El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey

Estados Unidos, 2003

La tercera y última parte del Señor de los Anillos continúa, a grandes rasgos, la tónica de las entregas anteriores: los malos son aún más malos que antes (por la maldad de sus acciones, pero no una maldad en el plano de la moral –o sea, no porque se dediquen a atropellar ancianitas y financiar al integrismo islámico-, sino porque son los malos más inútiles de la historia del cine), la relación entre la bondad de los buenos y su Rh negativo / origen nobiliario / raza es más depurada que nunca, y el supuesto personaje principal, Frodo, es si cabe más insoportable que en la primera y segunda partes (no en vano lo hemos aguantado ya, para cuando comienza El retorno del Rey, a lo largo de seis horas; imagínense lo que sería aguantar ahora a Ánsar, no a Rajoy, a Ánsar, otros cuatro años).

Como ya comentábamos en nuestra crítica de las dos anteriores películas, La Comunidad del Anillo y Las dos Torres, el Señor de los Anillos padece de una abundante colección de defectos estructurales que provienen casi íntegramente del libro (parafascismo, maniqueísmo, Frodo), pero también de considerables virtudes (excelente factura técnica, brillante puesta en escena, “qué bonita es Nueva Zelanda iré a pasar allí mis vacaciones”, espectaculares batallitas). Es mérito de Peter Jackson haber navegado entre estas procelosas aguas para sacar, de la pobre materia prima constituida por el engendro subliterario origen del asunto, una magnífica película comercial, logrando además que los frikies no se indignasen demasiado por las inevitables “concesiones a la galería” para hacer una historia entretenida y evitar los aspectos más ridículos del libro. Lamentablemente, ese delicado equilibrio se pierde en esta tercera parte por una serie de motivos que ya se podían atisbar parcialmente en la segunda parte, pero que ahora se ponen de manifiesto en todo su patetismo:

– Alejamiento de la historia original, pero no, a diferencia de en la segunda parte, para eliminar en lo posible las insufribles escenas de los hobbits, sino justo para todo lo contrario. Todos los fans de los hobbits disfrutarán de la tercera parte, porque pueden ver hobbits poniendo cara de sufrimiento porque llevan el Anillo Único, de terrible y sin embargo inútil poder, la siniestra faz de los hobbits afortunados portadores del Anillo Único, de terrible y sin embargo indemostrado poder (más allá de convertir a los hobbits en monstruos subdesarrollados como “la criatura Gollum”, algo para lo cual, sinceramente, no era necesaria tanta parafernalia de Anillo Único, bastaba con ahondar un poco en su simpatía, idiosincrasia y costumbres culturales) y, en general, hobbits en todas las actitudes posibles, que se resumen en las dos anteriores y las relativas a “hobbits divirtiéndose” y “hobbits haciendo cosas de hobbits”, estas dos últimas subsumidas en realidad en una, hobbits habiendo el payaso. La “otra” historia del Señor de los Anillos, todo el pasteleo del reinado de Aragorn (rey, por cierto, “porque yo lo valgo”, como ya veremos), que se supone es argumento principal de la última parte, queda en la práctica subsumido en constantes “volveremos después de la publicidad” para mostrarnos más y más hobbits, culminado todo ello en una orgiástica traca final de cuarenta minutos de hobbits ejerciendo de tales tras alcanzarse el supuesto clímax de la película (cuando, por fin, el malvado Anillo y su malvado creador son destruidos).
– Desmesura de las escenas de acción: puede que me haga mayor, o que tras las infames Matrix II y sobre todo III ya ningún festival de efectos especiales pueda sorprenderme, pero la verdad es que la Superbatalla de la tercera parte funciona peor que las anteriores justamente por excesiva en todos los planos. Aquello es un chapapote caótico en el que en cualquier momento puedes encontrarte a Carod Rovira destruyendo España, a Ánsar trabahando en ellou o a Dinio hasiendo el amor.
– Serios problemas para meter a lo largo de las tres horas y pico que dura la película todos los acontecimientos que permitan explicar, no la trama, pues ésta está clara (malos Malos. Buenos Buenos. Buenos buscan destruir Anillo y usurpar trono para putear a los Malos) desde el principio, sino el desarrollo de la misma con un mínimo de coherencia argumental, como veremos posteriormente.
Entrando en el argumento, habíamos dejado a los Hobbits sufriendo lo indecible y a la espera de alcanzar una nueva dimensión del sufrimiento en su inacabable viaje a Mordor, y a los demás personajes ufanos tras su victoria antre el mago malo malón, que quería subvertir el orden establecido. Este mago malo, además de desarrollar productos manufacturados a escala industrial, generar innovaciones científicas en un mundo que hasta entonces vivía feliz en una sociedad idílica muy semejante al siglo VI d.c., había sido el principal Malo de las dos primeras partes de la trilogía, el más visible, la amenaza más cercana. Sin embargo, en la tercera parte se lo ventilan con una referencia marginal a cómo ahora, derrotado definitivamente, el mago malo permanecerá inofensivo en su Torre (prueba de cómo los Buenos no pierden el prisma jerárquico para evaluar el destino de sus enemigos: masacran orcos sin piedad, casi como un ejercicio deportivo, sin detenerse un momento en su orgía de sangre, sin tener reparo alguno en aprovecharse de su innata superioridad ante un enemigo tan patético como éste, pero al mago malo, por ser, además de Malo, Mago, y por tanto una persona ubicada en la cúspide de la escala social, se limitan a pagarle un cómodo retiro en sus aposentos). Con esto, Peter Jackson se fumiga cincuenta páginas del libro de una tacada, y si bien cualquier decisión que contribuya a eliminar páginas del libro debería, en principio, ser evaluada positivamente, cabe indicar que no parece muy lógico cargarse así al malo principal de las dos primeras películas (si bien podría ser aún peor; podría haber incluido en el film las últimas doscientas páginas del libro, que narran las fascinantes luchas de los valientes hobbits contra el Mago Malo, que terminan, naturalmente, con su derrota y óbito; vendría a ser como si ahora Sadam Husein huye de su encarcelamiento, recupera el poder en Irak y es derrotado por un combinado de Terra Lycos y la Selección española).

Salvado este primer escollo, los Buenos se dividen en dos frentes; por un lado el Mago bueno, Gandalf, se dirige, acompañado por uno de los omnipresentes hobbits, al próximo reino que será atacado por los malvados Malos (y de paso para preparar el terreno para el derrocamiento del representante legítimo del Reino –todo lo legítimo que se puede ser en el mundo de los Buenos, donde el mérito personal y la pureza de sangre son conceptos sinónimos para el ascenso en la escala social-, que será sustituido por el hombre de paja de Gandalf), y por otro Aragorn, acompañado de un elfo cada vez más metrosexual y de José María García, lleva a cabo una turbia aventura consistente, al parecer, en agenciarse un ejército de Muertos para que luchen por él (otra constante del Señor de los Anillos; los Buenos, pese a serlo, son pocos y mal avenidos, a diferencia de la armonía de la Coalición del Mal, por lo que a veces no es suficiente con su superioridad en el manejo de las armas ante la maligna incompetencia de los Malos; en tales casos, no se preocupen, siempre aparecerá un aliado providencial, surgido repentinamente y del que nadie nos había dado noticia alguna hasta el momento, para sacar las castañas del fuego a los Buenos).

Ambos tienen éxito en su misión: Aragorn consigue un ejército de muertos que por momentos recuerda al Real Madrid: una constelación invencible de estrellitas, una tropa que suelta chapapote a los Malos y se los fulmina en un par de minutos. Cabría preguntarse, si tan poderosos son los muertos, y si objetivamente estaban allí a mano desde hacía tiempo, por qué los Buenos no les encargan la misión de cargarse a todos los Malos, dado que, como están Muertos, no se les puede matar y en consecuencia son invencibles, mientras los Buenos se tumban a la bartola a la espera de cosechar los réditos de tal empresa (y si de paso el Malo es obligado a forjar unos cuantos Anillos Únicos para usufructo de los Buenos, dado que es el único personaje, junto al Mago Malo, capaz de crear objetos poderosos por sí mismo, pues oye, mucho mejor).

Sin embargo, algo había que hacer para que el populacho aceptara la entronización de Aragorn, pues sólo con presentarlo como el legítimo rey no bastaba. En un mundo basado en un feliz sistema de castas como el del Señor de los Anillos aún pervivían, sin embargo, perniciosas bolsas de igualitarismo, en particular las existentes en Gondor (el Reino que ansía el mago Gandalf para su pupilo); fermento de disturbios que era preciso aplastar.

Para ello, Gandalf se propone utilizar al actual gobernante de Gondor, un venerable anciano sometido a incesantes presiones (pues es el único que realmente se enfrenta a los malos mientras los elfos, por ejemplo, se dedican a ser reinonas de los bosques y a convertir sus posesiones en monumentos del kitsch gracias al poder de los Anillos que en su día les regaló el Malo, magnánimo en su Maldad) que con toda crudeza adivina los propósitos de Gandalf: “Tú lo que quieres es que envíe a mi pueblo a la muerte luchando con el Mal para luego moverme del sillón y colocar al supuesto rey”, le viene a decir. Y, en efecto, de eso se trata. El Senescal de Gondor, gobernante del reino, no quiere sacrificar a su pueblo inútilmente en una guerra de imposible victoria, y desde luego no quiere hacerlo por aquéllos que nunca han hecho nada contra el Mal, son responsables de la muerte de su hijo Boromir (en la primera parte, en la que Boromir muere como castigo por su ambigüedad en el Bien, destino del que todos los puros en su Bondad se ven sistemáticamente librados en la historia) y además quieren malipularlo con zafiedad para provocar su caída.

Consciente de la firme posición del Senescal de Gondor, Gandalf sabe que es necesario “elevar el listón de la crítica”. Para ello, lleva a cabo dos acciones igualmente horripilantes: en primer lugar, se las arregla para que el inteligente, pero demasiado ingenuo, Senescal, le dé al hobbit que acompaña a Gandalf un puesto de funcionario en Gondor, consistente básicamente en cantar en plan Enrique Iglesias; y por si esto no fuera suficiente, en cuanto va a comenzar la batalla el Senescal, desesperado ante tanta sangre de su pueblo y ciertamente transido de dolor por la muerte de su segundo hijo, recomienda a su pueblo que huya para preservar, al menos, la vida, negándose a seguir los dictados del Mago (“luchar a toda costa hasta que llegue Aragorn con sus Muertos, los una a los Muertos ya existentes en la batalla, sea Rey y me nombre a mí, en tanto representante esotérico de los Buenos, Consejero Delegado de Gondor”), éste reacciona de una forma muy propia del Bien: le suelta cuatro yoyah con su vara y se designa a sí mismo como nuevo jefe del cotarro. El Teniente Coronel Tejero no lo habría hecho mejor (de hecho, lo hizo mucho peor).

La Batalla comienza, como era previsible, con la masacre de los Buenos, inferiores en número, en táctica, en logística y en armamento. Uno podría imaginarse que dado que el Mago ha demostrado no tener reparo alguno en alzarse con el poder tendría alguna estrategia que ofrecer a sus nuevos vasallos, pero ésta consiste básicamente en “resistir a toda costa y contra toda lógica” (como Hitler en los años finales de la II Guerra Mundial). También cabría suponer que Gandalf lanzará contra los Malos todo el alcance de su inenarrable poder místico, tan útil para golpear a los ancianos. Sin embargo, nada de eso ocurre, porque Gandalf tiene miedo de un Supermalo que dirige a las tropas del Mal, “el más fuerte de los Jinetes Negros” (ya saben, esos espectros que con tanta eficacia le intentaban quitar el Anillo a Frodo en la primera parte; Uuh, qué miedo, los Malos atacan de nuevo), el cual aparece reconfortando a las tropas deñ Mal respecto del poder del Mago: “No os preocupéis, yo me ocuparé de él”, afirma (“cuando intente violar a vuestras mujeres o exterminar a vuestros hijos”, añadiría yo a la vista de cómo se conduce habitualmente Gandalf).

Sin embargo, tras esta presentación de un terrible antagonismo entre el Bien y el Mal no volvemos a ver al Super Jinete Negro, “el más poderoso”, hasta la escena de su muerte, a manos no de Gandalf, no, sino de un hobbit y una mujer (claro que en medio, se supone, tenía que ir la escena en la que Gandalf se enfrenta al Supermalo, que de hecho aparece incluso en el trailer de la película, pero no así en el film merced a los importantísimos cuarenta minutos finales de hobbits), que le dan muerte sin grandes dificultades.

Claro que Gandalf estaba en esos momentos muy ocupado formalizando el traspaso de poderes de Gondor del Senescal recién derrocado a él mismo, por la expeditiva y bondadosa vía de asesinarlo: el Senescal, desesperado por su desgracia, testigo de la muerte de sus hijos, perdido el poder y la esperanza para su pueblo, opta por una solución viril: suicidarse antes que aguantar la ignominia. Pues ni esto le permite Gandalf, señores, ni su última voluntad, no sea que en el último momento cambie de opinión e intente recuperar el poder. De hecho, eso es lo que parece apuntar el cambio de actitud del Senescal en sus últimos momentos de vida, segundos antes de que Gandalf lo arroje a una pira en llamas para garantizarle una lenta, horrible y segura muerte (permitiéndose además, en un gesto que entrará en los anales de la hipocresía, musitar un “Descansa en paz, Senescal de Gondor”).

Pese a la firme defensa de la ciudad, al entusiasmo fanático con que Gandalf, con mano de hierro, lleva los asuntos de su nuevo pueblo, todo parece perdido para Gondor, pero no se preocupen, en ese momento aparece Aragorn con su ejército de Muertos, que en cinco minutos acaban con la batalla asesinando a 100.000 orcos y humanos “malos por negros, morenos, orientales y en líneas generales engañados por la Maldad del Malo”, la totalidad del mestizo ejército del Mal, compendio de civilizaciones y culturas que contrasta con la rígida uniformidad racial y cultural de los Buenos, donde las únicas diferencias se establecen entre los Vivos y los Muertos. Estos últimos, tras el triunfo, se retiran a sus aposentos (insisto en que habría sido más eficaz lanzarlos contra el Malo, pero bien es cierto que también resultaría poco deportivo utilizar demasiado a los Muertos contra unos Malos que buscan incesantemente profundizar en el paradigma de su Maldad), y Aragorn toma alegremente posesión como rey, pues ¿no ha sido él el que ha traído a los providenciales Muertos?

A partir de ese momento a los Buenos sólo les queda asegurar que Frodo destruya el Anillo Único en la Gran Caldera del Mal para que el Malo no pueda recuperarlo y sea definitivamente destruido, y para garantizar el éxito de Frodo se les ocurre la genial idea de dirigirse con un ejército a enfrentarse nuevamente con los Malos, para así desviar su atención de los dos hobbits. Es una batalla un tanto breve, pero los Buenos comienzan a pasarlo mal ante la aplastante superioridad numérica de los Malos (ya ven cómo está el mundo, casi toda la gente, en mayor medida conforme sus sociedades estén más orientadas al racionalismo y el progreso, en lugar de al mito, la religión y la vida contemplativa, es Mala); había que hacer algo, y como los Muertos ya serían un poco redundantes, en esta ocasión la aparición providencial la protagonizan las Águilas, que son, como su propio nombre indica, unas Águilas muy grandes que reparten chapapote en cantidades industriales y que con su simbología profundizan aún más si cabe en las múltiples concomitancias entre el Bien y la España de Franco. Por la misma razón, en cualquier momento de dificultad de los Buenos podrían sacarse de la manga a Cal.loh soltando yoyah, o a Jesús Gil, o al Trío de las Azores en Operación Humanitaria; el arsenal secreto de los Buenos, como puede verse, no tiene fin.

Pero por si las Águilas fallan, ahí está Frodo para, en ese momento, destruir el Anillo. El pobre Frodo y su inseparable siervo de la gleba Sam habían pasado por multitud de peligros y vicisitudes (por ejemplo, poco antes de llegar a la Caldera donde destruir el Anillo Único, Frodo se había arriesgado al siniestro Ojo del Malo, tan Malo que se limita a ser un miserable Ojo sin Párpado, pero cuidadito, que aunque no pueda moverse lo ve Todo, Ve que no veas, se pasa la vida Mirando –algo tiene que hacer-. De hecho, el Malo ve a Frodo, lo localiza en toda su plenitud en mitad de Mordor, pero ni siquiera algo así lleva al Malo a adoptar medidas eficaces contra nuestro entrañable hobbit), peligros que habían permitido a Elijah Wood (grandísimo actor que interpreta a Frodo) ensayar su variado repertorio de visajes: “cara de indecible sufrimiento”, “cara de momentánea felicidad detrás de la cual no puedo impedir que emerja mi indecible sufrimiento”, “cara de ja, ja, ja, tengo el Anillo, jodeos” (y ya está).

De hecho, es esa última cara la que pone Frodo cuando por fin, nueve horas después del comienzo de la historia, está en disposición de destruir el Anillo. Porque no crean que en ese momento Frodo, virginal y puro, consciente de los sufrimientos que todos los representantes del Bien, y él mismo, han tenido que arrostrar para que el Anillo pudiera destruirse, duda un momento, no. El Anillo es “demasiado poderoso” (acabada la trilogía seguimos sin saber la naturaleza exacta de ese Poder, más allá de que permita que uno se vuelva invisible, y deje de ser un individuo simpático: por tanto, sólo la analogía entre el Anillo Único y la Españaza de Ánsar parece congruente), y Frodo decide quedárselo. Por fortuna, al final un accidente provoca que el Anillo caiga en el Alto Horno del Malo, sea destruido, todos los Malos mueran y el Bien prevalezca.

En ese momento todos esperamos cinco entrañables minutitos de despedidas y conclusión de la trama, pero como todo en la saga (la maldad de los malos, la espectacularidad de las batalla, la estulticia de los hobbits) tiende a hacerse a escala gigantesca (y cada vez en mayor medida), los cinco minutos se convierten en cuarenta, en los que podemos ver a Aragorn coronado rey y casándose con Liv Tyler (ante tal felicidad, Aragorn sólo puede cantar, al más puro estilo Operación Triunfo), posteriormente varias escenas costumbristas de hobbits, más escenas costumbristas de hobbits, y una curiosa despedida de Gandalf y los elfos más poderosos (que ahora, desposeídos de sus Anillos, ya no pintan nada), que acompañados por Frodo y su tío se dirigen a un lugar Superespecial chachi piruli al que sólo pueden ir ellos, que por algo son Elfos y son superiores (y permiten que vaya Frodo y su tío Bilbo en atención a sus supuestos desvelos por el Anillo Único, lo cual, justo es reconocerlo, arroja una consecuencia indudablemente positiva: el mundo conocido se libra para siempre de la presencia de Frodo y su repertorio interpretativo). Finalmente, por si acaso quedaba algún freaky con síndrome de abstinencia (o alguno que no hubiera muerto aún por sobredosis), un toque final de costumbrismo hobbit. Insoportable, no sólo en sí mismo, sino porque enturbia el final de una trilogía en su conjunto muy meritoria y entretenida.tranlate russianразмещение рекламы в яндексе


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