Elia Kazan
Empresario de piscinas
El período de la historia de Hollywood conocido como “caza de brujas” dejó una huella indeleble en la industria de entretenimiento más potente del mundo. Y a la sazón, una industria liberal y progresista que reunía en su seno a los mejores artistas norteamericanos del siglo XX. Pero en éstas que llegó el senador Joseph McCarthy. Un acomplejado borracho que, a pesar de estas virtudes, no llegó a presidente de su país. Pero sí lideró un absurdo “Comité de Actividades Antiamericanas” y acuñó toda una época con su nombre, “el maccarthysmo”, que convirtió, a caballo entre los años 40 y los 50, a la fábrica de los sueños en una fábrica de pesadillas. Y uno de sus más curiosos luciferes fue Elia Kazan.
Reputado director cinematográfico y teatral, impulsor del Actor’s Studio, un intelectual reconocido por la crítica y el público, Kazan asombró a la afición cuando compareció ante el Comité en 1952 y delató a ocho ex-compañeros del Partido Comunista, grupo al que perteneció Kazan entre 1934 y 1936. Porque hubo dos maneras de afrontar el Comité: con dignidad (para el recuerdo queda el enfado de John Ford con su frase: “Soy John Ford y hago películas del Oeste”) y con cobardía, arrastrándose los cobardicas (Clifford Odets, Sterling Hayden, Edward Dmytryk y Elia Kazan son sólo unos pocos de estos últimos) ante los designios de un miserable senador republicano. Hollywood llevó a cabo unos primeros movimientos de protesta, pero las amenazas de los grandes estudios las sofocó de inmediato. En palabras de Orson Welles, “teníamos miedo de perder nuestras piscinas”. Elia Kazan no perdió ninguna, y disfrutó de muchos años de vejez para hacerse todos los largos que le viniera en gana.
Las conmovedoras palabras de Kazan ante el Comité, explicando su abandono, tiempo atrás, del Partido Comunista no tienen desperdicio. Se lee la cobardía y la indecencia en cada línea: “Ya tenía bastante de sentirme reglamentado, bastante de escuchar lo que tenía que pensar, decir y hacer, bastante de su habitual violación de las prácticas cotidianas de la democracia a las que estaba acostumbrado. El vaso se desbordó el día en que se me invitó a representar una de esas escenas típicamente comunistas, en las que hay que contorsionarse, pedir excusas, admitir errores… Tenía suficiente. Había sentido el gusto de la vida en un Estado policíaco y tenía suficiente. En lugar de trabajar honestamente por el bien del pueblo americano, había constatado que me utilizaban para aumentar la importancia y el poder de gentes hacia las que, individualmente o en tanto que grupo, no sentía más que desprecio, y cuya actitud y comportamiento me inspiraban verdadero horror… Haber experimentado de primera mano la dictadura y el control del pensamiento me ha llevado a odiarles para siempre”. Como muy bien ha señalado Román Gubern, tiene narices que Kazan hablase de “estado policíaco” y “control de pensamiento” ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Como el pelota llorón número uno de la clase, Kazan no dudó en enfrentarse en público a Arthur Miller, antiguo amigo suyo y al que le debía, como autor literario de varias obras que escenificó Kazan, buena parte de su éxito y prestigio.
Este intelectual de gran altura, comprometido y buen amigo, llegó aún más lejos y se dedicó a repasar sus películas ante el Comité, negando cualquier lectura filo-comunista en su obra, y llegando a culminar su exposición afirmando una especie de mirad-qué-bueno-soy-que-he-hecho-una-película-anticomunista, refiriéndose a “Viva Zapata”.
Tras la caída del “maccarthysmo”, todo había cambiado radicalmente en Hollywood. El clima de miedo se había instalado por completo en la industria, muchos emigrados a Europa no volvieron, otros fueron perseguidos y vetados durante años por las productoras, hubo incluso quien había muerto por la presión ejercida por el clima de persecución (el actor John Garfield), y hubo, en fin, quien siguió con su trabajo como quien no quiere la cosa. Como Elia Kazan. Que tras su delación destacó aún en películas sobre adolescentes (“Al este del Edén” y “Esplendor en la hierba”) y rindió homenaje a la tierra que le había recibido décadas antes con los brazos abiertos (“América, América”). Todas películas excelentes, eso sí. Pero la polémica le persiguió, merecidamente, hasta la tumba. Kazan se convirtió, merecidamente, en ejemplo para no seguir, se le señaló, merecidamente, como paradigma de intelectual miserable y carente de integridad y llevó marcado para siempre, merecidamente, el estigma de los cobardes que para hacer peliculitas, bien, pero que cuando se le pide un básico ejercicio de amistad, respeto y comprensión, se convierte en un loco esquizoide que ve comunistas por todas partes.
A finales de los 90 le llegó un Oscar honorífico. Se lo merecía, como también se mereció la controversia que originó la concesión del galardón. Porque los premios están bien como reconocimiento, pero también sirven para remover la memoria y para señalar, para bien o para mal, a los homenajeados. Si no hubiera habido controversia, mal para Hollywood. Se le atragantó el Oscar a Kazan. Un castigo mínimo para que supiera que, a pesar de su público arrepentimiento, la gente sabía muy bien quiénes habían sido los culpables y quiénes las víctimas.
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