The Act of Killing (Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, 2012)
El deporte de matar comunistas
En los últimos años, el cine documental se está viendo como una herramienta política tremendamente útil para contrarrestar los discursos oficiales. Si echamos la vista atrás y resumimos con trazo grueso la trayectoria del cine norteamericano contemporáneo, nos asaltan dos sospechas, ampliamente repetidas por un cierto consenso general. La primera sería el adocenamiento del cine de ficción, reducido a una sucesión de remakes, precuelas, secuelas y requetecuelas de películas de acción y comedias chorras, una deriva que confirmaría la ineficacia de una industria que ni quiere ni puede trasladarle una mínima reflexión al espectador. Pero mientras este cine trata al público como si fuera idiota perdido, de un modo opuesto ha ido ganando terreno el cine documental, un género edificado sobre un curioso consenso: la asunción de que lo relatado en estas películas es verdad y que, por lo tanto, se trata de una narrativa que provoca unos efectos de cuestionamiento del orden establecido. Es decir, que el cine documental sí que mueve a esa reflexión que niega el cine de ficción, más encaminado a la complacencia y al conformismo.
Desde que Michael Moore rescatase el género situándolo en los circuitos mayoritarios, estamos asistiendo a la exploración de nuevas vías de documental como práctica de denuncia. De este modo, se está repensando la historia del cine, construida también sobre esta dualidad: el cine de ficción es un modo continuo y estable a lo largo de los años, y el documental es un hecho más esporádico, hasta el punto de que se considera a sus creadores como francotiradores que tienen que luchar contra viento y marea para sacar adelante sus proyectos. Consideración, la de “francotiradores”, que incluso se aplicaría a cineastas como Joris Ivens o Chris Marker, el primero por su empeño en reflexionar con su cámara sobre las injusticias sociales en diversas partes del mundo, y el segundo por su experimentación constante con los límites de la representación cinematográfica. En cualquier caso, esta idea perseguía dejar a los documentalistas al margen del cine mayoritario, dado el carácter de intervención política de sus películas.
Sin embargo, películas como The Act of Killing recuperan esa tradición del documental, actualizando las enseñanzas de Ivens y Marker. El documental no es ya una película para mostrar lo bonita y entretenida que es la vida de los esquimales en el Polo Norte sino que desvela aquellos asuntos que otros géneros no pueden mostrar. Aquí, los directores Joshua Oppenheimer y Christine Cynn deciden hacer una película muy arriesgada sobre la matanza de un millón de comunistas en 1965 y 1966 en Indonesia. El riesgo se encuentra en la adopción del punto de vista: serán los propios asesinos de las fuerzas paramilitares los que narrarán su historia. Así, la película seguirá el relato de Anwar Congo, un violento ultrafascista que hizo su aportación asesinando a más de mil comunistas. En el momento del rodaje de la película, entre 2005 y 2011, Congo ya es un venerable ancianito que deambula por su país con total impunidad, visitando los lugares donde torturaba y asesinaba a la gente como si estuviera rememorando sus escarceos sexuales de la adolescencia. La película empieza con Congo presumiendo de su método de ejecución, el mejor según él porque “no dejaba apenas sangre”: el estrangulamiento con un alambre. A partir de ahí, Congo va recreando con sus amigachos y discípulos asesinos sus grandes gestas que han contribuido a crear un país moderno, globalizado y, lo que es mejor, sin malévolos comunistas.
Para que los mismos asesinos vayan recreando sus métodos, Oppenheimer y Cynn recurren a un elemento que apela a su vanidad: les dicen que van a realizar una película que les situará en los libros de historia. Para ello, tienen que ir contando cómo mataban, qué métodos usaban y qué sensaciones iban teniendo. Y el resultado será, según les prometen, una gran película, como esas cintas de Hollywood, esas películas musicales, ese cine con cowboys y gángsters con las que crecieron los criminales. De este modo, asistimos a un juego muy llamativo: la película se va construyendo a partir de los supuestos ensayos para la otra película, que nunca llega a completarse. En el camino, los ejecutores sueñan con ser célebres por haber librado a su país de la horda comunista, creyendo que la exhibición de sus métodos les supondrá el respeto internacional. Así, poco a poco se van creciendo y van aumentando la apuesta: pasan de pequeños ensayos a simular el saqueo e incendio de todo un poblado a cargo de Pemuda Pancasila, uno de los principales grupos paramilitares indonesios, formado por más de tres millones de personas.
Poco a poco, Anwar Congo se va implicando en los distintos papeles que tiene que representar, desde un el punto de partida en que celebra cómo mataba, de un modo tan jocoso como mostraba Basilio Martín Patino en Queridísimos verdugos. Hasta que llega el momento más delicado, en el que tiene que situarse en el papel de un torturado. Sentado en una silla y con las manos atadas, Congo representa una secuencia de la supuesta película en la que tiene que ser, por una ocasión, uno de los comunistas a los que él mismo asesinó. La experiencia le resulta demasiado fuerte y se le escapan las lágrimas (seguramente de cocodrilo) mientras Oppenheimer le recuerda que él sólo está interpretando un papel, mientras que sus víctimas reales perdieron la vida. En ese punto concluye una película en la que el espectador ha asistido alucinado a todo un carnaval de violencia institucional en un país, Indonesia, en el que uno de los crímenes más atroces permanecen impunes. Un país en el que el sistema es una fábrica de asesinos y en el que los militares y paramilitares no paran de rememorar gozosos aquellos dorados tiempos en los que la tortura a personas indefensas era una actividad diaria. Y aquellos antiguos asesinos de los años 60 ponen ahora a sus nietos en sus regazos para ver juntos, en familia, películas para adoctrinar. Porque esa idea recorre la película de principio a fin: la importancia de la imagen para adoctrinar a la población, para elaborar el relato de la historia según la conveniencia de las clases dirigentes.
La película está producida por Werner Herzog, otro de esos cineastas que no distinguen entre ficción y documental porque ambas categorías no son más que estrategias retóricas. Eso sí, unas categorías que se establecieron para marginar al documental por su capacidad para la movilización política y que ahora está generando el efecto contrario: está volviendo al primer plano con propuestas que lo cuestionan todo, desde el clasicismo en las formas de narrar hasta la aquiescencia de la gran mentira política en la que vivimos. Y tenemos ya, como respuesta, películas que tratan de que las cosas vuelvan por sus fueros, como Searching for Sugar Man, el documental que intenta construir una historia romántica sobre la caída del apartheid. El debate está lanzado y, en el terreno cinematográfico, la lucha se está dirimiendo ya en el género documental. Que se ponga el ojo sobre la barbarie de Indonesia es una prueba más de que no todo está perdido.
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Comentario de Santi (16/07/2013 13:03):
Gracias. Estoy hasta las pelotas de la denigración de la ficción por algunos epistemólogos aficionados. Aquí has puesto la raya de la vergüenza donde, en mi opinión, debe estar. Tomo nota de la recomendación.
Comentario de Beltza (16/07/2013 19:53):
Antes de la escabechina el PC indonesio creo que era el tercer PC con más miembros, tras el PCUS y el PCCh. Y las salvajadas que cometieron en Timor Leste (quemar a la gente viva encerrándola en una iglesia) no se quedan atrás.
Comentario de uno que pasaba (16/07/2013 23:40):
recuerdo aquella entrevista a un guardia de la unidad de experimentos con humanos del ejercito imperial japones (segunda guerra mundial) cuando el periodista le decia “asesinaron a mujeres embarazadas?” y el hombre respondia “ellas eran comunistas y el hijo habria sido comunista, mejor asi, dos pajaros de un tiro” . Que genio, el hombre.