La Guerra de los Mundos

Fahrenheit Spielberg

La adaptación al cine de una novela de H.G. Wells siempre supone un reto interesante. En primer lugar, porque es un autor sobre el que no sólo se han hecho numerosas películas, sino que incluso algunas de ellas han quedado como algunos clásicos del fantástico: ahí está, por ejemplo, “El hombre invisible” de James Whale, que dio paso a todo un reguero de films sobre el mito de la invisibilidad, en una línea que llega hasta Paul Verhoeven. Pero trabajar a Wells es también un desafío apasionante porque las sucesivas adaptaciones van dando nuevas lecturas a una serie de novelas escritas a finales del siglo XIX y que se han convertido en obras fundacionales de la ciencia-ficción. No obstante, a pesar de las interpretaciones que se puedan dar, tenemos que dejar claro un punto que puede resultar incómodo: H.G. Wells era socialista.

La cosa tiene miga. Nacido en la Inglaterra de la Revolución Industrial, Wells inició su oscuro sendero por la senda socialista bien temprano: a los 24 años de edad se casó, en incesto, con su prima. Este socialista enfermo de tuberculosis (algo totalmente redundante) compaginó sus lecturas marxistas con la escritura de obras fantásticas como “La máquina del tiempo” o “La isla del Dr. Moreau”. No le faltó tiempo para plasmar sus ideas en novelas protagonizadas por pobres, novelas reivindicativas y críticas con la sociedad de su momento. Con estos breves pero simpáticos detalles biográficos nos hacemos una justa idea de la personalidad de H.G. Wells. No sabemos a qué esperan, por lo tanto, todas las asociaciones derechistas y eclesiales españolas para montar una manifestación de fin de semana para protestar por la adaptación de sus novelas, exigir el cese del diálogo artístico con sus obras, y pedir que no se tome como ejemplo la boda incestuosa del sujeto (en los tiempos que corren, seguro que, en lugar de casarse con su prima, lo habría hecho con su primo).

De todos modos, y a la espera de esta necesaria convocatoria a la que seguramente asistirán siete millones de personas concentradas en la Puerta del Sol, Spielberg ya ha hecho el trabajo oportuno con su relectura de “La Guerra de los Mundos”, escrita en 1898. Cómo se nota que Wells no era español y podía permitirse el lujo de, en un año de pérdidas coloniales para nuestro país, mirar al cielo y escribir sobre marcianitos. Pero, como era socialista, su novela era una crítica a la sociedad de su tiempo, al burdo sistema capitalista que oprime a los fuertes y beneficia a los débiles (¿o es al revés?).

En “La Guerra de los Mundos”, como su título indica, asistimos a la invasión de unos extraterrestres que, sin preguntar, llegan a la Tierra y empiezan a cepillarse a la gente (en el sentido vital, no sexual). Con una tecnología muy sofisticada, con naves espaciales provistas de escudos protectores, arrasan con todo lo que pillan: en la novela las primeras víctimas son personas; en la película, lo primero que destrozan es una iglesia. Al final los marcianos mueren por culpa de las bacterias y la humanidad se rehace del susto y vuelve a su vida cotidiana (y los marcianos de la novela se van a Venus, donde seguro que no encuentran tantos problemas de colonización).

La obra de Wells mostraba un cierto temor en el cambio de siglo por el nuevo orden social que se estaba gestando. En una época de avances científicos y retos sociales, el autor concluía su novela con una moraleja sobre estos adelantos e incertidumbres: “Queda el problema (…) de saber si es posible otra invasión de los marcianos. No creo que se haya prestado atención suficiente a este aspecto del asunto (…) Por otra parte, es posible que la destrucción de los marcianos sólo signifique para nosotros un aplazamiento. Tal vez el porvenir se encomiende a ellos y no a nosotros”. Vamos, que el autor relativizaba la victoria final y apostaba, implícitamente, por la negociación con los marcianos, por la Alianza de Civilizaciones, puesto que cabía plantearse la posibilidad de que ellos fueran superiores a nosotros. Esto a Spielberg se la trae bastante al fresco. El mensaje final de la película va en plan “nos hemos merecido el derecho a vivir en este planeta y no nos iremos nunca”. Mano firme contra las invasiones y los extraterrestres (marcianos terroristas) porque la especie norteamericana es la más mejor del mundo.

Porque hay mucho patrioterismo y mucha chulería de orgullo yanqui en la película. Aparte de que los marcianos son unos terroristas infames que no tienen respeto por nada (no en vano, repetimos, el primer edificio que tiran es una iglesia, no una mezquita) y que logran crear un clima de pánico general entre el buen pueblo norteamericano. Pero ahí está Tom Cruise, que no pierde su sonrisa colgate ni en las situaciones más graves, y que está para defender, antes que nada, a la familia (heterosexual, por supuesto, de ahí que tanto presuma Tom ahora de novia a cualquier ocasión que se le presenta). El amor de la familia tradicional queda como el valor fundamental de la sociedad, según la película. Al final, aun después de pasarlas canutas, presenciamos el reencuentro de todos (no muere ni siquiera el imbécil del hijo), que se perdonan sus problemillas tras decirse durante todo el rato, recuerda que te quiero mucho.

Este pasteleo familiar empieza a ser ya muy cargante en las últimas películas de Spielberg. Si al final de “Minority Report” teníamos un guiño que, por su brevedad, tampoco chirriaba demasiado (la reconciliación de la pareja y el embarazo de la mujer), en “La Guerra de los Mundos” todo resulta de risa. Las comparaciones con E.T. son odiosas. Si en la película de 1982 Spielberg presentaba también a una familia rota, la peripecia no suponía en aquel caso una recomposición de la estructura familiar, sino un proceso de madurez para el protagonista, el niño Eliot. No obstante, en “La Guerra de los Mundos” todos actúan como niños, no existe una diferencia entre mundo adulto y mundo infantil, y lo que cuenta es la unidad familiar a cualquier coste. Eliot entraba en la adolescencia sin por ello exigirle a su madre una reconciliación con el pasado: el personaje de Tom Cruise, por el contrario, necesita esa estabilidad a toda costa, porque, ya se sabe, los divorciados son personas desastrosas, guarras, y padres pasotas.

El cine de Spielberg reclama esta unidad familiar como respuesta a los ataques a la cultura norteamericana, de los que el 11-S es el ejemplo por antonomasia. La niña pequeña no para de preguntar si son terroristas los atacantes, una pregunta que delata la lectura que ha adoptado Spielberg para la adaptación de la novela. Una obra que, como sabe muy bien el director, es ideal para remover los miedos en épocas de temores colectivos. De ahí el éxito de la adaptación radiofónica realizada por Orson Welles a finales de los 30, cuando la sombra de los totalitarismos amenazaba con llegar hasta Estados Unidos. La histeria colectiva de aquel momento provocó suicidios y altercados. El miedo actual de la sociedad estadounidense refuerza los vínculos de la familia que acude en masa a ver la película en las salas de cine.

Resulta obvio que el 11-S es el detonante y explicación nuclear de la versión de Spielberg. El director recrea magníficamente el pánico colectivo ante el ataque, reproduciendo para la ficción de la gran pantalla las escenas del miedo ante el ataque a las Torres Gemelas. En el ataque inicial, Spielberg coloca la cámara a ras del suelo, fijándose en las víctimas, en los seres humanos atacados, y acompañando a Tom Cruise en su huida desesperada de unos sucesos que no comprende. Como aquellos neoyorquinos que salieron en todas las televisiones el 11-S, el personaje de Cruise llega a su casa cubierto totalmente del polvo de los escombros. Su instinto será el de huir, protegiendo a su entorno familiar, permitiendo que su hijo se vaya a luchar con el ejército cuando comprende que es su deber hacerlo, tapándole los ojos a su hija para que no vea nada y pueda seguir creciendo en una burbuja aislada de la realidad, y volviendo a su Ítaca particular después del exilio del divorcio. Vamos, en las antípodas discursivas del Spielberg de E.T.

El espectáculo, eso sí, está garantizado. Spielberg sabe medir como nadie el ritmo de las secuencias. La lástima es que, en demasiadas de sus películas, opta por centrarse únicamente en las escenas de acción, dilapidando todo su talento al servicio de un grito o un susto. En “La Guerra de los Mundos” esto se nota más que nunca: se vibra en determinadas secuencias, pero la película se arrastra pesadamente en un discurso idiota y vago, impropio de Spielberg. Normal, si lo que se quiere es adaptar la novela de un socialista para explicar el 11-S.славный друже рецептыtranslate english to jewish


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