El tiempo de Cecilia (Lluís Castellano, 2004)
En una reciente entrevista en televisión, Luis García Berlanga decía: “Sufro ahora una censura infinitamente peor que la franquista: la censura de mi memoria”. A sus 84 años, se lamentaba el director valenciano de no poder hacer una reflexión completa sobre su propia obra porque no recordaba los detalles de sus películas. Berlanga se quejaba de sus achaques en una entrevista realizada en un plató de la Ciudad de la Luz de Alicante, el proyecto de un estudio cinematográfico, “sólo superado en tamaño en Europa por Cinecittà”, según sus palabras. Y añadía que su sueño es que la primera película que salga de esos estudios sea una superproducción sobre los Borgia. Segunda reflexión: el gusto por lo gigantesco, lo desmesurado.
En una misma entrevista, Berlanga había señalado, sin quererlo, las dos grandes lacras del modelo de industria del cine español: la amnesia y el artificio. Si diéramos un repaso a las producciones españolas estrenadas en los últimos años, casi que nos darían ganas de suicidarnos: sufrimos una industria que presenta grandes estrenos como “El año de la garrapata”, “El juego de la verdad”, “Seres queridos”, y todo un listado de bodrios insulsos que juegan a copiar los formatos narrativos del cine comercial norteamericano. Todo muy insulso, inocente y tontorrón. Se está cultivando un modelo en el que lo que menos importa es la reflexión, y en el que lo urgente es la justificación de la subvención de turno con una película cualquiera. Que cumpla con su cuota de pantalla, y, después, a otra cosa, mariposa.
Este empeño en comenzar la casa por el tejado repercute en una especie de secuestro cultural en el que todo lo que huele a creación y nuevas propuestas queda relegado a un trabajo de vocación y a una distribución inexistente. Hace un par de semanas cayó en nuestras manos un ejemplo de lo que comentamos: “El tiempo de Cecilia” es un corto documental realizado por Lluís Castellano (curioso oxímoron el que forman su nombre y apellido), un profesional del sector audiovisual que encontró tiempo libre para plasmar una historia que se le antojó irresistible. La cinta narra el día a día de Cecilia, una anciana que a los 80 años se queda ciega y tiene que adaptarse a su nueva situación para afrontar los retos de lo que ella percibe como un nuevo comienzo en su vida.
Porque Cecilia no ve en su enfermedad tanto un contratiempo serio como un reto. Con una vitalidad increíble, lleva una vida tozudamente independiente. Y decimos tozudamente porque Cecilia tiene hijos a los que recurrir, y también se le adivina una cierta solvencia económica con la que costearse asistencia privada. Pero ella toma la decisión de valerse por sí misma a pesar de su incapacidad y de su edad. Se prepara la comida (“a veces tiro el aceite fuera de la sartén y hago un desastre”, comenta), hace la compra, realiza viajes turísticos para los que incluso se documenta (con la ayuda de una lupa televisiva) y, con su carácter inquieto, en cuanto encuentra una excusa, sale a pasear por la calle. Pero no sólo eso. Cecilia es también una ávida lectora, y satisface su afición con la ayuda de voluntarios que le leen novelas, y escuchando cintas de cassette. Hasta recibe clases semanales de inglés, ya que, según confiesa, su ilusión es “hablar y valerme bien con el inglés unos cuatro o cinco años antes de morir”.
Para Cecilia, lo peor de la ceguera es que cambia sus tiempos: “ahora para cualquier cosa necesito un montón de tiempo”, dice. La adopción de unas nuevas rutinas vitales no la sume en ningún tipo de lamento, sino que encara el futuro con nuevos proyectos, consciente de su edad, pero en ningún caso entristecida. En su esquema de vida, no hay sitio para la melancolía. Se desenvuelve con agilidad a la vez que trata de memorizar cada nuevo paso que da. En este sentido, la transición en su estado queda reflejada al principio de la película, cuando se nos presenta a la protagonista cerrando las persianas de su casa, una preciosa metáfora de la pérdida de la luz en la retina de Cecilia.
La narración es, además, ágil, con un excelente trabajo de montaje en el que vamos descubriendo las actividades cotidianas de Cecilia a la vez que su voz en off nos ofrece diversas reflexiones sobre sus experiencias. La adopción del punto de vista en primera persona elude cualquier dogmatismo en el mensaje. Vemos, en la película, las dificultades de las personas ciegas por moverse por un ambiente urbano (la ciudad de Valencia), la actitud desconsiderada que, en ocasiones, mostramos hacia los ancianos (la historia que cuenta de los conductores de autobús que se quejan cuando les paran para preguntar el número de la línea) y el valor del voluntariado, entre otros asuntos. Pero todas estas reivindicaciones aparecen insinuadas, sin detenerse abruptamente en ellas, para evitar interrupciones en la fluidez del relato. Cecilia deja que asistamos a su privacidad, pero no manifiesta ningún protagonismo ni afán por convertirse en portavoz de causa alguna. Si acaso, en la voluntad de vivir, de sobreponerse a las dificultades.
La película acaba como empieza: con imágenes de Cecilia de joven. Era otro tiempo, y la protagonista vivía a otro ritmo. La memoria de Cecilia, a pesar de sus achaques (“esta memoria…” señala cuando coge una cinta de un cajón) lucha por mantenerse viva. Ella no reivindica más que su derecho a seguir desenvolviéndose en la sociedad actual. Pero se trata de una reivindicación poderosa, de una lucha contra la amnesia, por mantener vivos los recuerdos, sus propios recuerdos individuales. A través de mantener activos esos recuerdos, Cecilia es consciente de su identidad, y reclama, con su independencia en la realización de sus tareas, que cualquier ser humano puede aportar su granito de arena en la construcción de un orden social solidario.
“El tiempo de Cecilia” es, ante todo, un bellísimo film, que sorprende y emociona desde el principio hasta el final, y que despierta muchas sensaciones en el espectador. Cuando acaba, a uno le dan ganas de conocer a Cecilia, de acabar cada uno la película a su modo, descubriendo más de este personaje que se encuentra oculto en el anonimato de la cotidianeidad. De ahí el valor documental de la pieza: su testimonio de que, en las ciudades, todos somos, al fin y al cabo, personas con nuestras historias, nuestros problemas y nuestras experiencias. Recuperar la constatación de este hecho para iniciar una reflexión queda como una asignatura pendiente en nuestra era de la información.
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