Una verdad incómoda (Davis Guggenheim / Al Gore, 2006)
Al Gore, el outsider
En los últimos años se ha puesto de moda en Estados Unidos un tipo de cine documental militante anti-Bush que trata de ofrecer pedagogía al respecto de los atropellos cometidos por la administración republicana en nombre de la seguridad nacional y de los valores de un patrioterismo de pacotilla. Estos documentales tienen un problema, y es que desgastan a la larga la imagen pública de sus responsables, dada la implicación ideológica mostrada y, sobre todo, dado el rival a quien se ataca, tan hábil a la hora de categorizar negativamente ante la opinión pública a sus oponentes. Ahí tenemos el caso de Michael Moore, que tras el éxito de Bowling for Columbine se apresuró a participar en las elecciones presidenciales con el estreno de Fahrenheit 9/11, lo que derivó en un escarnio público hacia su persona por parte de los conservadores que vieron refrendada su permanencia en la Casa Blanca (no gracias a la película, pero con su indudable ayuda para una movilización conservadora).
A pesar de que el ciudadano europeo que se autoproclama de izquierdas, culto y progresista disfruta con los excesos de Moore, la recepción de sus películas es más polémica en su país, y su sobreexposición mediática da cuenta de su estupidez a la hora de trazar una estrategia comunicativa eficaz. El problema no son las películas en sí (aquí las reseñamos en su momento de una manera positiva), sino que éstas forman una mínima parte de un corpus de acción que resulta tedioso para el ciudadano medio yanqui. Y con razón. Es como si en España, por poner un caso, Ramoncín tuviera la cualidad de hacer buenas películas documentales anti-PP y no parara de aparecer como tertuliano en radio y TV, escribiera libros infumables y diera la paliza con su ego allá donde fuera (excepto en lo de las películas, todo lo demás lo hacía Ramoncín cuando los medios le invitaban). Pues bien, uno se llegaría a plantear votar lo contrario de lo que propone el tipo este. En definitiva, que estas películas son productos englobados en un proyecto personalista de participación en las citas electorales, pero que su mayor pecado está en la desmesura y la sobreeexposición mediática de sus autores.
Ahora, estando Michael Moore públicamente quemado, le sustituye en esta labor un personaje simplemente singular: Al Gore. Como de nuevo tenemos elecciones a la vista (las legislativas norteamericanas), Gore ha sacado su documental para arremeter contra los republicanos a cuenta de su política medioambiental.
Gore es uno de estos cristianos liberales yanquis que, cuando les dejan, son igual de pesados, dogmáticos, conservadores y llorones que los miembros más estúpidos de la derecha cristiana fundamentalista. A Gore sus antecedentes familiares le prometían una próspera trayectoria hacia la Casa Blanca, pero se cruzó en su camino su mayor enemigo: Bill Clinton. Gore tuvo la mala suerte de ser vicepresidente a las órdenes de un presidente pichabrava y putero, por lo que ahí empezaron las desgracias para el antiguo senador de Tennessee. Nos imaginamos a Gore yéndose cada día a la cama rezando sus avemarías y rogando que parasen los desmanes del bueno de Bill para que no entorpeciese su camino hacia el Despacho Oval. No obstante, pasaron los años, acabó el mandato de Clinton y Gore se vio metido, de repente, en una campaña electoral tras haber sido partícipe de una administración con un presidente faldero. Entonces Gore decidió prescindir de Clinton para su campaña, y sólo cuando ganó-pero-perdió las elecciones, se le reprochó en serio que el fallo había sido no contar con Bill, ya que su tirón popular le habría dado más votos y una victoria segura.
En casa de los Gore se derramaron torrentes y torrentes de lágrimas. Su mujer, Tipper (la fascistoide censora en tiempos de Reagan) se preguntaba, desesperada, por qué, POR QUÉ, Señor Jesucristo, no permites que un hombre piadoso, defensor de la familia, discreto, honrado y trabajador, llegue donde se merece, la Casa Blanca, y sí dejas en cambio que un vicioso mujeriego hubiese disfrutado de ese privilegio durante ocho años. La respuesta de Nuestro Señor Jesucristo, llegó más tarde: haz cine, hijo mío, para combatir al diablo desde el seno de la industria del pecado.
Y en esas Al Gore se metió a hacer una película. Como director eligió a Davis Guggenheim, proveniente del mundo de la televisión (se ha encargado de varios episodios en series como 24, Alias y Urgencias), para que le diera algo de vidilla y emoción a la filmación de una de sus conferencias sobre el cambio climático. Y el resultado es Una verdad incómoda.
Una verdad incómoda es un documental basado en una de las conferencias que lleva años ofreciendo Gore a lo largo del mundo para hablar de los peligros del cambio climático. El ex-vicepresidente carga las tintas, y con razón, con las aberrantes decisiones de la administración Bush de primar los intereses privados de sus empresarios afines a las necesidades del bien común. Gore, con un power-point muy currado, ofrece una batería de imágenes y datos para corroborar su tesis en la inevitabilidad del desastre de no parar las emisiones contaminantes.
Hay que reconocer que Gore se muestra en esta película mucho más suelto, menos encorsetado. Suelta algunos chistes de esos poco espon- táneos pero muy graciosos (como cuando se presenta diciendo “Yo fui el próximo presidente de Estados Unidos”) y sabe ser duro con Bush cuando toca, sin despeinarse. Sin embargo, uno no puede dejar de pensar por qué Gore no fue así cuando le robaron las elecciones, por qué no dejó de lado sus miedos a ser defenestrado por los medios conservadores y por qué no dio batalla hasta el final por los votos de Florida. Porque ése es el problema que afecta a la credibilidad de la película: Gore se nos presenta como un outsider, como un rebelde que lucha contra el poder de Washington cuando él formó parte de ese poder durante mucho tiempo.
Es cuando el político intenta que obviemos esa circunstancia cuando el documental alcanza sus puntos más ridículos. Gore se alimenta de los trucos comunicativos más burdos para legitimarse ante el espectador: ahí están los momentos en plan confesión personal cuando Gore narra el accidente de su hijo o la muerte de cáncer de pulmón de su amiga como revulsivos en su trayectoria pública. Mi hijo estuvo a punto de morir, dice el ex-vicepresidente, y ahí me di cuenta de la importancia de encarar mi lucha de otra manera. Secuencias enternecedoras para el respetable público cristiano yanqui.
Gore además trata de alejarse lo máximo posible de Clinton. Brillan por su ausencia las referencias al ex-presidente y uno saca la conclusión de que los años del 92 al 2000 no son los de la presidencia de Clinton, sino los de la vicepresidencia de Al Gore. No era cuestión de poner al libertino en la película no vaya a ser que se sonroje a las mentes biempensantes de la sociedad norteamericana. Porque se prima en Una verdad incómoda una visión positiva de la existencia. No tienen cabida los puterillos ni las conclusiones negativas. A pesar de lo que pudiera parecer, al final se impone un final esperanzador: los americanos seremos capaces de parar esta situación, dice Gore, porque siempre damos la talla en los momentos más críticos, y todos sabremos a quién votar en las próximas elecciones.
Gore emprende, de este modo, una carrera en sentido opuesto a la de Reagan. Si el republicano fue actor antes que político de Washington, Gore ha trazado el camino inverso. Y no me digan que Reagan fue mal actor, porque ahí está su papelazo en Código del Hampa, de Don Siegel. Como tampoco es mal acor Al Gore. Resulta convincente. Pero si nos detenemos a pensar un poco, es para decirle que a buenas horas… Y que es difícil creernos su nueva imagen de outsider a lo Michael Moore.
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