Anonymous (Roland Emmerich, 2011)
Shakespeare como verbo irregular
Hace 15 años, se producía la última gran revolución de la industria del cine: Hollywood estrenaba una película que removía los cimientos de la cinematografía considerada como un arma política. Colas de aficionados se agolpaban en las taquillas mientras los medios de comunicación no paraban de reseñar lo que era una sensación incluso antes de su estreno. En esta película se fusionaban todos los géneros, desde la ciencia ficción hasta la comedia, pasando por el bélico, el melodrama o las películas de catástrofes. Bajo su leve trazo argumental (la humanidad que luchaba contra una invasión alienígena) se escondía toda una lección sobre cómo hacer cine que no se veía desde cineastas como Martin Scorsese o Bud Spencer. Nos referimos, evidentemente, a Independence Day.
El escándalo que causó su estreno fue de aúpa. La historia se tachó de patriotera y no era para menos: la película concluía con todos los países contraatacando, capitaneados por el presidente de Estados Unidos pilotando un caza y liberando a toda la raza humana un 4 de julio. De este modo, el gran día de la independencia norteamericana se convertía en el día de la independencia mundial. Aquí nadie estornuda si no lo autoriza EE.UU., venía a decir la película. Y de repente los medios de comunicación descubrieron que el cine comercial de Hollywood vende una ideología de supremacía yanqui. Se instauró una moda: ver la película pero echar pestes de ella. Porque había que ser cool, guay y moderno. Eso sí, el mismo año, 1996, en el que ganaba las elecciones José María Aznar.
Pero dejémonos de retratarnos como españoles incoherentes y chaqueteros y vayamos al tema. Porque el caso es que, a raíz de esa peliculita, tuvimos que memorizarnos el nombre su director: Roland Emmerich. Un tipo que confirmaría, en su cine posterior, sus buenas maneras para hacer películas con muchas desgracias, efectos especiales e historias ridículas. La lista resultó tan interminable como insoportable: Godzilla (1998), El patriota (2000), El día de mañana (2004), 10.000 BC (2008) y 2012 (2009) son las aportaciones de un director al que todos criticaban pero que siempre ha llenado las salas. Y de repente, se anuncia su última película, Anonymous, que, según la campaña publicitaria, trataría sobre la chorrada esa de que Shakespeare no escribió sus obras porque claro, no las menciona en su testamento, no estudió en Cambridge ni en Oxford y no pagó nunca a la SGAE. Con esas pruebas, se llega a la conclusión de que Shakespeare era tonto, Cervantes, impotente y Quevedo, maricón. La cosa prometía porque además se anunciaba un derroche de efectos especiales para recrear la Inglaterra de la época.
¿Y qué sucede? Pues un fiasco. Porque la película parte de esa pseudo-teoría pero no se detiene mucho en ella y se centra en reivindicar las lecturas políticas de las obras de Shakespeare. Se trata de una cinta que parece realizada por un semiótico con financiación del régimen cubano. Hay un momento en el que Edward de Vere, el conde de Oxford, que sería el auténtico autor de las obras, suelta en una conversación: “Todo arte es político. Todos los artistas expresan ideas porque, en caso contrario, se dedicarían a hacer zapatos”. Toma ya. A partir de ahí la película se dedica a desmentir esa visión de Shakespeare como un clásico que hacía obras eternas y sobre conflictos de otras épocas para convertirlo en un activista que causaba tremendos revuelos con sus representaciones.
La segunda gran sorpresa que depara Anonymous es que tampoco se ceba en dejar a William Shakespeare como si fuera un idiota. No estamos ante una vuelta de tuerca sobre Amadeus, la cinta de Milos Forman que venía a decir que Mozart era un ceporro y que su arte era mera inspiración divina y talento innato. Todo lo contrario: no importa nada la vida de Shakespeare, de quien se nos cuentan cuatro detallitos. Lo que cuenta es su obra, que está por encima de su autor, sea quien sea. De hecho, William Shakespeare es un personaje secundario en una historia que narra las intrigas políticas de la época. Una época que, como se confiesa al final de la película, quedará ensombrecida y se recordará únicamente como el momento en el que se escribieron las obras del dramaturgo inglés.
Tercera sorpresa: tampoco hay derroche de efectos especiales y lo más espectacular son unos poquísimos planos generales del teatro del Globo. Además, todo está creado para dar verosimilitud a la historia. ¿Cómo? ¿Una película de Emmerich donde los efectos especiales están comedidos y supeditados a la narración? Pues sí, así sucede en una película donde muchas veces parece que asistamos a una obra de teatro, donde ni siquiera la batalla final es demasiado importante y apenas dura unos segundos.
En definitiva, que éstas son las cosas maravillosas que nos depara Hollywood en ocasiones: la ruptura de todos los prejuicios y la sorpresa de ver una película contenida e inteligente a cargo de uno de los mayores macarras de las superproducciones de los últimos años. Lo cual es también una desgracia, porque Emmerich nos ha privado, en este año de la vuelta del PP al poder, de su película de turno fachilla con la que sentirnos más a gusto con nosotros mismos. Ya no podremos expurgar nuestros pecados tratando de impresionar a las amigas de nuestros amigos ciscándonos en la derecha de este país y en el imperialismo yanqui que, fíjate tú, no para de reírse de nosotros con sus películas imperialistas. Tenemos que cambiar el chip. Menos mal que siempre nos quedará Terrence Malick para demostrar lo sensibles que somos y todo el mundo interior que poseemos.
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Comentario de pilgrim (28/11/2011 18:29):
Hombre, también descoloca un rato que Roland Emmerich por un lado sea el adalid del imperialismo yanqui y del Hollywood-espectáculo (Bruckheimer/Bay aparte), y por otro que sea alemán.
En cualquier caso, tomo nota de la recomendación.