Kill Bill: volumen I
La vuelta del ketchup
La concesión de once Oscars a la tercera parte de “El señor de los anillos” parece confirmar una nueva estrategia que ha resultado exitosa en lo que al dinero se refiere, pero también en la fidelización de espectadores a las salas de proyección: se trata de la serialización, de la oferta en distintas partes de un material rodado al mismo tiempo. Si hasta ahora las segundas partes y las trilogías siempre surgían dependiendo del éxito de la primera película (pensemos en casos clásicos, como “El Padrino” o “Superman”), lo que nos trae “El señor de los anillos” es, a efectos comerciales, un planteamiento distinto, que no es otro que el de realizar todo el rodaje de una vez para que la composición de la segunda parte o la trilogía sea únicamente una cuestión, en el aspecto técnico, de la sala de montaje. Esta estrategia cuenta con sus ventajas:
– para empezar, reducción en los costes de rodaje. Si bien los rodajes duran más, también es cierto que se realiza con un mismo equipo técnico, bajo un único periodo contractual, y con una eliminación de los imprevistos (como fallecimiento de un actor importante con el paso de los años). De este modo, los gastos se pueden desviar a otros aspectos, como los efectos especiales. Como ha ocurrido con “El señor de los anillos”, que una derivación de gastos hacia los efectos ha permitido que pudieran prescindir de ILM y conseguir unos óptimos resultados, a pesar de que la empresa de George Lucas se pavoneara diciendo que, sin ellos, no se podían hacer buenos efectos digitales en la actualidad.
– esta reducción de costes se manifiesta también en el caché de los actores. En ocasiones ocurre que los actores se niegan a realizar segundas partes bien por cansancio, bien porque han elevado su caché merced, curiosamente, al éxito que obtuvieron con la primera película. Sigourney Weaver, Sean Connery o, en su momento, Christopher Reeve, son prueba de ello. Rodándolo todo de una, se elimina este problema: actores poco conocidos –Orlando Bloom, Viggo Mortensen- que han saltado a la fama tras la primera parte, no han podido presionar a New Line Cinema para elevar su sueldo por participar en la segunda y tercera parte de “El señor de los anillos”.
– al asegurarse el material, la publicidad no vende la posibilidad de una segunda parte, sino su realidad e inminencia. De este modo, se consigue crear una necesidad en el espectador, que no percibe el estreno de las sucesivas partes como una estrategia, sino como un hecho natural: de ahí que “necesite” ir a ver todas las partes, para no perderse el relato. Obviamente, el merchandising y los DVDs contribuyen a crear todo un universo que amplía y explica la película.
No obstante, esta estrategia tiene un punto débil, que se mostrará cuando se produzca el primer fracaso comercial de una primera parte. Con todo, este fracaso aún queda lejano, puesto que la inversión publicitaria desplegada en estos casos es tan avasalladora, que se antoja imposible un descalabro. Y es que, de momento, se ha conseguido crear una nueva dinámica de espectador: ahora superproducciones como “El último samurai” o “Troya” parecen películas menores ante “El señor de los anillos” o “Matrix”, que se subió al carro rodando la segunda y tercera parte a la vez. O “Kill Bill”, la última de Tarantino que se presenta partida en dos partes, o volúmenes.
Y no es accidental que Tarantino haya hablado de “volumen”, puesto que la influencia del cómic (en concreto el japonés y oriental) se descubre como el principal referente de su nuevo producto. La historia de la película es muy simple: una mujer se dedica a ir liquidando, una por una, a las personas que intentaron asesinarla el día de su boda. Con un argumento tan sencillo, Tarantino ofrece un “volumen” más de la reformulación de su imaginario particular sobre la violencia audiovisual.
Alejado temporalmente de la dirección desde 1997, Tarantino se convirtió en el máximo referente del cine de acción de los 90 con su opera prima, “Reservoir Dogs”, pero, sobre todo, con su siguiente película, “Pulp Fiction”, premio en Cannes y Oscar al mejor guión. Fue en esos años cuando la presencia de Tarantino en los créditos de una película suponía una especie de certificado de pata negra, incluso para films como “Asesinos natos”. Lo que es cierto es que el sello Tarantino suponía un vasto mundo de referentes culturales y, en ocasiones, una reflexión sobre el mismo cine: ahí queda “Abierto hasta el amanecer”, que es, ante todo, un inteligente “remake” de “Psicosis” de Alfred Hitchcock, por cuanto participa del mismo principio de fractura en el desarrollo normal del guión de Hollywood.
El éxito de Tarantino fue tal, que sus seguidores le pedían cada vez más, y él ofrecía cada vez menos. “Jackie Brown” dejó indiferente a su parroquia, así que su próxima película no podía defraudar. Y ahí está: un auténtico derroche de sangre que esta vez se derrama violentamente. El ketchup de Tarantino no es ya el de un tomate que se queda aplastado por un camión, sino el de un tomate triturado y esparcido con una manguera. Si Tarantino mostraba, en sus anteriores películas, sangre que salía abundante, pero con cierta armonía, en “Kill Bill” muestra una sangre fiera, impulsiva, que riega en lugar de salpicar.
Esto se debe a que Tarantino nos muestra ahora otro referente. Sin olvidar sus obsesiones personales (Scorsese, Leone pero, sobre todo, De Palma), dirige ahora su mirada hacia otro espacio audiovisual. Si “Reservoir Dogs” y “Pulp Fiction” eran su visión particular del cine negro norteamericano, y “Jackie Brown” se centraba en el cine policiaco de los 70, “Kill Bill” viaja hasta la cultura oriental, en un universo claramente reconocible, el de Bruce Lee y la cultura manga. Y, cómo no, “Kill Bill” es una película sin apenas argumento. Porque apenas tienen historia estos referentes: hostias y más hostias, sangre y más sangre.
Lo malo es que este Tarantino resulta menos original que el de “Pulp Fiction”. Si allí nos presentaba a los gángsters hablando de McDonald’s (o los de “Reservoir Dogs”, discutiendo sobre las canciones de Madonna), aquí poca gracia hay, y la sucesión de escenitas de lucha se aproxima más a ese otro referente de la cultura japonesa: los videojuegos. La actriz protagonista, Umas Turban, apenas habla. Y lo poco que dice, ni siquiera tiene gracia. Tarantino reduce su ingenio a un par de situaciones en toda la película. Llámennos ahora reduccionistas y digan que nos gusta el anterior Tarantino porque usaba referentes occidentales, que eran más comprensibles para nosotros. Pues bien. Nadie ha negado que Tarantino parece seguir empeñado en ofrecer su prisma particular a las diferentes representaciones de la violencia. Es, de hecho, el asunto que recorre su breve filmografía. Pero el caso es que “Kill Bill” resulta insatisfactoria y una obra mucho menos madura que “Pulp Fiction” y “Jackie Brown”. Por mucho envoltorio, mucha Umas Turban y mucha división comercial en dos partes que le pongan. Tarantino ha pasado de ser un impulsor de modas a un seguidor de ellas, en este caso, la moda de partir películas. Aunque hay quien opina que Tarantino de creador original tiene poco y que no fue más que un bluff. Una duda que el tiempo despejará. De hecho, ése es el auténtico enigma Tarantino.
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