o dándose un beso hiper-chachi-escandaloso con Britney
Spears, la estrella pop que no paraba de pregonar su intención
de llegar virgen al matrimonio; y Michael Jackson (aparte de tener
una hermana que protagonizó otro escándalo descomunal
cuando enseñó una teta pero, ojo, con el pezón
tapado), bueno, qué quieren que les digamos de Michael Jackson.
Pues
podemos decir varias cosas. En primer lugar, que personificó
los más perversos deseos raciales de los republicanos “renacidos”
de Reagan: era el negro que quería ser blanco. Y no necesitó
para convencerse unas hostias dadas por el Ku Klux Klan: bastó
con una especie de complejo de inferioridad nacido de las soberanas
palizas que le daba su padre para que se convirtiera en el Joselito
yanqui. Porque Michael cantaba con sus hermanos unas canciones chorras
que parecían de Barrio Sésamo. Pero como eran niños
negritos simpáticos que cantaban cosas inocentillas (en lugar
de esas canciones de negros que alteran el orden establecido) pues
a todo el mundo le hacía gracia. Eso sí, el niño
creció, mantuvo su voz de eunuco y escenificó su cambio
de piel con su mayor éxito de ventas: “Thriller”.
En el famoso vídeo de la canción, Michael se metamorfoseaba
en zombie, se le caía la piel de negro en una maravillosa
metáfora de su cambio de acera racial.
Desde
entonces, se multiplicaron sus excentricidades: sus balones de oxígeno,
su guante con el que chocaba las manos de sus fans, su asqueroso
chimpancé, sus rinoplastias, su baile en el que se tocaba
los huevos más que un albañil y, por último,
sus desvelos por la infancia. Cuando se acabó el paraíso
conservador de la América reaganiana, cuando Jackson dejó
de vender tantos discos, cuando la industria buscaba nuevos artistas
a los que exprimir, entonces las excentricidades dejaron de tener
gracia. Y empezaron a lloverle, en 1993, las denuncias por abusos
a menores. La historia gana en repugnancia cuantos más detalles
se conocen: que si se aprovechó de un niño hispano
que tenía cáncer, que si llegó a acuerdos económicos
con los padres de varios menores para detener las demandas, que
si en un documental confesó que le gustaba dormir con niños.
En fin, todo un rosario de las barbaridades cometidas por el pijo
mimado al que todo se le perdonaba. Incluso se pasaba por alto el
que fuese al juicio tarde y en pijama. Michael siempre ha gozado
de los privilegios de ser blanco.
El
veredicto de inocencia puede que haya acabado con el proceso judicial
contra Jackson, pero el rey del pop no se deshará ya de su
verdadera imagen: un enfermo mental, un artista excéntrico
y endiosado que soluciona sus problemas a golpe de talonario y llevándose
la mano a los huevos con un bailecito. Sus discos horteras de los
80 han dado paso a unas manifestaciones más chabacanas aún
en los 90: sus apariciones públicas le han convertido definitivamente
en la burla de la industria, que tolera y aplaude ataques como el
de Eminem, que no ha dudado en ridiculizarle en uno de sus clips.
La misma industria que encumbró sus mediocres cualidades
(con un cierto padrinazgo de cantantes almibarados como Paul McCartney)
es la que ahora se ríe de las perversiones sexuales del negro
renegado. Eso sí, la California de Schwarzenegger le absuelve
de sus pecados. Ya tiene bastante con su vergüenza pública.
Manuel
de la Fuente
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