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El cabo del miedo (EE.UU., 1991)

El abogado y el fundamentalista

 

En esto del cine, durante los últimos años se ha fijado un cliché que consiste en afirmar con toda rotundidad que Hollywood padece una crisis de ideas. Es una de las afirmaciones más comentadas en la cola de un cine de versión original para ver una original película francesa actual (si se le puede llamar cola a una fila de tres personas). No entraremos, de todos modos, en las implicaciones ideológicas de complejo de inferioridad que esconde tal afirmación, ya que lo que nos interesa es destacar que, al hilo de esta argumentación, hay dos tipos de películas que se han ganado una inmerecida fama: los remakes y las segundas partes, a las que se consideran manifestaciones de la poca originalidad y de la escasez de ideas del cine norteamericano. Si se estrena una segunda parte de una película americana, siempre surge el comentario socarrón del cachondo cinéfilo de turno sobre la ignorancia y el imperialismo de la sociedad yanqui. Pero si lo que se estrena es “El lado oscuro del corazón 2” entonces nos hallamos ante un prolongado ejercicio de poesía. Y no hablemos ya de los remakes: que si “The Italian Job”, que si “Ocean’s Eleven”, pero pocas veces se ponen ejemplos de remakes como “Primera plana” o “El cabo del miedo”. Pero, claro, el cinéfilo cachondo no consideraría tales películas como remakes, sino “relecturas”, que queda como más fino.

De cualquier modo, “El cabo del miedo” es una de esas películas producidas en la etapa de crisis creativa que lleva padeciendo Hollywood desde la caída del muro de Berlín. Una crisis que ha alumbrado obras como “Million Dollar Baby”, “Adaptation” o “Zoolander”, auténticas maravillas repletas de numerosos hallazgos narrativos y constantes apelaciones a las emociones y los sentimientos. Dirigida en 1991 por Martin Scorsese, se trata de un remake de la película homónima dirigida en 1962 por John Lee Thompson (el de “Los cañones de Navarone”). Scorsese no oculta en ningún momento la naturaleza de “remake” de su película, e incluso la exhibe con un cierto orgullo: conserva no sólo el título de la cinta de los años 60, sino también la partitura original de Bernard Herrmann (que murió justo después de firmar la música de “Taxi Driver”). Además, aparecen en sendos cameos Robert Mitchum y Gregory Peck, los protagonistas del primer “Cape Fear” (en España, para evitar un cortocircuito en nuestras incultas mentes, los que se dedican a eso de traducir los títulos de las películas, optaron por diferenciar ambas obras mediante el empleo de la palabra “miedo” o “terror” según el caso).

Y, lo decimos ya, para romper con esa “tradición” de que el remake siempre es peor (por ser “impuro”) que la película “remakeada” (la peli original, la “pura”), podemos decir con la autoridad que nos otorgamos a nosotros mismos, que la de Scorsese es mucho mejor. Porque lo que hace el director neoyorquino es partir de los mecanismos del thriller para crear una obra acorde a su universo creativo. De tal manera que Max Cady (Robert De Niro) queda como un personaje plenamente reconocible dentro de su galería particular.

Max Cady es, como el Travis Bickle de “Taxi Driver”, un inadaptado. Ambos han vuelto a la sociedad tras estar un tiempo marginados de ella (bien sea en el ejército o en la cárcel). Son personajes solitarios, que no saben mantener una conversación banal, que quieren ir siempre al fondo de las cosas, y cuya incapacidad de interacción social se manifiesta en su impotencia sexual. Travis intentaba aliviar su frustración devorando cine porno en salas de mala muerte, y Max es incapaz de culminar el acto sexual, por lo que siempre acaba agrediendo a las mujeres. Hasta tal punto que, a pesar de ser un agresor sexual, su antiguo abogado reconoce que no existían pruebas concluyentes de violación en el caso que le condenaría a catorce años de prisión. Ambos también tienen en común su comportamiento: se dedican a vagar sin rumbo fijo, conduciendo su coche de un lado para otro. Travis hace de ese vagabundeo su modo de vida, pero Max no necesita llegar a ese extremo porque cuenta con ahorros suficientes para vivir, debido a la venta de unos bienes adquiridos por una herencia. Y ambos expresan su descontento con la elección de un enemigo tangible con el que canalizar su inadaptación: para Travis, el rival era un proxeneta, y, para Max, su abogado de oficio. Víctimas ideales para pagar sus múltiples insatisfacciones.

El abogado que sufre el acoso de Max Cady es Sam Bowden (Nick Nolte). Bowden tiene lo que Cady ansía: una vida familiar (algo que también reclamaba Travis en “Taxi Driver”). Pero las diferencias entre ambos son abismales: Max no puede mantener relaciones sexuales, mientras que su antiguo abogado tiene problemas con su mujer por su incontrolable promiscuidad. Y estos problemas aparecen en toda su crudeza en una de las mejores secuencias de la película: la de la discusión matrimonial, en la que nos descubren una relación difícil que desvela que en esa familia no todo es tan maravilloso como parece. La violencia de la escena nos devuelve a las duras peleas domésticas de Jack LaMotta con su pareja en “Toro salvaje”. Sam Bowden es, así pues, un personaje excesivo. Y es responsable de la condena de Max (a pesar de que era su abogado defensor) al ocultar pruebas, en un ejercicio moral que contradecía claramente las responsabilidades de su oficio. Lo que separa a los dos personajes, el abogado y el asesino, es la canalización de sus impulsos violentos. Es decir, el abogado sabe satisfacer sus pulsiones sexuales dentro de unas ciertas normas aceptadas por el orden social (la ocultación de sus relaciones a su mujer), mientras que Max Cady se pavonea delante de todo el mundo de su (frustrada) sexualidad, lo que comportará su ingreso en prisión (no olvidemos que el abogado le confiesa al final que no le defendió correctamente porque Cady presumía constantemente de que le habían absuelto dos veces del delito de agresión). Que la línea que separa a ambos es muy tenue es algo que vemos en el personaje de la hija del abogado, una adolescente que duda en todo momento de la bondad de su padre, a la vez que se siente atraída por Max Cady.

Todo este juego con la doble moral es una aportación fundamental de Scorsese para entender su lectura particular del enfrentamiento entre el bien y el mal que planteaba la cinta de 1962. El cineasta norteamericano nos presenta en su remake a Max Cady como un fundamentalista religioso, un renacido que ha visto la luz en sus años en la cárcel. Max ha aprendido a leer y escribir en prisión, pero guiado en todo momento por su interpretación particular de la Biblia. Él se ve a sí mismo como un Dios castigador que tiene que ajustar las cuentas con la injusticia cometida en la defensa de su caso. Como un Dios Todopoderoso, es prácticamente indestructible, dotado de poderes sobrenaturales (la paliza que acaba dándoles a quienes le asaltan por la noche, o su resistencia al dolor cuando derrama cera ardiendo sobre su brazo) y que muere hablando en lenguas antiguas, la máxima prueba de divinidad para los fundamentalistas cristianos norteamericanos. Max Cady es un Dios que se pasea por un país aparentemente tranquilo y estable, alterando con su paso esa supuesta tranquilidad. En “Taxi Driver”, Travis denunciaba la porquería que invadía las calles de Nueva York, y exigía a los políticos una limpieza profunda. En “El cabo del miedo”, Max ve también toda la suciedad, pero ésta se encuentra camuflada en el interior de las casas del pueblecito sureño en el que vive el abogado con su familia.

La puesta es escena cuenta con el virtuosismo habitual de Scorsese, un estilo que tanto entusiasmó en los años 70 y que algunos han calificado de pretencioso. Este virtuosismo está, por el contrario, al servicio de la narración, enfatizando los elementos simbólicos de la historia. Por poner un ejemplo, tenemos los continuos insertos de las cerraduras y los cerrojos con los que la familia del abogado quiere establecer una separación con Max Cady. Separación imposible, a pesar de su perseverancia en cerrar puertas y ventanas: el pasado, encarnado por Cady, vuelve una y otra vez a perturbar la paz de los Bowden para recordarles que ni su familia es tan perfecta ni su matrimonio tan inmaculado. Una planificación que, en definitiva, establece el posicionamiento ideológico de Scorsese. Al director no le interesa reproducir el arquetípico enfrentamiento entre el bien y el mal de la película original (que era, a su vez, una lectura simple de “La noche del cazador”), sino que quiere poner el acento sobre la corrupción moral de la Norteamérica post-Reagan. Una sociedad formada por un conservadurismo fundamentalista por un lado, y por un liberalismo demagógico por el otro. Si en “Taxi Driver” se ofrecía una conclusión desalentadora sobre el panorama político del país, ésta aparece más cruda quince años después, con unos personajes que sólo encuentran en la violencia una mínima redención. Volverá a insistir en ello Scorsese posteriormente cuando reflexione sobre la génesis de esta violencia redentora en la historia de su nación, tanto en “Gangs of New York” como en “El aviador”, en que la decadencia de la clase política se muestra con tanta claridad como en “Casino” o en “Uno de los nuestros”. Vamos, que incluso con los remakes, Scorsese profundiza en un discurso único, personal y original. Maldita crisis del cine americano...

Manuel de la Fuente