El Jurado
La afición de los norteamericanos por convertir en un espectáculo cualquier acontecimiento, por aburrido que sea, es un rasgo definitorio de su carácter y que les diferencia notablemente de los europeos. Por otro lado, a pesar de presumir de su individualismo, son las actividades sociales las que ejercen una especial atracción a la hora de contar algo que tenga interés para ellos. Pensemos en el cine. Mientras en el cine europeo es fácil encontrar una película en la que una protagonista, llamada Sophie, asiste con naturalidad (y un poco de perplejidad) a un proceso de maduración interna provocada por la fascinación que ejerce sobre ella Monsieur Rondeau, un profesor de universidad cuarenta años mayor que ella, este tipo de historias no son comunes en el cine de ultramar. Allí les trae sin cuidado los conflictos personales que no tengan repercusión sobre el resto de individuos. En una película americana, Sophie sería la primera víctima en recibir seis balazos mortales en un atraco a un supermercado, y el profesor universitario sería el primer sospechoso de dirigir una red de pederastas por internet.
Esta diferencia de perspectivas es la que imposibilita que haya películas de juicios en el cine europeo. ¿Se lo imaginan? Sería precioso ver una película de juicios en Francia, con los personajes retorciendo el lenguaje (“¿Que si me considero culpable? Según lo que entienda Vd. por culpable. ¿Son culpables las mariposas de ser bellas?”, y cosas así), mirando los testigos al horizonte durante cinco minutos pensando en la pregunta para acabar en un prolongado silencio sin respuesta, o siendo siempre absueltos los asesinos por pequeños errores de forma. Los únicos que se atreven con películas de juicio son los británicos, pero nadie los toma en serio porque ya se sabe que son una sucursal cinematográfica de los Estados Unidos y que, además, son esos juicios en que los jueces y abogados llevan unas pelucas que les quedan tan bien que parece que, después del juicio, se van a ir todos juntos a hacer el trenecito en una discoteca donde pongan música de la Village People.
A lo que vamos, que el cine de juicios es algo propio de los norteamericanos, ya que conjugan la atracción por un espectáculo colectivo (acrecentado en los últimos años con la repercusión y seguimiento mediáticos de ciertos procesos judiciales) con el respeto por los valores democráticos que todo buen estadounidense alberga en lo más profundo de su corazón. Las películas de juicios proliferan por doquier, hasta tal punto que se han convertido en motivo único de los telefilms de sobremesa: esas películas en las que unos padres llevan a los tribunales a un hospital que se negó a hacerle una operación de fimosis a su hijo; el hijo murió a causa de aquello, el tribunal les da la razón a los padres tras años de batalla legal y acaban sentando precedente judicial, todo ello basado en hechos reales. Esta realidad telefílmica ha hecho que muchos consideren que las películas de juicios son un rollo, pura propaganda yanqui que trata de disfrazar la corrupción social y política del país del tío Sam. No obstante, pensemos unas cuantas cosas:
– las películas de juicios no son sólo cosa de malos directores. Recordemos casos como el de John Ford (“El sargento negro”), Alfred Hitchcock (“El proceso Paradine”), Frank Capra (“Caballero sin espada”) o Clint Eastwood (“Medianoche en el jardín del bien y el mal”). Sin olvidar películas como “Matar a un ruiseñor”, “Anatomía de un asesinato” o “JFK”.
– si bien es cierto que estas películas glorifican los valores de la democracia yanqui, no es menos cierto que establecen muchos puntos de ironía, distanciamiento y denuncia de abusos y corrupciones. En todas las películas arriba citadas aparecen sobornos, pruebas falsificadas, intentos de manipular el veredicto o jurados y jueces comprados.
– las películas de juicios funcionan por el paralelismo que se establece entre el estilo clásico de narración (planteamiento, nudo y desenlace) con el desarrollo de los procesos en Estados Unidos. De un modo simbiótico, el ritual judicial ha ido adaptando sus coordenadas a los tiempos modernos y a todo lo bueno y lo malo que comporta el hecho de que entren los medios de comunicación de masas en el juego. El juicio americano se ha acabado convirtiendo en un espectáculo porque ha habido un público que así lo ha demandado y unos medios que bien han hecho crecer esta necesidad, bien se han adaptado a ella.
Así, mientras en Europa nos cuesta aceptar que el cine de juicios pueda ser válido, en Estados Unidos lo tienen ya asumido desde hace tiempo porque forma parte de un manifestación fundamental de su cultura ciudadana. Y así, de cuando en cuando, nos llegan nuevas producciones de este tipo. La última es “El jurado”, dirigida por un tipo bastante oscuro (Gary Fleder) pero, eso sí, interpretada por John Cusack, Gene Hackman y Dustin Hoffman, y basada en una novela de John Grisham. La historia nos desvela los tejemanejes de los grandes abogados que intentan controlar un proceso judicial, centrándose en los estudios de perfiles psicológicos que, rozando la legalidad, realizan de los miembros de un jurado. En este caso, es John Cusack quien forma parte de un jurado en un juicio que debe decidir si la industria armamentística indemniza a la viuda de una víctima de las armas de fuego. Cusack manejará a sus compañeros a su antojo, mientras su novia realiza oferta a los abogados de ambas partes de tal manera que, si pagan, inclinarán el veredicto a un lado o al otro.
Partiendo de esta idea, la película lleva al espectador por donde quiere, dejando abiertos tal infinidad de interrogantes a lo largo de la trama que no da tiempo a reflexionar debido al ritmo trepidante que se impone. Pocas veces en el cine norteamericano comercial de los últimos años se ha visto un trabajo tan conseguido en este aspecto. Los giros narrativos están tan calculados que llegamos a dudar en todo momento de la talla moral de los personajes. Y, por curioso que parezca, los actores, con ser sensacionales, no destacan por encima de la historia, sino que encajan, con su trabajo, dando aún más verosimilitud al entramado de relaciones de poder que se establecen entre todos los personajes de la trama.
Se le pueden achacar muchas cosas a la película: que si en realidad la historia no es más que una excusa para resaltar que la democracia yanqui siempre gana o que si los personajes no son más que arquetipos construidos para ponerse al servicio de lo que se cuenta. Bien visto, estas críticas son, en realidad, una enmienda a la totalidad del cine americano, incluido al cine clásico. Aunque la denuncia de la industria armamentística no es más que el telón de fondo de la historia, bienvenido sea ese telón de fondo. Dice mucho de los responsables del proyecto que, habiendo ejemplos más cómodos que tratar (la industria del tabaco, por ejemplo), se opte por hablar de las armas y por defender la regulación de las mismas en un momento político en que los Estados Unidos están gobernados por un pseudo-cowboy disléxico que, colonizado ya el Oeste, ha optado por iniciar la “conquista del Este”. Por otro lado, el que los personajes sean unos arquetipos no deja de ser una elección de cierto tipo de cine: es lo mismo que si achacamos a un cierto tipo de cine europeo que predomine las psicologías de los personajes sobre las acciones.
A riesgo de que pase por alto por la cartelera como una película más (y encima de juicios, con el rechazo o pereza que eso causa a veces), “El jurado” es una película que nos sumerge en un viaje alucinante donde todo está medido a la perfección para que nos quedemos atrapados desde el planteamiento mismo de la historia. Y, bueno, si no les gusta, siempre pueden ir a un cine para entendidos, donde seguro que proyectan las últimas tribulaciones de Sophie con su superego.
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