“Primavera Revolucionaria” – Christopher Clark

“La lucha por un mundo nuevo 1848-1849”

Christopher Clark ya se ha pasado un par de veces por esta su página amiga. Para explicarnos como Los Preparados ™ llevaron a Europa al abismo, y para contarnos en su opus magnum como cuatro paletos alrededor de Berlín tuvieron a tiro de piedra dominar el continente a base de güevos, instrucción militar y ALEMANIDAD. Ahora ha sacado nuevo libro, una delicia de 900 páginas sobre la(s) revolución(es) de 1848. Y claro, no nos hemos resistido.

(Tiempo de lectura: como de aquí a 2048.)

¿Y qué interés pueden tener eso para nosotros? Pues así de entrada, es la única revolución “europea”. 1789, 1830 o 1871 son inequívocamente francesas, España siempre fue a su bola, y ni 1905 ni 1917 lograron salir de Rusia. Pero en 1848, las barricadas se alzaron en París, Berlín, Viena, Nápoles, Cracovia, Madrid incluso, y decenas de sitios más. Luego la historiografía de los estados-nación ha reinterpretado 1848 en claves nacionales (que si reintrodujo el bonapartismo y de allí se llegó al Gaullismo, que si los Habsburgo ganaron un comodín con siete vidas más, que si Hitler y Mussolini fueron las consecuencias finales de los fracasos revolucionarios en Alemania e Italia…), ignorando las redes, coincidencias y paralelismos del proceso. Clark (que ya en la intro nos declara su afinidad “por liberales y radicales que leen periódicos y beben café”) quiere ponerlos en su lugar.

 

Un poco como la primavera árabe, que estalló simultáneamente en una docena de países… y que ha quedado asi-asá, pero viendo como terminó el 1848 europeo, tampoco estamos para dar lecciones.

 

Las causas

Sobre las causas, Clark repasa la vida en la Europa pre-48. Por resumirlo rápido: una p*ta MIE*** a poco que no seas rico. Clark da una vívida descripción de las condiciones de vida de los miserables de la época, que quizás no son tan distintas de los miserables actuales… solo que hoy la gente que vive en alcantarillas húmedas, tiene una esperanza de vida de 35 años, pierde a uno de cada tres hijos antes de los 5 años, y trabaja 14 horas por un 1% de lo que los ricos se gastan en ocio, ya no vive a veinte minutos andando del Barrio de Salamanca, sino en Bangladesh. Pero en 1848 ricos y pobres vivían realmente a tiro de piedra unos de otros. Clark cita de un estudio en Nantes que distingue entre “los ricos”, las tres burguesías “alta”, “próspera” y “estresada”, y las tres clases de trabajadores: “los que van bien”, los “pobres” y los “miserables”. Lo de dividir marxistamente a la gente en aristócratas, burgueses y proletarios en la época no se daba. Otro estudio de la década de 1840 sugería que entre un 50 y un 60% de la población de Prusia vivía con el mínimo de subsistencia. Y por supuesto, aunque no hubiera esclavitud en Europa, muchos países la mantenían en sus colonias (y era usada profusamente en la literatura política de la época como metáfora, aunque en 1848 muy pocos se preocupaban por la esclavitud realmente existente).

Ya más inmediato, malas cosechas en 1846-7 disparan el precio de los alimentos y con ello la miseria. La más conocida, el pulgón de la patata, que arrasa con Irlanda (y obliga a emigrar a millones, entre ellos los ancestros de Christopher Clark, cosa que este deja caer en plan “yo no olvido la afrenta, pérfidos albiones”, que uno empieza a entender que se le tenga por historiador pro-germano) pero que también se asoma por media Europa del Este, donde los pobres hacía tiempo que se estaban pasando del cereal al tubérculo. Pero no es la única: cebada, trigo… y en EEUU fallan un par de cosechas de algodón y la industria textil (en aquel momento, LA INDUSTRIA a secas) tiene que despedir por falta de material.

Como los conservadores del XIX no eran tan listos como los del XX, reaccionan con un encogimiento de hombros y Deus Vult (los conservadores del XXI aún tienen 76 años para definirse del todo, pero parece que ya apuntan a Mercatus Vult). Aun así, como Clark nos recuerda, miseria y descontento social no bastan para una revolución: ¡si no, estas serían mucho más comunes! Aquí, las malas cosechas provocaron aumento del precio de alimentos, y los pobres pasaron hambre… mientras los burgueses simplemente pagaban más, pero eso era dinero que ya no estaba disponible para manufacturas, y las fábricas empezaron a despedir a mansalva, convirtiendo las ciudades en un polvorín.

Es importante recordar, en todo caso, que todo lo que les contamos aquí ocurrió mayormente en las ciudades, pero que en 1848 Europa seguía siendo un continente eminentemente rural. Mundo rural que había experimentado un crecimiento demográfico imponente en la primera mitad del XIX (fácilmente de un 50% en 30-40 años), que contribuyó a la miseria y alimentó la migración a las ciudades, donde se aceleró el proceso de pauperización, también gracias a la industrialización. No afectó a todos, pero afectó a cada vez más gente, y sus cuitas estaban cada vez mejor documentadas, por gente como Friedrich Engels, pero también este liberal-anarquista español al que no conocía, expulsado repetidas veces de España y Francia, muerto en el exilio (y que, cachondo él, fundó un periódico llamado “El Conservador”). Sin embargo, el mundo rural seguía siendo mayormente analfabeto, y por tanto era inmune al ecosistema urbano de panfletos, octavillas, libros y periódicos que tanto contribuyó a crear el poso revolucionario.

No es que todo estuviera “mal” (que también), la gente se las apañaba más o menos… pero todo estaba cogido con alfileres, y en cuanto vinieron mal dadas todo cayó como un castillo de naipes. La cosa se cocía desde hacía tiempo: las estadísticas de los reclutas registran un descenso de la estatura media ya desde finales de los años 30, señal de mala alimentación en la infancia. La década se recordaría como “los hambrientos 40”. Esta inseguridad material de “los de abajo” (la cual a “los de en medio” no se la podía soplar más) se unió con aspiraciones políticas de “los de en medio” (las cuales a “los de abajo” no se la podía soplar más), para acabar estallándoles en la cara a “los de arriba”, aunque “los de en medio” en el fondo eran reformistas y no veían llegar el momento de volver a una extraordinaria placidez social de la mano de “los de arriba”.

Clark da un repaso a los primeros avisos: insurrecciones de tejedores en Silesia o Lyon, o la enésima guerra de religión suiza, o una revuelta en Polonia en 1846 que tiene su tela: la organiza un “Comité Polonia Libre”, formado por intelectuales exiliados y aristócratas con ganas de montarse su propio tinglado, y fracasa porque los campesinos permanecen fieles al Emperador de Austria:

 

El [conde y revolucionario Donski] abrió [el discurso a los campesinos] de la manera estándar:

“Os creeréis que habéis sido convocados a una cacería; bueno, lo será, pero de un tipo diferente. Vamos a cazar a esos osos y lobos alemanes que nos han oprimido. El Emperador es un tipo majo, pero sus oficiales son chupasangres. No somos austriacos, somos polacos. ¡Vosotros, también sois polacos! ¡Hijos míos, esto os liberará de los trabajos forzados [de los que se beneficiaba Donski y que podría haber abolido cuando hubiera querido] y del monopolio de sal y tabaco!”

Cuando los campesinos permanecieron callados, el Conde Donski perdió los estribos. “¡Perros desagradecidos!” gritó, “no queréis nuestra bondad e indulgencia. ¡Preferís el palo! Basta de palabras, el látigo os hará venir”.

Tras unas cuantas provocaciones más, el “gentil gigante Onufry” […] respondió: “soy campesino, pero tengo memoria.” Recordó a todos la ocasión años atrás cuando Su Excelencia había convenido una reunión como esta. Se había ordenado a las mujeres campesinas reunirse en el centro, inclinarse hacia adelante, y alzar las faldas, y a los hombres identificar a sus mujeres por los traseros. Quien fallara recibió 50 golpes de vara. […]

Cuando uno de los nobles disparó, la hoz de Onufry golpeó la cabeza de Donski.

 

Lo de dejar a la plebe repetidas veces con el culo al aire y luego regañarles porque no quieran seguir tu banderita no es privativo de Polonia, por supuesto.

 

Como ven, la divergencia entre ideales políticos y reivindicaciones sociales ya estaba ahí. No hay relación directa, pero había algo en el aire con ganas de descargar. Ya decía Marx que había un fantasma recorriendo “Europa” – no Francia, o Alemania, o las ciudades, no, Europa enterita. Y de eso va el libro.

 

Los protas

Como protagonistas, Clark identifica tres grandes grupos. Por un lado, los conservadores: gente que cree en jerarquías naturales, en desigualdades fundamentales entre humanos, y que las leyes deben reflejar eso. O mejor, ni siquiera haber leyes, “tal como nunca las hubo dentro de una familia, y sin embargo nadie ha cuestionado nunca que el padre y marido debe mandar”. Normalmente, son la gente con autoridad… aunque incluyen también a muchos campesinos y artesanos miserables, pero dispuestos a defender un cortijito que ven amenazado por liberalización e industrialización. Por eso, en muchas partes, el conservadurismo político es indistinguible de una defensa de intereses de la élite agraria.

En algunos sitios, de hecho, los conservadores se enfrentan a la autoridad, como los carlistas españoles, los legitimistas franceses (que paradójicamente saludan a la revolución de 1848 por que expulsa a los, a sus ojos, ilegítimos Orleans, a los que ven como “indistinguibles de una república”), o los junkers prusianos, que no veían con buenos ojos el reformismo ilustrado de Berlín (que Berlín implementaba, nada happyflower, para aumentar la eficiencia militar del estado). Sobre la “libertad”, no se oponían, pero preferían “libertades heredadas y crecidas durante siglos” (vamos: privilegios o fueros) que los “delirios universalistas” que defendían los revolucionarios.

En cuanto al supuesto hilo vertebrador del conservadurismo, la religión, Clark tiene algunas observaciones. Una es que, desde la Revolución Francesa, el sentimiento religioso se había separado de la autoridad religiosa. Es decir, la gente ejercía la religión un poco al margen de las instituciones religiosas, y por eso empezaron a aparecer asociaciones conservadoras más papistas que el Papa, y al mismo tiempo un nacionalista revolucionario como Guiseppe Mazzini podía apelar con éxito a sentimientos religiosos (hoy diríamos que logró “resignificar la religión”) mientras el Papado tenía bastantes reservas sobre la unificación italiana. De hecho, con las reuniones y manifestaciones políticas prohibidas por los austriacos, los nacionalistas italianos usaban eventos religiosos para organizar grandes eventos de masas, donde ostensiblemente se proclamaba lealtad al Papa (y a ningún austriaco se le escapaba el subtexto).

En el otro lado, el de la revolución, dos subgrupos: liberales y radicales. Los liberales son generalmente burgueses que aspiran a constituciones, parlamentos, y vainas similares, pero sin cuestionar las relaciones sociales. Es decir, que haya elecciones, pero que solo vote gente como ellos, y nada de tocar el reparto de la guita. Dentro de la etiqueta, pues como en la viña del señor, había de todo: librecambistas y proteccionistas “nacionales” (es decir, libre mercado sí, pero solo dentro de la nación), más o menos extremistas, o más o menos abiertos a extender el derecho al voto. Afirman la “libre competencia” como una virtud en si misma para la mejora social. En general, los liberales se veían como “el centro moderado”, los “sensatos y preparados” que estaban entre el populacho desatado y la aristocracia más rancia.

 

Todavía hay gente llegando a esa estación y creyéndose muy rompedora.

 

Los radicales, por su parte, son una mezcla de grupos muy variados, más centrados en las cuestiones sociales, aunque muchas veces combinadas con cuestiones políticas: aumentar la base electoral lo ven como una forma de defender intereses sociales de los trabajadores. Anarquistas, socialistas, comunistas (algunos ya se llaman así, aunque resulta un término muy fluido), en muchos sitios los etiquetan como “demócratas” a secas, hay gente que quiere reformas agrarias, otros ponen el énfasis en la industria, y todos ven la libre competencia como algo socialmente tóxico. Algunos, como Marx, ponen la lucha de clases en el centro, otros, como Garibaldi, la unidad nacional. Si tienen algo en común, es que quieren el sufragio universal (universal masculino, ojo, tampoco nos engañemos) – cosa que horroriza a los liberales. Sí, de vez en cuando no viene mal recordarlo: los liberales no son necesariamente democráticos, históricamente más bien lo contrario, y si alguna vez lo han sido casi siempre es porque necesitaban a la plebe para lograr algo.

 

1830

El gran antecedente (con permiso de 1789) es la revolución de 1830. Una revolución en un país que realmente ya tiene una constitución (bueno: una “carta otorgada”), y que estalla a instancias básicamente del gremio de editores y periodistas, que veían amenazado el chiringuito con la nueva ley de censura. Como esta gente es experta en vender cosas, pues esta revolución se ha vendido como “gloriosa” y más, faltaría, aunque realmente no fuera para tanto: se cambió a un rey por otro, y para 1832 ya estaban los de la cáscara amarga quejándose de que nada ha cambiado, y montando una revuelta en Paris (la que sale en Les Miserables). Pero propagandísticamente reverbera por toda Europa, donde la gente del común, desde exiliados en Siberia hasta pescadores del Báltico, lo celebra porque “mira, por una vez han ganado los de abajo”. Da igual que eso sea cierto o no: los de arriba, un poquito, sí se acojonan.

(Para que no se diga: una consecuencia sí que hay de 1830, y es que en Bruselas, a la salida de una ópera, los belgas se lían la manta a la cabeza y proclaman la independencia de Bélgica del Reino Unido de los Países Bajos, hartos de ser gobernados por unos sucios protestantes y de que Amsterdam ens mangonea [que lo hacía]. Para asegurarse internacionalmente, se arriman a los británicos y le ofrecen la corona al tío de la reina Victoria, que además es alemán, y gracias a todo esto tenemos a otro ridículo país europeo para hacer bulto en las Eurocopas.)

 

Como desde entonces el ascendiente de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana ha sufrido un cierto bajón, ahora los belgas se pelean por cosiñas del idioma y otras putamodernidades. Esto con misas en latín no pasaba.

 

La plantilla

Las revoluciones son tan variadas que exigen un libraco-ladrillo para explicarlas todas bien (si gustan de podcasts, Mike Duncan tiene aquí uno sobre el 1848 enterito), pero sí podemos definir una “revolución estándar” (que en ninguna parte se dio, pero sirve como plantilla). Para empezar, un estallido espontáneo y casi nunca planificado en una ciudad, que tras unas jornadas de violencia triunfa y resulta en un gobierno o autoridad provisional, que sustituye/complementa al régimen anterior. Como primera medida, suele hacer un funeral de los muertos de la revuelta, y posteriormente se organizan unas elecciones (con un electorado ampliado a un 25-40% de los varones, desde el 1-3% anterior), que sin embargo dan unas cámaras bastante más liberal-conservadoras que los gobiernos provisionales, lo que pone a los radicales ante la disyuntiva de, o bien comerse los mocos y trabajar como minoría reformista dentro del nuevo régimen, o relanzar los estallidos iniciales y empujar “a por más”, o, tercero, desechar de plano el parlamentarismo. Entremedias, se sacan constituciones por un tubo, que cabe clasificar como “preventivas” (las sacan los reyes en plan “pueblo, os regalo esta carta otorgada con más derechos que antes y un parlamento, y lo hago porque sus quiero mucho, no porque estéis leyendo las instrucciones de IKEA para montar la Guilotinonen”), revolucionarias (recogen al menos parte de las reivindicaciones revolucionarias), y contra-revolucionarias (las otorga la reacción victoriosa al final de todo).

 

¡En Austria tuvieron una de cada!

 

Y mientras están en estas, la reacción se organiza, los reyes se aseguran el control sobre sus ejércitos, los liberales se dan golpecitos muy ufanos en el pecho porque han logrado todo lo que querían y deciden dejar al populacho a merced de la reacción, que sin embargo CHORPRECHA en cuanto se ha quitado de encima a los radicales, también recorta derechos políticos liberales (pero manteniendo cierto liberalismo económico, que ya intuyen correctamente que esta gente, si les dejas explotar, los derechos políticos y sociales como que tampoco son tan importantes). Por lo demás, en algunos lugares, no todos, los radicales se organizan mucho mejor que antes para lanzar insurrecciones/revoluciones que Clark denomina “de segunda ola”: basándose en clubes y organizaciones mucho más compactas, con algún tipo de plan, sin contar ya con los liberales (que de todas formas ya están bastante contentos con las migajas), que aguantan hasta bien entrado 1849, y que demuestran que, mira, incluso la izquierda aprende a veces.

 

Pero fracasan igual porque ya es demasiado tarde.

 

Parte fundamental, como dijimos, es el comportamiento de la población rural, que en todas partes va a ser un pilar fundamental de la reacción. Primero, porque los revolucionarios, puras flores de asfalto (en esta época, de empedrado), no entienden el mundo rural, sus inquietudes y preocupaciones, y esperan que siga sus instrucciones como si nada. Por ejemplo, Marx, que a posteriori y rabiando los describió como un saco de patatas homogéneas. Y segundo, porque la propia reacción aquí adelanta por la izquierda a los liberales y suele organizar, o bien reformas agrarias para crear una clase terrateniente suficientemente amplia para sustentar los regímenes post-1848, o imponiendo aranceles protectores, trigo nacional para la comida nacional, no como esos liberaluchos que pretenden importar trigo barato desde Ucrania. Resumir los miles de arreglos bajo los que vivía y trabajaba la población rural llevaría unos cuantos tomos, pero lo que hay que tener presente es que eran muchos más. Un 70% a lo largo de Europa, e incluso en zonas industrializadas aún rondaban el 50%. Y al contrario que en las ciudades, en el campo la gente sí se mezclaba. No es que se casaran entre ricos y pobres (a ver, para lo importante sí que hay clases), pero compartían ritos, juegos o incluso escuela. Y los más miserables del campo, los que quizás habrían sido susceptibles de alzarse, de todas formas ya habían emigrado a las ciudades. Sin embargo, en algunos casos la población rural sí se unió a la revolución, generalmente allí donde esta se solapaba con una lucha de liberación nacional: en Sicilia contra los napolitanos, en el Véneto, Hungría o Bohemia contra los austriacos, o en Polonia contra todos.

Simplificando aún más, vemos tres fases: unos primeros meses de entusiasmo, para el verano las contradicciones dejan paso al desengaño para unos y la radicalización para otros, y para el otoño/invierno la ¿inevitable? contrarrevolución contra los revolucionarios divididos. Las fases inicial y final vienen acompañadas de violencia. Posteriormente, conservadores de todo pelaje, para deslegitimizar las revueltas, van a hablar insistentemente de unos supuestos “agitadores extranjeros”, porque como iba el buen pueblo a querer rebelarse, que cosas, si estaban contentos con lo que había, vamos, ¡encantados! La verdad, es un poco absurdo que conservadores rusos acusaran a alemanes de instigar revueltas en Polonia… mientras conservadores alemanes acusaban a polacos de instigar las barricadas de Berlín. Y, de hecho, minuciosas investigaciones de los fallecidos en las diferentes luchas callejeras nunca dieron con esos “agentes extranjeros”. Porque no los había: la gente estaba hasta el moño, eso es todo. Pero por razones distintas que en cada caso hay que analizar por separado. Porque el desarrollo estándar se cruza, claro, con circunstancias específicas locales.

 

Italia

Clark nos deja claro que los que empiezan la juerga son los suizos en 1846, y encima allí ganan “los buenos” (liberales reformistas protestantes frente a conservadores católicos). Pero como entonces no tendríamos una historia tan redonda del “fracaso”, la mayoría de las narrativas empiezan la historia de la revolución en Palermo, en enero de 1848.

 

Pobrecillos, para una vez que hacen algo no neutral ¡y queda totalmente tapado!

 

En Sicilia, el fermento es una mezcla entre resentimiento por ser gobernados desde Nápoles, deseos de independencia, los funcionarios corruptos del rey Fernando II de Borbón, una reforma agraria destinada a crear una amplia clase de terratenientes pero malograda porque los funcionarios con conexiones se quedaron con los lotes en las subastas, miseria generalizada, y el recuerdo de una constitución propia en 1812, inspirada en la Pepa. De hecho, la autoridad borbónica se reducía a las grandes ciudades, el campo se había vuelto demasiado peligroso para sus funcionarios.

El detonante inmediato, en cambio, parece de chiste. Las revoluciones no las hace una persona, pero en este caso sí tenemos que apuntar a una: Francesco Bagnasco, un veterano de 1820, que creía que los ciudadanos estaban dispuestos a enfrentarse a la tiranía y empapeló la ciudad de carteles que decían que el 12 de enero de 1848 se produciría un alzamiento aprovechando el cumpleaños del rey. Firmaba un “comité revolucionario” compuesto por Bagnasco solito, que parecía creer que si dices todas las mañanas veinte veces “voy a crear una revolución” delante del espejo, eso acabará pasando.

 

“Voy a mostrarle a Isabel quien manda. Voy a mostrarle a Isabel quien manda. Voy a mostrarle a Isabel quien manda. Voy a mostrarle a Isabel quien manda. Voy a mostrarle a Isabel quien manda…”

 

Cuando llegó el día, pues no había planes, ni conspiraciones, ni nada. Pero la ciudad se llenó de gente esperando ver algo, había corrido el vino por las celebraciones, los soldados desplegados estaban nerviosos, y lo de siempre, solo hace falta que a alguien se le vaya el dedo con el gatillo y la tenemos liada. Aquí, como en tantas capitales europeas a lo largo del año, la confianza en si mismo del régimen había colapsado mucho antes, facilitando la revuelta, en cuyo desarrollo jugaron un papel importante los cónsules extranjeros, mediando en favor de los revolucionarios.

Las noticias pronto llegaron a la capital, Nápoles, donde se formaron manifestaciones enormes, demasiado grandes para ser controladas por el ejército (que de todas formas había partido a Sicilia, para montar un ineficaz asedio a Palermo). Agobiado y acojonado, el gobierno se quedó bloqueado, y en su desesperación el rey prometió que vale, que habrá Constitución y además mando a mis tropas al norte a luchar por la libertad de Italia. La Constitución, eso sí, no estaría basada en la de Cádiz de 1812 (que era, pásmense, el paradigma de wokeismo de la época), sino la mucho más modosita francesa de 1830, pero daba igual, il popolo estaba encantado.

Italia en ese momento tenía dos candidatos a rey unificador, uno ciertamente inesperado desde nuestra óptica actual: Giovanni Maria Battista Pellegrino Isidoro Mastai Ferretti, conocido como Pio IX, elegido en 1846, campechano y popular, que decretó una amnistía nada más llegar, y en enero de 1848 fue el primer Papa en decir públicamente “Dios bendiga a Italia”, lo que llevó al pueblo al paroxismo. Los gritos de “¡Viva Pio Nono!” fueron parte de todas las revueltas italianas, al menos en su fase inicial, y en ocasiones iban con la coletilla “rey de Italia” (en otras, con “muerte a los austriacos”).

El otro candidato era el rey de Piamonte, Carlos Alberto -cuya dinastía a la larga completaría la tarea-, que, de hecho, va a hacer un quiebro inesperado: tras décadas de autocracia, sus asesores le lían para proclamar una constitución (esta sería “preventiva”, y además exitosa, porque Piamonte se libra de barricadas), con el subtexto “esto podría ser la base para una constitución de Italia entera”. Y cuela: en Milán, que en ese momento es una posesión austriaca (y cuyo alcalde, Gabrio Casati, tiene a un hijo de oficial de artillería piamontés y al otro estudiando derecho en Innsbruck, una vela a Dios y otra al Diablo), deciden pedir ayuda a Piamonte para su “liberación”, una vez han logrado echar al ejército austriaco, que sin embargo no está derrotado (anécdotas curiosas: desde 1815, las dos primeras filas de La Scala habían estado reservadas para oficiales austriacos, que incluso con media ciudad en llamas no se cortaron de asistir a la ópera).

La revolución empezaba a causar conflictos internacionales… aunque la operación militar piamontesa es de verdadero chiste: avanza tan lenta que los austriacos se reagrupan sin problemas, evita choques directos, y Carlos Alberto está mandando a todas las cancillerías de Europa mensajes secretos para explicar, “no, mirad, es que TENGO que intervenir porque si no acabamos teniendo una república liberal y democrática en Milán” (en este momento, decir república liberal y democrática era como hoy decir bolchevismo). De hecho, fue cuando ya se acercaban a Milán que los comandantes piamonteses se dieron cuenta de que no tenían tricolores italianas, y encargaron rápidamente unas setenta.

Pero mientras tanto en el sur, donde había empezado la cosa, los revolucionarios se toparon con un problema: el rey Fernando II de Borbón de las Dos Sicilias no quería jurar la nueva constitución en los términos acordados. El 15 de mayo los revolucionarios salieron a la calle, y viendo que los regimientos suizos del rey también lo hacían montaron barricadas, pero los realistas esta vez no tuvieron contemplaciones y aplastaron a los insurrectos a cañonazo limpio. La Vía Toledo, cuna de la revuelta de enero, quedó sembrada de cadáveres, con unos cien muertos civiles, la mayoría desarmados. Un nuevo gobierno de leales enseguida proclamó que el 15 de mayo había sido una victoria sobre “comunistas” y que el rey “había defendido con éxito la constitución”, que pretendía proteger como la joya que era, faltaría.

 

Este es un momento tan bueno como cualquier otro para recordar que Don Juan Carlos de Borbón, rey por la gracia de Franco, nunca tuvo a bien jurar la Constitución española de 1978.

 

Asegurada Nápoles, los Borbones llamaron a las tropas de vuelta desde el norte y fueron a por Sicilia, que fue tratada como territorio a conquistar. Pese a los esfuerzos de los sicilianos (comandados por un polaco, Ludwik Mierosławski, un internacionalista que ya había luchado en Polonia en 1846 y 1848, ahora en Sicilia, y aún lo intentaría en Alemania y en Polonia en 1860), las tropas neapolitanas entraron en Palermo. Allí donde empezó todo, también empezó el final, pues la victoria de la reacción neapolitana envalentonó a los reaccionarios de todo el continente. (Pequeño consuelo: los Borbones de las Dos Sicilias apenas ganaron doce añitos más, hasta que Garibaldi les pasó por encima en 1860.)

En el norte, mientras, ausente Nápoles, los austriacos recuperaron el terreno perdido y mediante una combinación de palo (una masacre aquí, un bombardeo allá…) y zanahoria (promesas de eliminar los impuestos más odiados) el mariscal Radetzky (filosofía: “treinta años de paz bien valen tres días de sangre”) aisló a los revolucionarios en Venecia y Milán, mientras Piamonte se escabullía de vuelta a su terruño y Pio IX se distanciaba de la lucha contra Austria.

El Papa, de hecho, va a dar marcha atrás de manera tan exagerada que tendrá que salir por piernas de Roma, donde una de las revoluciones “de segunda ola” va a proclamar una república con una constitución bastante progre, con abolición de la pena de muerte y sufragio universal usado por medio millón de romanos (lo que tiene mérito, teniendo en cuenta las amenazas de excomulgación que lanza Pio IX desde su exilio con los Borbones en Nápoles). La cosa duró hasta que un Napoleón con ganas de congraciarse a la grey católica mandó a 10000 franceses (acompañados de 4000 españoles) a tomar Roma por asalto.

 

Francia

El nuevo régimen francés de 1830 era un poco más liberal que lo anterior, y había elecciones libres. Todavía en 1846, el gobierno logró aumentar su mayoría, a base de prosperidad económica y obras públicas en forma de trenes, aunque la mitad de sus diputados eran funcionarios de pequeños distritos “donde podrías nominar a un caballo y ganaría, si prometes que traerás el ferrocarril”. La Monarquía de Julio multiplicó por 10 los votantes, pero al final seguían siendo solo un 3% los que podían votar.

La chispa concreta que lanza todo por los aires es una campaña política que se articula dentro del poco margen que deja el régimen, que es en forma de banquetes públicos, porque ¡cómo va a prohibir un gobierno francés el buen comer! Sin embargo, según llegan noticias desde Palermo, el gobierno del primer ministro Guizot quiere cerrar incluso esta pequeña avenida legal. Hubo un cierto toma y daca, y Guizot se mostró dispuesto a permitir el banquete principal pero solo bajo condiciones draconianas (e impracticables). Finalmente, los convocantes cancelaron a última hora el banquete principal del 22 de febrero, pero no hubo tiempo de hacerlo público, y las muchedumbres salieron a la calle para apoyar a los banquetistas. Para dispersarlos, el régimen llamó a la Guardia Nacional… cuyos integrantes, je, estaban entre los banquetistas y ni siquiera tenían derecho al voto, así que se quedaron en casa. La confusión aumentaba. El gobierno Guizot intentó hacer como que no pasaba nada y montó el programado debate parlamentario sobre la reforma de la ley bancaria, mientras la gente se quedaba en las calles. El 23 de febrero, estallaron los primeros combates en el centro. Guizot fue destituido por el rey antes de la noche, pero ya era tarde: barricada tras barricada se alzaba en las calles de París.

 

Sin barricada no eres revolucionario.

 

Sobre las 21 horas del 23, las muchedumbres se agolparon ante un ministerio. No está claro si pretendían tomarlo o no, pero los soldados desplegados delante perdieron los nervios y dispararon a bocajarro, matando a 52 personas. La noticia corrió como la pólvora por la ciudad, hasta 1500 barricadas adicionales se levantaron aquella noche, y se asaltaron cuarteles y barracones. Al día siguiente, el rey huyó de Paris mientras los revolucionarios sacaban a rastras el sillón del trono de las Tullerías para quemarlo en la calle, y el diario La Reforma, órgano semioficial de la revuelta, escribía “la sangre del pueblo ha sido derramada, como en julio [de 1830], pero esta vez esa sangre generosa no será traicionada”.

Esta revolución es la que más se acerca a la “estándar” que les describimos antes (y el resto de las revoluciones estallaron más o menos cuando llegaron las noticias desde Paris). El gobierno provisional (cuya composición se decide en consultas entre los diarios La Réforme y Le National, y se aprueba por aclamación del primer grupo de soldados que se encuentran los redactores en las calles adyacentes) incluye destacados izquierdistas y socialistas. Opera desde el ayuntamiento de París, sede de la primera Comuna de 1789. Y aunque las cámaras elegidas tres meses después bajo sufragio universal son bastante moderadas, al subsecretario provisional Victor Schoelcher, ateo y furibundo abolicionista, le da tiempo a abolir la esclavitud apenas tres días tras las elecciones. (Aunque Clark nos aclara que los esclavos ya habían iniciado revueltas contra sus amos, y que su liberación se la conquistaron en buena medida ellos mismos; esto puede parecer un wokeismo innecesario, pero como igual Macron cualquier día de estos empieza a reivindicar que la Grande Nation es la más grande por liberar esclavos, no está de más recordar lo que pensaban los macrones de 1848).

Con las cámaras elegidas, pues lo esperado: para junio, incluso la palabra “revolución” había sido sustituida por “los hechos acaecidos”, o “los eventos de marzo”. Una propuesta de los radicales de honrar a los muertos de las luchas callejeras fue derrotada por una pequeña mayoría que afirmaba que, bueno, sí, claro, esa gente lo había dado todo, pero que las ganancias se habían conseguido “parcialmente” negociando con el rey. Sucesivos borradores constitucionales fueron dejando caer uno tras otro los “principios de febrero”, como el derecho al trabajo, y en cambio incluyeron una presidencia republicana muy fuerte, casi una especie de rey temporal.

 

A cambio, los liberales empiezan a estenografiar las deliberaciones.

 

Los radicales empezaron a protestar en cuanto pintaba que perderían las elecciones, pero de manera dispersa y no coordinada. Sin embargo, un plan para eliminar los talleres públicos donde se daba trabajo a los parados volvió a movilizar a las masas. En junio, tomaron las calles de París casi 40.000 obreros. Pero carecían de una organización capaz, y el gobierno le dio 80.000 soldados a Louis-Eugène Cavaignac para que los aplastara. Cavaignac tenía impecables credenciales republicanas (lo decimos por si alguien piensa que una república nunca podría engendrar a un tirano), pero sobre todo tenía experiencia en las luchas coloniales en Argelia, donde sus tropas se habían ganado una reputación de un salvajismo brutal. Ahora, adelantándose en 80 años a Franco, decidió dar uso a esa experiencia contra los “bárbaros proletarios”. Ni siquiera se dignó a negociar con los hombres en las barricadas: se empezó a disparar artillería sin previo aviso, las tropas avanzaron aplicando “métodos argelinos”, y hubo miles de muertos sobre los que la prensa amiga se inventó todo tipo de atrocidades para justificar su exterminio. Otros muchos miles fueron deportados – muchos a Argelia, donde debían servir para “afrancesar” a la población.

Con esto, la revolución se había consumido. Diez días antes de la revuelta, Louis-Napoleon Bonaparte había ganado un escaño en la Asamblea, iniciando su marcha a través de las instituciones que culminaría primero en diciembre de 1848 con su elección a presidente de la Segunda República, y cuatro años más tarde con su proclamación como Emperador. Lo “gracioso” es que se impuso precisamente gracias a las masas rurales y obreras, a quienes prometió protección frente al capitalismo desatado librecambista, y gracias a una cierta imagen del Napoleón primigenio como patriota que había sido vindicada desde 1830. Ganó, además, con un margen inmenso, triplicando a todos los demás candidatos (republicanos -que presentaron a Cavaignac-, conservadores, legitimistas y socialistas) juntos. Con ello en Francia, el único sitio donde al principi0 de 1850 aún parecía que se había logrado “algo”, también ganó una “reacción con cosas”.

 

Prusia

En Prusia, la cosa –como siempre– es diferente al resto de Europa: aquí hay un gobierno que en lo económico es muy liberal, porque entiende que aumentar la eficacia económica redunda en poderío militar, y si eres prusiano pues no quieres otra cosa. Pero la clase terrateniente del este del Elba, los junkers, no ve con buenos ojos que se emancipe a sus siervos, o que se intente proteger a la incipiente industria prusiana mediante aranceles: ellos prefieren vender sin cortapisas su trigo al Reino Unido y comprar allí lo mejor del mercado. Pero en 1840 llega un rey, Federico Guillermo IV (FG4 para nosotros), que es un enamorado de los ferrocarriles y quiere construir uno. Pero por cosas de haber necesitado al populacho para librarse de Napoleón, ahora hay una carta otorgada que dice que para aumentar impuestos hay que convocar una Dieta. Ten cuidado, FG4, que así empezaron en Francia. Pero como le ha dado mu fuerte por el ferromodelismo, FG4 convoca la Dieta, dejando claro que esto es solo para autorizar un gasto público, nada más, “ningún poder en la Tierra podrá hacerme transformar la natural relación entre príncipe y pueblo en una relación constitucional convencional, y nunca permitiré que un trozo de papel se interponga entre el buen Dios nuestro Señor y esta tierra”.

Pero los liberales de 1847 no eran aún meapilas perdidos, e incluso siendo más bien de clase alta no se cortan un pelo en exigir apertura. Con su ímpetu y organización pronto llevan la voz cantante en la Dieta, exigiendo constitución a cambio de financiación, mientras los conservadores no son capaces de oponerles nada. El rey, sin embargo, dice que nientes, y en ese explosivo impasse llegan las noticias de la revolución de febrero en París. La gente empieza a agolparse en las calles, los intentos de desalojarlas fracasan, a un soldado se le escapa un disparo, y ya la tenemos liada: los berlineses levantan barricadas, y se desatan las luchas más heavies de toda Alemania, tres días de caos con 100 soldados y 300 civiles muertos.

 

Berlineses desatados. Aquí hace su aparición revolucionaria la bandera negra-rojo-dorada.

 

La lucha es “transversal”. Bueno: casi. La clase obrera es la que levanta las barricadas, y los burgueses proporcionan las casas y tiran alguna piedra desde las ventanas, pero bueno, que todos están comprometidos. Al tercer día, el general al cargo afirma que no puede controlar la ciudad, y pide permiso para bombardear. Pero FG4 no se atreve a dar el paso y ante las noticias de Viena se raja, y anuncia que vale, que vamos a conceder una asamblea constitucional. Hasta se asoma al balcón a rendir homenaje a los civiles muertos, con una cocada revolucionaria, y tiene que soportar que un anciano le grite “Hut ab!” (“quítate el sombrero”). Su hijo (el futuro Guillermo I de la unificación alemana bajo Bismark, conocido en este momento como “príncipe metralla”, supuestamente les afeó a los dragones “por qué no disparasteis a estos perros en el acto”) le tira su sable a los pies “por ceder ante la canalla de la izquierda radical” y marcha al exilio.

 

Por aclarar: la “izquierda radical”, para esta gente, empieza más o menos donde Buxadé.

 

La asamblea prusiana (elegida por sufragio indirecto… ¡pero curiosamente produjo cámaras más radicales que en Francia!) produce en junio la Carta de Waldeck, una constitución liberalcilla, tampoco nos pasemos… pero el rey la veta. Tremendo impasse. Y mientras, corre el rumor de que el “príncipe metralla” va a volver del exilio.

 

La única razón por la que su palacio no ha ardido es porque algún siervo tuvo la lucidez de escribir “Propiedad del pueblo” en la fachada.

 

La población andaba alterada, dispuesta a revivir los días de marzo. El domingo 14 de mayo una gran muchedumbre se reunió en el Tiergarten, con la intención de reclamar un verdadero gobierno revolucionario. Los liberales, que ya notaban que esto se les escapaba, condicionaron su participación a que la muchedumbre fuese desarmada, pero aún así todos se pusieron en marcha hasta el ministerio de estado. Una diputación entró a negociar… y se encontró con que el ministro Camphausen no estaba. Los delegados discutieron y acordaron mantener ocupado el ministerio hasta tener una respuesta, y encargaron a uno de ellos, Friedrich Wilhelm Held (en adelante FWH), que se lo comunicara a la muchedumbre desde un balcón.

Y entonces… bueno, pasó algo raro. Quizás una mariposa cuántica aleteó, el caso es que Prusia, y Alemania con ella, insinúa Clark, perdió su cita con la historia. FWH, por razones nunca aclaradas, le dijo a la muchedumbre “nos volvemos a casa”, y en el caos subsiguiente resultó imposible parar a las masas. También fue imposible volver a reunirlas: cayó la asistencia a mítines, y una sensación de desesperación se extendió. El momentum revolucionario se había perdido para siempre… pero que FWH con apenas unas palabras lo pudiese deshacer también nos dice lo endeble que estaba todo montado.

Además, surge un “temita” al que puede agarrarse FG4: en Polonia están levantiscos. Bueno, Polonia como estado no existe, pero la población polaca en la región prusiana de Posnania está exigiendo la restauración de una Polonia independiente y con salida al mar, acompañada de levantamientos armados (en un primer momento FG4 había amnistiado y permitido armarse a polacos esperando que sirvieran de colchón ante Rusia) en las Polonias rusa y austriaca. Posnania es (era) alemana/polaca 50/50, pero en la parte oriental los polacos son clara mayoría. Y como tampoco se andan con muchas zarandajas, la minoría alemana monta milicias y pide auxilio a Berlín, donde están encantados con convertir esto en la mayor amenaza que ha vivido nuestra monarquía por la gracia de Dios, hay que ver qué bien viene ahora tener a un monarca sin ataduras capaz de dar un golpe sobre la mesa para restablecer la legalidad, ¿eh? Tres cuartos de lo mismo con los alemanes de Schleswig-Holstein en Dinamarca.

Finalmente, envalentonados por las noticias que llegaban de Nápoles y Viena, FG4 se decidió a dar el golpe: en noviembre, mandó tropas a Berlín y disolvió el parlamento…. peeero al mismo tiempo concedía su propia constitución en diciembre. Incluso se mantenían algunos principios revolucionarios, como el sufragio universal, pero apenas unos años más tarde se cambió por un voto censitario que se mantendría en Prusia hasta 1918. Bismark ya tenía ahí los instrumentos para su “revolución blanca” unos años más tarde.

 

Austria

En Austria, el que corta el bacalao desde 1815 es el ministro de asuntos exteriores, Metternich. Henry Kissinger, gran estudioso y admirador de Metternich, definió con su figura el “dilema conservador”:

 

El conservadurismo es fruto de la inestabilidad, observó Kissinger, porque en una sociedad cohesionada “a nadie se le ocurriría ser conservador”. El conservador es el que, en tiempos de cambio, tiene que defender lo que en su día se daba por sentado. Y -aquí está la fricción- “el acto de defense introduce rigidez”. Cuanto mayor es la fisura entre defensores del orden y partidarios del cambio, mayor es “la tentación del dogmatismo”, hasta llegar al punto de que la comunicación ya no es posible entre los contendientes. “Estabilidad y reforma, libertad y autoridad, llegan a parecer antitéticos, y la protesta política se vuelve doctrinal en vez de empírica”.

Pese a sus indudables talentos, Metternich es un ejemplo de libro de este efecto rigidatorio.

 

Metternich era el hombre del saco de los liberales, por eso de lo primero que hizo el emperador fue echarle, cuando las calles se llenaron de gente protestando. Bueno, por eso y porque el hombre tenía su buena recua de enemigos tras 35 años en política.

 

Dice la leyenda que cuando llegó a su casa su mujer le preguntó alegremente “¿estamos completamente muertos?” Salieron rumbo a Londres bajo nombres falsos, mientras en el retrovisor de la diligencia se veía arder su casa.

 

Otras concesiones fueron la promesa de una constitución, y el establecimiento de una milicia ciudadana, formada por buenos burgueses que en seguida se dedicaron a reprimir al pueblo llano que protestaba (y saqueaba) porque las cuestiones sociales seguían sin abordarse. Que saquear está mal, sin duda, pero que sin el pueblo llano haciendo eso mismo dos días antes los buenos burgueses no habrían recibido de Palacio ni los buenos días, aunque al poco tiempo la familia imperial salió a tantear el ambiente y fue recibida con fervorosos aplausos, pese al medio centenar de muertos causados por las FCSE de esa misma familia. Sin embargo, no hubo gobierno provisional ni nada parecido: la maquinaria del estado siguió funcionando, al margen de los líos que organizaban los estudiantes, los cuales también tuvieron su “momento FWH” pero lo superaron con nota, rechazando la constitución preventiva otorgada y logrando así una asamblea constitucional.

La cosa de Austria en 1848 es que es un imperio, y en cuanto oyen “asamblea constitucional” todos quieren participar. De modo que Austria, además de tres constituciones, va a tener como media docena de parlamentos y dietas en este periodo: uno pan-austriaco, uno en Croacia-Eslavonia, uno en Hungría… ¡si es que hasta los ucranianos se apuntan a la fiesta! Pero curiosamente, serán los Habsburgo los que usen esta circunstancia en su favor: a las pocas semanas se piran de Viena a Innsbruck, y desde allí van a reorganizar la Reacción, jugando con los resentimientos nacionales: de la Austria rural contra los perroflautas de Viena, de los eslavos contra los húngaros (croatas y eslovacos están en la “parte húngara” del imperio, y los húngaros no se andan con chiquilladas, así que para el emperador es fácil convencerles de que se le unan a cambio de un fuero), de los polacos contra los rusos (“solo nosotros podemos protegeros de Moscú, ¿acaso una tiranía católica no es preferible a una ortodoxa?”, y por si acaso también abolen los últimos privilegios feudales)… Viena es de los pocos sitios donde los radicales se impusieron a los moderados, pero sin los Habsburgo como fulcro político del imperio, la revolución vienesa empieza a girar sobre si misma en el vacío, radicalizándose pero sin conexión con el exterior.

Los eslavos lo intentan por su cuenta, organizando un Congreso Eslavo en Praga en junio de 1848. Checos, eslovacos, polaco-ucranianos, croatas, serbios y eslovenos se reúnen (bajo una enorme bandera imperial, que no se diga) para hablar de “lo suyo”, pero es mucho ruido y pocas nueces: a nadie le gustan los rusos, cuya hegemonía en el paneslavismo todos temen, mientras alemanes y húngaros los denuncian por estar conchabados con Moscú (bueno, en este momento, San Petersburgo). Lo cierto es que ni siquiera se ponen de acuerdo en quién es el enemigo: en Bohemia temen a los alemanes y su presión demográfica en los Sudetes, los eslavos del sur temen a los húngaros, los polacos a los rusos, y los ucranianos (en este momento, “rutenios”) a sus aristócratas polacos, a los que creen capaz de pactar con los rusos, los austriacos o el mismísimo Diablo para mantener en pie su chiringuito. Encima, y pese a toda la fanfarria de “nuestra común lengua eslava”, después de cada discurso y a puerta cerrada todos piden que les repitan lo dicho… en alemán.

La cosa no duró: el emperador nombró a un nuevo gobernador para Praga, Windischgrätz, que junto con Radetzky en Italia y Josip Jelačić en Croacia-Hungría iban a darle la vuelta al partido. Aprovechándose de provocaciones de los radicales, los tres mariscales proclamarían estados de emergencia y ordenarían oleadas de arrestos. Jelačić además inició desde Croacia una invasión de Hungría, donde estaban particularmente levantiscos (a instancias secretas de la corte, donde le amenazaron “o marchas sobre Budapest, o quizás lleguemos a un acuerdo con ellos a costa de Croacia”). Cada uno de los tres operó con bastante margen propio, apoyándose en grupos conservadores locales que veían que esto de la revolución se iba de las manos, y una vez pacificadas sus esquinas imperiales marcharon los tres sobre Viena, donde la cosa se había radicalizado sorprendentemente (para lo que es Austria). ¡Allí incluso ahorcaron al ministro de la guerra por mandar tropas contra Hungría!

 

También le desnudaron, pero esa parte no se cuenta.

 

Los generales sitiaron Viena (el emperador había convocado al parlamento constituyente a Olmütz, y los conservadores acudieron, creando una división de la legitimidad parlamentaria), y tras unos pocos días de combate entraron y fusilaron a todos los cabecillas. Un ejército húngaro que había acudido en auxilio fue rechazado, y después las tropas austriacas enfilaron Budapest, mientras en la corte los tres mariscales sustituían al dubitativo emperador por su sobrino, un jovencísimo Francisco José que nunca había prometido nada al populacho y que reinaría durante 68 años. La constitución votada se sustituyó por una carta otorgada, e incluso esa se abolió dos años después para establecer un régimen “neo-absolutista” que declaró que el imperio austriaco ahora era “libre e indivisible”, un estado unitario “donde todos tienen los mismos derechos individuales”, una apropiación del lenguaje liberal bajo la que aplastar cualquier mínimo conato de aspiración nacionalista. Quizás no reconozcan la letra, pero seguro que les suena la música. Un invento que iba a aguantar hasta 1918… aunque ya en 1866 Prusia les pasa por encima y tienen que ofrecerles una “compensación” a Hungría.

 

Resto de Alemania

La revolución llegó a Alemania en marzo de 1848, de manera tan universal que al periodo de los 18 años anteriores se lo denomina el Vormärz (“pre-marzo”). Tuvo un poco de todo, pero destaca sobre todo que para 1848 ya tenían constituciones, muchas al calor del 1830 parisino, sobre todo en los pequeños estados del oeste, que en la década de 1840 experimentaron grandes saltos de alfabetización y politización: Hessen (1831), Sajonia (1831), o Hanover (1833). La politización alcanzaba a veces cotas surrealistas, como los Católicos Alemanes (un grupo que bajo ropajes religiosos se convirtió en válvula de escape para activismo político, mayormente nacionalista pero también democrático), y tuvo una importante culminación en el Festival de Hambach, un 15M alemán con todas las letras.

 

Y al igual que el 15M español, resonó mucho sin lograr nada, aunque fue la puesta de largo de la futura tricolor.

 

En Baviera, por ejemplo, estaban cabreados con una amante real (una irlandesa que posaba como exótica bailarina española, nada menos), que con sus 25 añitos le sacaba al rey, de 60, la poca energía que le quedaba, y además se paseaba fumando por la ciudad. Los estudiantes le hicieron burla, y en febrero de 1848 el rey cerró la universidad. Con lo que ya había dinamita -ciudadanía alterada y estudiantes en las calles- sobre el que cayó como una chispa las noticias de París.

En la confusión de aquellos meses, una alianza entre radicales, liberales y nacionalistas logra reunir un parlamento pan-germano en Frankfurt. El parlamento ocupa el lugar de una asamblea federal pre-existente, sus integrantes son mayormente funcionarios públicos con su juramento de lealtad al déspota de turno, pronto se ganan el epíteto “parlamento de profesores”, los delegados de derechas intentan ponerle el marco de “solo representamos a los estados, no al pueblo”, y en seguida se pierde en debates procedimentales, pero con tesón inacabable (es decir, con ALEMANIDAD) logran acordar una constitución y un consenso sobre las grandes cuestiones.

Especialmente, la Gran Cuestión: ¿debe esta nueva Alemania ser una unión de todos los “alemanes”, o de los “estados alemanes”? Lo primero abre el melón de las minorías alemanas en Francia (Alsacia-Lorena) o Dinamarca (Schleswig-Holstein), lo segundo enfrenta a la asamblea con el marrón de Austria. Porque Austria es el estado alemán más poderoso (o al menos eso creerán todos hasta 1866), pero lo es merced a un imperio donde tres cuartos de sus súbditos son checos, italianos, polacos, húngaros o eslavos del sur. Si metemos el paquete entero en la Nueva Alemania (solución Grossdeutsch, “Alemania Grande”), Austria dominará, si en cambio metemos solo las partes germanas, el hegemón será Prusia. La Asamblea intenta resolver el problema invitando a pronunciarse a políticos checos, que educadamente lo rechazan (en cambio, a croatas y húngaros, que querían una tribuna para soltar lo suyo, no los invitaron, ¡qué cosas!), y tras muchos circunloquios y tras dejar claro Francisco José que no piensa renunciar al imperio ni jarto de Kirsch, le acabarán ofreciendo la corona a FG4.

Al margen de la Asamblea, se forma incluso alguna milicia en el suroeste, la más famosa es la de Friedrich Hecker, pero tras algunas escaramuzas menores sus integrantes se dispersan, o huyen a Suiza, o emigran a EEUU, donde van a estar muy presentes en los ejércitos de la Unión apenas 12 años más tarde.

 

La figura de Friedrich Hecker se convertirá en un héroe añorado en décadas futuras, y su estética en el cliché del revolucionario alemán del 48. Exiliado, fue uno de los integrantes del colegio electoral que eligió a Abraham Lincoln. (También acabó sus días escribiendo tratados sobre cómo la estructura ósea, forma pélvica e inferior masa cerebral incapacitaban a las mujeres para cargos públicos.)

 

La Asamblea definitivamente hace aguas cuando la minoría alemana de Schleswig-Holstein pide amparo ante el proyecto de la Gran Dinamarca que persigue Copenhague, en virtud del cual serán anexionados y convertidos en daneses sin más. La Asamblea, desde los conservadores hasta los radicales, protesta ruidosamente, y -como no dispone de tropas- apoya al 100% a Prusia, que manda un ejército. Pero la coyuntura internacional es la que es, Londres quiere una Dinamarca fuerte para cerrar la salida del Báltico, y nadie quiere una Prusia demasiado cachas. Así que los diplomáticos obligan a Prusia a retroceder y firmar un tratado (que garantiza cierta autonomía a Schleswig-Holstein). La Asamblea, que ni siquiera ha sido consultada, estalla en disputas sobre qué hacer: ¿insistir en los derechos de los schleswig-holsteineses y desautorizar a Prusia (y que todos vean que no pintas nada, porque no habrá consecuencias), o tragarse el sapo? Al final se vota lo segundo, lo cual provoca estallidos radicales en Frankfurt y las ya tópicas barricadas, que a su vez sirven de excusa a Austria-Prusia para meter tropas en la ciudad. Hay un centenar de muertos y miles de condenados.

 

Entre los condenados, Henriette Zobel, dueña de este paraguas con el que supuestamente mató a unos delegados conservadores.

 

Y las derrotas no pararon. Cuando las provincias occidentales de Prusia anunciaron que se negaban a pagar impuestos en protesta por la disolución de las cámaras prusianas, la Asamblea lo debatió… y de nuevo se puso de parte de la autoridad. ¿Y todo para qué? Para que en abril de 1849, tras mucho esfuerzo y compromiso y pasteleo, hubiera una mayoría para ofrecerle al rey de Prusia la corona de una Alemania unida, federal, y con una constitución mínimamente liberal (seis meses antes la opción Grossdeutsch era mayoritaria, pero Viena dejó bien claro que nunca aceptaría un estatuto separado para territorios con mayorías no alemanas). FG4, dijo que, oye, es un detalle, pero solo aceptaría bajo términos pactados con los demás soberanos alemanes. Vamos: que nunca aceptaría una corona nacida del pueblo. Con esto la Asamblea quedó definitivamente muerta: sin poder, y sin nadie que quisiera la corona que ofrecía. Los liberales se fueron a casa, y los radicales intentaron una revuelta generalizada, ni siquiera ya para traer el socialismo o algo así, sino simplemente para que los estados ratificaran la constitución aprobada por la Asamblea. Lograron movilizar milicias enormes que libraron verdaderas batallas campales contra las tropas prusianas, pero finalmente fueron derrotados. Y así le fue a Alemania.

 

Ese “así” es mitad y tres cuartos de LPD, pero seguramente haya 4-5 generaciones de alemanes que hubiesen preferido vivir tiempos menos interesantes en un modosito régimen parlamentario.

 

Hungría

Hungría era parte de Austria, o al menos un reino en unión personal. Allí la revolución tenía un importantísimo componente nacionalista, y los revolucionarios aspiraban al autogobierno – sin dejar claro cual era el límite. Pero cuando el emperador convocó una asamblea constituyente en Viena, mandaron una delegación, mientras en casa nombraban a Lajos Batthyány como primer ministro.

La revolución húngara estuvo dirigida por terratenientes, razón por la que conectó un poco mejor con la población rural, y por ello logró aguantar bastante más que otras. Entre otros logros, montó un ejército propio de más de 100.000 soldados… que sin embargo se dispersó en una docena de frentes internos. Y también algunos externos, porque en su largo toma y daca con los Habsburgo el líder húngaro Lajos Kossuth pasó por una fase “claro, majestad, Hungría aportará 40.000 hombres para aplastar a los italianos, faltaría [y luego hablamos de lo nuestro]”. Reverso, más o menos, de las fases por las que pasó Croacia, donde primero celebraron su libertad y luego se pusieron a los pies de Austria para quitarse de encima a los húngaros.

Porque los húngaros, tan oprimidos ellos, tenían clarísimo que hungarizar a los eslavos circundantes no era oprimir sino liberar, of course. Aun así opusieron una férrea resistencia, y podrían haber, bueno, no triunfado pero resistido lo suficiente para forzar un compromiso, de no haber intervenido el gran Coco de la política europea: Rusia. Tras aplastar las revoluciones de Valaquia y Moldavia, el ejército zarista entró por el este de Hungría y ayudó a Francisco José a completar la tarea. Hungría fue sometida, a pesar de un intento de ultimísima hora de “queridas minorías, todo era bromi, ¿nos ayudáis contra los rusos?”. Luego en el largo plazo lograron significativas mejoras cuando Viena fue aplastada por Bismark en 1866 y Francisco José tuvo que abrir la mano (a costa de las minorías, que así vieron confirmado que no, no había sido bromi la cosa).

 

“Los perros que no ladraron”

Tras todo esto haría falta un grupo de control, y Clark lo proporciona gustoso: aquellos países donde NO hubo revolución. Entre ellos, España, donde sin embargo sí hubo luchas callejeras, que solo en Madrid se cobraron 200 muertos (menos que Berlín, pero más que Viena) y que dieron lugar a deportaciones masivas a Filipinas. Fue la madrileña sin embargo una revuelta no espontánea, sino planificada, probablemente la única de Europa (con permiso de Valaquia, instigada por estudiantes valaquios presentes en Paris en febrero que llevaron el espíritu a casa, más similar a los pronunciamientos de 1820 que a una revolución). Y si falló fue por una combinación entre “ya hay ciertas libertades y una constitución” (si bien la más radical de 1837 había sido sustituida por la conservadora de 1845, que limitaba el voto al 0.8% de la población) y “como buenos liberales te ponemos policía hasta en la sopa”. Los mismos factores que en Bélgica, y sobre todo en Gran Bretaña, donde Clark no se corta un pelo.

Porque los historiadores conservadores británicos siempre han vendido una narrativa “ts ts, que puedes esperar de esos atrasados europeos, menos mal que nosotros teníamos nuestro sistema orgánico, natural, donde se respetan las libertades y los cambios son graduales, y así evitamos esas feas revoluciones”, y Clark saca al irlandés que lleva dentro para decirnos que no, que menuda chufla. En primer lugar, RU tiene policía a mansalva; en segundo, los conflictos se exportan a la periferia imperial (por ejemplo, exiliando a poblaciones “problemáticas” a Australia, o bajando el precio del azúcar eliminando aranceles, lo que traslada el descontento de Inglaterra a Jamaica, donde los plantadores pierden mercado, aunque la medida estrella son las Corn Laws que abaratan muchísimo el pan); tercero, cuando les toca en lo suyo suprimen revoluciones en menos que canta un gallo; y cuarto, sí que había un gran movimiento popular a favor de reformas, el Cartismo. Movimiento que el 10 de abril de 1848 convocó una gran manifestación en Kennington Commons, que fue aplastado violentamente por el gobierno con la ayuda de 100.000 voluntarios armados (entre los que se encontraba Luis Napoleón Bonaparte, futuro Napoleón III, en ese momento en exilio londinense y ferviente partidario del “orden”).

 

Pero mi favorito es Países Bajos, donde se libraron de la revolución porque el rey Guillermo II, hasta entonces firme conservador, se volvió de repente liberal y concedió una constitución. ¿Las causas para el repentino cambio? La muerte de un hijo, noticias preocupantes desde el resto de Europa, y que el pobre hombre estaba siendo chantajeado por gente que conocía sus inclinaciones homosexuales.

 

La geopolítica

Vemos revoluciones como desórdenes civiles en el interior de un país, pero Clark pone mucho énfasis en como los diferentes estallidos produjeron reverberaciones internacionales. Empezando por los suizos en 1846, advertidos por los austriacos/prusianos/rusos con ganas de intervenir en apoyo de los católicos (pero que al final no lo hicieron), y posteriormente con los numerosísimos voluntarios transnacionales: suizos devolviendo los favores a los milaneses, polacos en todas partes, un 10% de extranjeros en las milicias sicilianas, franceses apoyando a los romanos frente a sus compatriotas, y en las Américas, los liberales se envalentonaron y en la década subsiguiente acabaron con los últimos vestigios de esclavitud. Pero insuficientes en Europa, una vez que la reacción puso en marcha sus ejércitos. Rusia en Hungría, Prusia en Sajonia y Baden, o Francia en Roma formaron parte de una “internacional reaccionaria” que al final resultó más fuerte.

Sin embargo, esta “internacional” no resolvió problemas de fondo, y en cuanto estuvieron razonablemente seguros volvieron a las andadas. Rusia fue a por los otomanos, pero estos se habían labrado una muy buena imagen en Francia y Gran Bretaña acogiendo a miles de refugiados de Hungría o Polonia, y en la Guerra de Crimea saltó por los aires lo que quedaba de la “internacional reaccionaria”. Posteriormente, Austria y Prusia se pelearon por Schleswig-Holstein, y Prusia luego finiquitó a Francia como gran potencia.

El nacionalismo fue, sin duda, el “descubrimiento” de esta revolución: un unificador espontáneo y tremendamente efectivo, un nivelador increíble que abolía las diferencias de clase o entre el centro y la periferia. Pero también su perdición, pues llevó a los revolucionarios al campo de la geopolítica, donde tenían todas las de perder frente a los conservadores y poderes establecidos. Un diplomático yankee dijo que alemanes e italianos habrían podido lograr o el liberalismo o la unidad nacional, pero no ambos – Clark lo deshecha como falso, pero ilustrativo de la lógica subyacente de ambos, y nos regala la acertada frase:

 

La historia de las décadas post-revolucionarias demostraría que el nacionalismo era más potente cuando estaba uncido a la maquinaria del poder estatal.

 

Nadie manejó esto último tan bien como Bismark, quizás el político que mejor entendió las lecciones de 1848 (y que en sus memorias reconoció que sin las revoluciones, él, hijo de un mero hidalguillo rural, nunca habría llegado a donde llegó). Bismark entendió también el que había sido el gran problema de la fallida unificación alemana de los liberales de Frankfurt. Dicha unificación, si hubiese incluido a todos los estados alemanes, habría dado como resultado un mega-imperio hegemónico en el corazón de Europa, rodeado de pequeños estados satélites que además se le arrimarían con gusto para protegerse de Rusia o de los otomanos… y con minorías germano-parlantes en estados vecinos, una irredenta que prácticamente garantizaba guerras durante una generación para resultar en un Reich aún más grande – o destruido. Los liberales y radicales de Frankfurt ingenuamente creían que esto era solo cuestión de “la voluntad popular” y que las guerras solo las hacen los autócratas, pero nadie con un mínimo de Realpolitik iba a tolerar esto por las buenas (Bismark lo expresó con particular crudeza: “los problemas de nuestro tiempo [la unificación alemana] no se resolverán con discursos y mayorías parlamentarias [en Frankfurt], sino con sangre y hierro”). Para Francia semejante MegaAlemania era un tapón definitivo, para la Rusia zarista un vecino mínimamente democrático era una amenaza existencial, y Reino Unido siempre estaría por el “equilibrio continental”, a.k.a. “financiar segundones hasta que derriben al más fuerte”.

 

Grossdeutschland según la idea de sus defensores. ¡Y esto ni siquiera incluye a los alemanes de Alsacia-Lorena o Schleswig-Holstein, o las partes “lingüísticamente asimilables” de Suiza y Países Bajos!

 

Por eso Bismark no jugó sus cartas hasta que se abrió la ventana de oportunidad: Francia y Gran Bretaña humillaron a Rusia en la Guerra de Crimea de 1856, y por ese desencuentro se coló Bismark para, primero, quedar como el campeón de los nacionalistas alemanes, segundo, desterrar para siempre los temores a un Grossdeutschland vapuleando a Austria en el terreno de juego (y luego restaurándola en los despachos), tercero, ¡deponer a dinastías reinantes anexionándose sus feudos!, cuarto, aplastar a Francia para dejar claro quien era el machito del continente, y quinto, para sorpresa de todo el mundo, ¡conceder una constitución que garantizaba sufragio universal para un parlamento! Bueno, ya se encargó con truquitos de que esto tampoco importara demasiado. Bismark se había dado cuenta que lo de gobernar “contra la gente” ya no funcionaría, pero no dudaba de que “la gente ahí fuera tiene corazones conservadores, y en los momentos decisivos las masas apoyarán al rey”. Como dejó escrito en sus memorias:

 

El 20 de marzo, los aldeanos de su hacienda reportaron que unos “diputados” de la cercana Tangermünde […] habían exigido que la tricolor alemana fuera plantada en la torre de la residencia. Si los locales no obedecían, pedirían refuerzos. “Pregunté a los aldeanos si tenían intención de defenderse: contestaron unánimemente que sí y los urgí a expulsar a esos señoritos de ciudad del pueblo. La tarea fue realizada inmediatamente, con la ansiosa participación de las mujeres”.

 

El campo, quedaba claro, era leal… aunque por si acaso en casi todas partes hubo, o bien reformas agrarias, o reformas electorales quitando el voto a los campesinos más pobres, la mitad de la política conservadora del siglo siguiente. La otra mitad fue la apropiación/resignificación del nacionalismo: El nacionalismo romántico e inclusivo de los Fichte, Mazzini o Heine dio paso al nacionalismo más cerrado de Bismark, D’Annunzio o Napoleón III.

 

Y la siguiente vuelta de tuerca escaló un poquito más.

 

Las consecuencias

A Metternich le gustaba describir su política como un dique contra la putamodernidad. Bueno, pues en 1848 el dique se rompió, y para siempre. Bismark, el Metternich de la segunda mitad del XIX, nunca intentó construir diques, sino dirigir el barco conservador con mano firme en la ría desatada, tomando la iniciativa en las grandes cuestiones (unificación alemana, industrialización…) para resolverlas a su manera. Y como él todos los demás políticos exitosos. Apareció en cierto modo una “nueva política”, en todo el continente y abarcando todo el espectro, centrada en “resolver” cuestiones socioeconómicas de manera “tecnocrática”. Todo bajo la asunción de que el “progreso” (palabra usada universalmente, aunque casi siempre “material”) evitaría la revolución. ¡Incluso los socialdemócratas se apuntaron al reformismo! La cosa duró un par de décadas, con una cierta paz y buen crecimiento económico, hasta que la Gran Depresión del XIX forzó un cierre de fronteras y sustituyó a los cautos tecnócratas con machotes que no se achantaban y que ya nos llevaron a donde nos llevaron: a la Catástrofe Primígena del siglo XX. Pero estos gobiernos tecnocráticos, aunque formados por diversas alianzas entre facciones moderadas de conservadores y liberales, copiaron varias de las demandas radicales, como sufragio universal, educación pública o medidas de higiene urbanísticas (aunque lo de poner amplias avenidas era más para evitar barricadas que para airear las ciudades).

Clark insiste mucho en que hay importantes paralelismos entre aquella época y la nuestra (normal: quiere vender su libro como relevante). Lo que no quita que los haya: un mundo que muere (el de la Restauración del Congreso de Viena entonces, el del neoliberalismo ahora), lealtades/votos en flujo, identidades disolviéndose. O como dijo el barbudo: “todo lo que era sólido se desvanece en el aire.”

Curiosamente, aunque le cita a menudo, Clark no incluye a Marx entre los “notables” de la revolución que lista al principio. Y eso que en 1848 saca junto a Engels el Manifiesto Comunista. Marx, ya que estamos, le dio muchas vueltas al hecho del “fracaso” de 1848, que asumió casi como personal- una historia afirma que se gastó una parte de su herencia en comprarles armas a los revolucionarios belgas- y de ahí nació su obsesión con el desarrollo de las fuerzas productivas: una revolución solo podía triunfar cuando las fuerzas productivas hubiesen llegado al punto necesario de su desarrollo, concluyó. 1789 había triunfado porque la economía feudal estaba agotada, 1848 no lo había hecho porque la economía burguesa aún tenía mucha vitalidad. Así que a esperar tocaba. Y en cierto modo a la larga sus ideas se vieron vindicadas: con la industrialización el peso del campo se fue reduciendo ante un imparable proceso de urbanización, lo que permitió el ascenso de un socialismo reformista. Uno que, a la vista del fracaso revolucionario entre las masas campesinas, puso muchísimo énfasis en la educación de las masas y la conciencia de clase.

 

Uno de los cuadros favoritos de Marx: “obreros ante el consejo de Düsseldorf”, óleo sobre lienzo, 1849. Mientras unos hacen una educada petición en las salas enmoquetadas, fuera un tribuno arenga a las masas.

 

Las insurrecciones se cuecen durante años (la economía, la diseminación de ideas…), y pueden estallar con catalizadores espontáneos (un cartel, un disparo accidental…). Pero entre lo remoto y lo próximo, entre los años y los minutos, también hay causas de semanas o meses, lo que Clark llama “el tiempo de la política”. Y a veces hay ocasiones en que se alinean los astros.

 

Hay paralelismos sugestivos entre las transiciones de los años 1850 y el reformismo autoritario de la era Napoleónica, otro momento en que los estados fueron reformados para absorber las energías de una revolución. Tras 1945 y otra vez tras 1989, aspiraciones similares surgieron en Europa occidental, animadas por la visión de una forma tecnocrática y transnacional de hacer política, capaz de sacar la gestión de recursos contenciosos de los campos de fuerza del enfrentamiento partidista y nacional. Ambos momentos fueron marcados por una tendencia a poner la política económica en el centro de la acción de gobierno y a respetar la opinión pública al tiempo que se intentaba gestionarla proactivamente, y el mismo cansancio con los grandes eslóganes y categorías de izquierda y derecha y la misma esperanza que soluciones técnicas nos permitirían evadir el enfrentamiento y bloqueo de la política.

 

Luego hay otra: las revoluciones de 1848 históricamente cuentan como “fracaso”, como la curva que no se tomó. Y la principal causa, según los historiadores, es la división entre revolucionarios, generalmente por enfrentamientos entre partidarios de derechos políticos y derechos sociales. Pero más que como fracaso, Clark prefiere ver 1848 como una tormenta que se abate sobre Europa – y nadie calificaría un aguacero en términos de “éxito” o “fracaso”, sino de efectos causados. Puede que no hubiera las constituciones por las que tantos y tantos lucharon – pero sí hubo constituciones, y con ellas el comienzo de vidas políticas parlamentarias. En palabras de Clark, en muchos sitios “se mata a una constitución con otra constitución”. Eso en cierto modo ya no tuvo marcha atrás, un testigo de la época describió 1848 como “el fin de la era constitucional y el comienzo de la era administrativa”. O en otra bella cita del libro: que los conservadores pasaron de la censura a las relaciones públicas.

 

Paco José y su Metternich: “¿Realmente vamos a relajar la censura, Don Manuel?” “En Europa esto ya lo hicieron hace 120 años, Excelencia.” “Ya, ¡pero ahí son todo masones!”

 

Otras cosas tampoco tuvieron marcha atrás: además de constituciones en casi todas partes, los judíos y gitanos lograrían emanciparse en las décadas subsiguientes (entiéndase por “emancipación” el lograr que no se les aplicaran códigos legales distintos, y en el caso de los gitanos rumanos, el no ser vendidos como esclavos), momento en que los fachas dejaron de lado el antisemitismo religioso de toda la vida para pasarse al antisemitismo “biológico”. También se eliminaron los últimos vestigios del feudalismo en el campo, muchas veces por parte de los propios conservadores, que habían aprendido que la sociedad rural podía ser su pilar más firme si la mimaban bien. Significativamente, los regímenes que pretendieron que no había pasado nada y no reformaron ni una migajilla (los Estados Papales o las Dos Sicilias) desaparecerían en menos de 15 años.

No lograron culminar su lucha, en cambio, las mujeres, que tuvieron que esperar entre 50 años y un siglo entero para lograr el voto, pero “emancipación” fue una de las palabras fetiche de esta revolución (comparen con el actual “empoderamiento”). Otra fue “pueblo”, y otra “nación”, que, aunque no se materializara en 1848, sería la forma hacia la que evolucionaría la organización política en Europa. Y hasta hoy, podemos decir.

Los liberales, por su parte, tras bajarse del tren revolucionario en cuanto tuvieron las cuatro cosas que querían, se encontraron con que no se comían un torrao: una vez anunciaron que “la revolución ha obtenido todo lo que quería”, ya solo podían ponerse del lado del “orden”, como socios menores de los conservadores, mientras los radicales se quedaban con todo el espectro “insatisfecho”. Consecuentemente, en elecciones posteriores quedaron muy atrás. (Pero también se podría decir que murieron de éxito: los conservadores, temerosos de nuevas algaradas, asumieron parte del programa liberal para tenerlos de su lado.) Particularmente en Alemania nunca han vuelto a levantar cabeza. Dejaron de ser una fuerza revolucionaria, ese manto pasó a los socialistas y republicanos. Pero el legado de 1848 perduró de otras formas, y cuando los nuevos regímenes cayeron en 1918, salieron emociones reprimidas durante 70 años: la república de Weimar eligió la tricolor negra-roja-dorada de 1848 como bandera nacional, en Viena se remarcó que el gobierno republicano de 1918 asumió el cargo prácticamente en el 70 aniversario de la represión de Windischgrätz, y en todas las naciones eslavas liberadas hubo referencias a los fracasos de 1848. Hay veces que la historia se puede embotellar, pero no parar: todo lo que falló en 1848, al cabo de 100 años vino de todas formas. En 1948 Europa era en gran medida lo que los radicales de 1848 querían – repúblicas, reformas agrarias, sufragio universal (y ahora incluyendo a las mujeres), y constituciones que reconocían derechos sociales como la vivienda y el trabajo.

 

Igual se podría haber llegado ahí por caminos menos tortuosos – ¡total, iban a acabar ignorando esos derechos de todas formas!

 

Valoración

Pues me ha gustado. En realidad el sujeto del libro es imposible de abarcar en un solo libro, pero Clark ha hecho la para mi gusto mejor aproximación. Además, intentando cubrir todo el continente, no solo las partes que él ya debía conocer merced a su especialización en Alemania/Austria. Se aprecia su esfuerzo para meter análisis españoles, aunque lo de hablar de la “Plaza del Sol” para nuestro kilómetro cero no le va a ganar mucho apoyo entre nuestros neo-absolutistas locales. Y como homenaje, pues le vamos a dejar la palabra final a él:

 

Las revoluciones de 1848 parecían tan viejas como el antiguo Egipto cuando aprendí de ellas en la escuela. Su complejidad era un garabato fútil y de anticuario, alejado de las narrativas que guían a gentes modernas. Pero algo ha cambiado. Estamos reemergiendo de algo que ellos aún no conocían. La era de la industrialización; del crecimiento sostenido; de las grandes formaciones políticas ideológico-partidistas; del estado-nación y del estado del bienestar; de la secularización; de los grandes medios de masas. Eso, que nosotros llamamos “modernidad”, ahora está en flujo, su agarre sobre nosotros se afloja. La vieja trigonometría de izquierda y derecha […] ya no funciona.

[…] La confusión generada por los nuevos movimientos – convocatorias de Trump, Occupy, QAnon, gilets jaunes, antivacunas- es un síntoma de esta transición. Pero leídas contra las revoluciones de mediados del XIX, ya no son tan extrañas […] No es por igualar el reformismo ilustrado de Louis Blanc con las superficiales e incoherentes políticas de las protestas pop-up de hoy. Pero los liderazgos inestables, las fusiones de ideologías dispares, y la naturaleza móvil, proteica e improvisada de gran parte de la disidencia política actual recuerdan a 1848 […]

Según dejamos de ser criaturas de la modernidad, nuevas afinidades se vuelven posibles. […] Si se viene una revolución (y ahora mismo parecemos estar muy lejos de una solución no revolucionaria a la policrisis a la que nos enfrentamos) se parecerá a 1848: mal planificada, llena de contradicciones. Los historiadores debemos resistir vernos reflejados en las gentes del pasado, pero yo no he podido evitar la sensación de que las gentes de 1848 se verían reflejadas en nosotros.


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  1. Comentario de de ventre (02/09/2024 16:57):

    enseñar deleitando… sr. jenal, mil gracias otra vez… lo que me he reído y la de datos sueltos que me guardo para dejarlos caer cuando interese.

    j

  2. Comentario de emigrante (03/09/2024 16:22):

    Me uno a las felicitaciones.

    En el castillo de Hambach he estado yo un par de veces de excursión que lo tengo aquí al lado, una de ellas en una cata de vinos de los que se crían alrederor del histórico sitio. Además de la placa conmemorativa también tienen una bandera de dimensiones campofutbolescas, y es que la revolución del 48 es prácticamente el único acontecimiento histórico con el que los alemanes pueden presumir de patriotismo sin asustar a los vecinos. Cuando yo estudiaba nos dijeron que el nacionalismo era la principal característica de estas revoluciones, otra palabra que también asociaban con ella y aquí no se menciona era “romántico”.

    “haría falta un grupo de control, y Clark lo proporciona gustoso: aquellos países donde NO hubo revolución. Entre ellos, España,” Pues seguimos discrepando en el tema de siempre y me atrevo a postular que en España sí hubo revolución y además se anticipó al resto de Europa. Tenemos tan interiorizado eso de que España es un país atrasado que siempre que buscamos acontecimentos paralelos al resto de nuestro entorno lo hacemos con posterioridad. No nos entra en la cabeza que España pueda ser vanguardia del mundo en algo. Me estoy refiriendo a la Guerra de Independencia o Guerra del Francés y acontecimientos posteriores. Porque además de una guerra de liberación contra la invasión napoleónica se produjo simultáneamente una revolución donde los liberales introdujeron todos los elementos caracteristicos de la misma expuestos por Carlos Jenal más arriba. Tenemos una constitución, tenemos el nacimiento del(os) nacionalismo(s) español(es), tenemos la popularización de la bandera entre el pueblo. Incluso las independencias americanas (que, en definitiva, son revoluciones nacionalistas) no empezaron como tales sino como un intento de reforma del régimen, los primeros libertadores se alzaron dando vivas al rey depuesto. Incluso pudo haber triunfado tras el golpe de Riego si el Congreso de Viena no nos hubiera mandado sus Cien Mil Hijos de Puta. Pero no le echemos toda la culpa a von Metternich, también hubo mucha resistencia interna sobre todo en las regiones protocarlistas. Si se hubiera producido simultáneamente con el resto de Europa o lo mejor habríamos tenido más suerte. Al final España fue el país europeo que más tiempo pasó bajo un régimen constitucional durante el siglo XIX.

    También hubo durante la Guerra Civil quien se puso a hacer la revolucion en mitad de la guerra. Esta guerra fue el anticipo de la gran batalla entre el fascismo y el comunismo. No es que España sea un país atrasado, es que nos anticipamos a los acontecimiento. Siempre jugamos el partido de ida y lo perdemos.

    El periodo revolucionario debería abarcar de 1808 a 1848. Si hasta menciona una constitución siciliana inspirada en la Pepa, por qué no incluirla? Ignorancia, racismo, hispanofobia?

  3. Comentario de emigrante (04/09/2024 10:59):

    La última pregunta no va dirigida al señor Jenal sino, retóricamente, al autor del libro que al venir del mundo anglosajón no es descartable un olvido intencionado. El racismo de los historiadores hacia lo hispano y lo latino existe quitando algún hispanista británico.

    La historiadora mexicana Guadalupe Jiménez Codinach se quejaba que cuando estuvo en la biblioteca del congreso americano estudiando un archivo (el original se perdió en un incendio pero los gringos tenían una copia) no paraban las ofensas racistas. Al jefe del departamento de estudios hispánicos, que ni siquiera hablaba español, se le ocurrió proponer que para celebrar el día de la hispanidad, el Columbus Day, los latinos que allí trabajaban becarios y profesores hicieran de camareros. Otra cosa que le molestaba mucho es que no pusieran eñes ni acentos ni en los textos en español “Al polaco le ponen todos los acentos y signos de puntuación pero al español nada. Yo le expliqué la importancia con un ejemplo y puse “año” con ene y le expliqué la diferencia”

  4. Comentario de Ectoplasmo (05/09/2024 16:22):

    ¡El Sr. Jenal empieza fuerte la vuelta al cole!. Suscribo y me uno a las felicitaciones por tan buenos en interesantes aportes; En el erial de la interné esto es ya como la aldea de Astérix..

  5. Comentario de Ectoplasmo (05/09/2024 16:55):

    ¡El Sr.Jenal empieza fuerte la vuelta al cole!; confieso que se me ha hecho un poco bola al principio pero luego ya bięn.
    Suscribo y mis felicitaciones por tan buenos e instructivos aportes en el desierto que es ya la interné; Que ya me siento a veces como Lawrence y sus compadres saliendo del Nefud..

  6. Comentario de Creikord (06/09/2024 12:04):

    Gracias Carlos por el resumen-ensayo, como siempre ameno y divertido pese al tocho en ciernes ;)

  7. Comentario de el guru (14/09/2024 18:19):

    Muchas gracias al señor Jenal por este pedazo de resumen.
    Lo único que me sorprende es que el libro se salta una de las causas importantes: que es la crisis de DEUDA por el ferrocarril (la crisis agraria lleva a la subida de precios, a la esta caída del consumo, a la recesión, al estallido de la burbuja de empresas privadas fundadas con deuda pública) que es lo que fuerza la revolución en Francia y Prusia (y que luego volverá para destruir a Louis Napoleón). El déficit comercial con Francia es lo que salva al Reino Unido de tener una revolución en el 48. Austria-Hungría no entra en la guerra de Primea por la deuda y no empieza a industrializarse en serio hasta DESPUÉS de la Primera Guerra Mundial. De todas formas las revoluciones del 48 son un tema tan increíblemente amplio que no se puede comentar todo ni en un resumen de 15K palabras.

    sobre el comentario#2 de emigrante (que habla del “atraso”, “anticipación” y el “progreso”)
    el determinismo económico/social es uno de los puntos más CRINGE de la teoría de la Historia del Marxismo

    Y (a riesgo de descarrillar la discusión y ya que lo menciona en el párrafo final) no me puedo resistir a comentar que, hoy por hoy, ser anti vacuna es la única opción sensata en el desastre de políticas de salud pública que tenemos.

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