La matanza de Texas (Estados Unidos, 1974)
El regreso de la familia Trapp
Tras el estreno en 1974 de “La matanza de Texas” (The Texas Chain Saw Massacre), el cine perdería todo resquicio de inocencia. Es divertido pensar en cómo se les atragantarían las palomitas a los imberbes espectadores que acudieron al estreno de esta orgía de terror, pesadilla, barbarie, todo ello barnizado con una vocación surrealista y un sentido del humor enfermizo y apasionado. Película de muy bajo presupuesto, rodada en 32 días por un desconocido documentalista llamado Tobe Hooper, en seguida se convirtió en un mito del moderno cine de terror y en referencia absoluta para el subgénero “gore”.
Y es curioso esto, porque en “La matanza de Texas” apenas se ve sangre. Acabamos la película con la sensación de haber visto un festín de vísceras y, en realidad, se trata precisamente sólo de una “sensación” provocada por una planificación que juega con cerrar los límites del plano para crear un clima de angustia y que desarrolla, además, una iconografía bizarra de elementos que, puestos todos juntos, cargan el ambiente de la ficción hasta un punto extremo. Los planos de la gallina que se agita en el salón de la casa, llena de esqueletos, de jaulas y de sillones desvencijados nos introducen en una pesadilla inimaginable.
Porque lo más grandioso de “La matanza de Texas” no es lo que cuenta, sino lo que no cuenta. Los horrores a los que asistimos no son más que una pequeña parte de los que nos imaginamos, y algunos de los asesinatos (como el del chico de la silla de ruedas) están más sugeridos que mostrados directamente. No existe en la película una historia de la familia de caníbales, por lo que se deja al espectador la libertad de imaginar un pasado coherente que haya podido acabar en esa panda de maniacos. La historia en la que se basa el film, la del asesino Ed Gein, no es más que el punto de partida reconstruido totalmente y que apenas se reconoce como una versión libre de los hechos reales.
“La matanza de Texas” alude al terror más cercano, a lo más perverso que se esconde en cualquier rincón de nuestro entorno. Una apacible casita con porche, situada en Texas, es la morada de una familia de antropófagos coleccionistas de huesos. En definitiva, una de las familias más perversas que ha mostrado el cine desde el retrato de la familia Trapp de “Sonrisas y lágrimas”.
Porque “La matanza de Texas” es, en el fondo, un canto de amor a la familia y al trabajo. Sólo tenemos que preguntarnos una cosa: ¿por qué esta familia de salvajes es una familia de salvajes? La respuesta surge al instante: porque falta una mujer. Las más recónditas pulsiones pueden adivinarse en las relaciones entre los miembros de la familia (incesto, gerontofilia, pedofilia) y todo por la falta de una fémina en el hogar. Y la verdad es que en ese hogar no ha habido una mujer en mucho tiempo: la casa está sucia y desordenada, nadie hace la compra y, en consecuencia, se dedican a matar a la gente para comerla cruda, no existe decoro en la mesa, en definitiva, un desastre absoluto. Lo que diferencia a “La matanza de Texas” de “Sonrisas y lágrimas” es que, mientras en esta última aparece en el momento preciso como deus ex machina una mujer con vocación de madre y ama de casa (las únicas mujeres hasta que llega Julie Andrews son las niñas y la criada), esta posibilidad de redención no aparece en el film de Tobe Hooper, condenando a la familia a una vida de desorden, canibalismo y pereza. Y es que el capitán Von Trapp no era más que un viudo de un carácter inaguantable que, de no haber aparecido la maternal institutriz en su casa, a saber qué barbaridades podría haber cometido.
Robert Wise tuvo el acierto de salvar a la familia Trapp merced a la presencia de Julie Andrews (a pesar de que, en la vida real, la huida de los Trapp acabó sin éxito), y Tobe Hooper opta por mostrar la otra cara de la misma moneda, especificando las consecuencias de una unidad familiar rota. La falta de cariño que existe en el hogar encuentra su perfecto reflejo en la cara oculta de Leatherface, metáfora de un rostro carente de toda afectividad y valores educativos.
En esta lectura se podría entender el motivo por el que no muere la chica protagonista: su presencia turba la vida cotidiana del grupo familiar. De hecho, es tal la ruptura de esquemas que provoca, que, en lugar de asesinarla de buenas a primeras, le organizan una cena llena de ceremonia, una pequeña fiesta de bienvenida cargada de hospitalidad y reverencia. La ocasión lo merece, y el sacrificio se pretende realizar no de una manera aséptica, sino de buenas maneras y cediendo el honor al abuelo. Se podría pensar incluso que nadie quería matar a la joven, y que todo el ritual retrasa la ejecución como manifestación de un mecanismo psicológico que impide matar a una figura tan ajena a la familia caníbal como lo es la de la mujer-esposa-madre.
Porque, ojo, no olvidemos que los jóvenes que llegan de excursión y que se convierten en víctimas de los asesinatos son unos hippies (viajan incluso en la típica furgoneta hippie) que van de políticamente correctos (tienen a un amigo paralítico del que pasan en cuanto pueden para ponerse a fornicar entre ellos) y que rechazan todo lo diferente, como muestra su expulsión del autoestopista, al que arrojan del automóvil sólo por ser diferente. O sea, que forman el estereotipo de los “rebeldillos” hijos de papá que en cuanto se quedan sin dinero vuelven a su casa y que aseguran la continuidad generacional, como grupo retrógrado que es, de los matrimonios burgueses y yuppies de los años 80.
Fascinante resulta, a modo de conclusión, volver a ver “La matanza de Texas”. El terror se manifiesta en varios niveles y constituye una cinta que gana con el paso del tiempo, adquiriendo tintes de profecía de las figuras que se crían en esa zona de Estados Unidos, cuna de vigorosos presidentes norteamericanos. Que se utilice una sierra mecánica o una silla eléctrica poco importa. Lo importante son los afanes asesinos, las causas de la demencia, y las consecuencias de las acciones.
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