Capítulo XCV: Alfonso VII “El Emperador”
Año de nuestro Señor de 1126
A Urraca, como ya hemos comentado, le sucede su hijo Alfonso, que reinará desde 1126 a 1157. Su reinado, basado en compensar los años de molicie y deshinibición sexual que caracterizaron a su madre por la vía de dar leña por doquier, es un cúmulo de despropósitos, un desastre para su reino, para los reinos circundantes y, en resumidas cuentas, para España tal y como ahora la conocemos. No es extraño, en consecuencia, que el muy fatuo se hiciera coronar con el nombre de “Emperador”.
Vayamos por partes. Alfonso VII, básicamente, se da cuenta de que el poder almorávide está en continua decadencia y por tanto es un buen momento para asestar a los musulmanes un golpe definitivo. Efectivamente, Alfonso VII se pasó todos los años de crisis total en la España musulmana atizándose con los demás reyes cristianos en su conjunto, al objeto de arrebatarles territorios y, al mismo tiempo, dejar muy claro que aquí no mandaba nadie más que él. Está en continuas guerras los primeros años de su reinado con Alfonso I El Batallador, quien en un ejemplo de represión falocrática “disputaba como homosexual lo que no había logrado defender como hombre”, su Honra en la cama conyugal con Urraca, madre del maromo Alfonso VII. Al morir el Batallador Alfonso de Castilla se aburre y monta el show de convertirse en “El Emperador”, con el objeto de que los demás reyes, en calidad de paletos de provincias, le rindieran vasallaje, coronándose como Emperador en León en 1135, en un acto suponemos que ridículo al que asistieron todos los reyes cristianos salvo el Conde de Portugal, García Enríquez.
La respuesta de Alfonso VII a tal desafuero es la propia de un hombre ilustrado de su tiempo: declara la guerra a García Enríquez y de paso al rey de Navarra García Ramírez IV, aliado del portugués. Resultado: mientras los soldados musulmanes que quedaban por entonces en España se pasan la vida orando a Alá mientras se atizan virutas de jabugo regados con buen vino en el territorio que teóricamente defendían, imaginamos que sorprendidos ante la falta de interés de El Emperador por ellos, Alfonso VII deja el reino de Navarra reducido a la mínima expresión pero no lo asocia totalmente a su territorio, y sin embargo no tiene inconveniente en reconocer la independencia efectiva del entonces ridículo reino de Portugal, con los resultados ya conocidos: desde entonces los españoles de bien han tenido que aguantar diariamente la humillación de permitir la existencia de Portugal, país perteneciente a España “desde siempre”, como demuestran múltiples razones históricas, políticas y jurídicas, por no hablar de la constatación evidente de que aunque los portugueses no sean españoles, desearían serlo (como cualquier ser humano que se precie, por otra parte).
No es hasta 1147 que Alfonso VII “El Emperador”, asegurado el vasallaje de todos los reinos cristianos peninsulares (aunque para asegurarse el vasallaje haya que permitir su independencia, como en el caso de Portugal), conquista Almería, importante base naval musulmana que decide mantener contra viento y marea en una lección “de manual” de estrategia militar, pues Almería está rodeada en cientos de kilómetros a la redonda por territorio musulmán que el tío deja tal cual, pues al ser El Emperador no tiene intención de perder en la conquista de dichos kilómetros un precioso tiempo que podría dedicar, en cambio, a regalarse los oídos escuchando cómo los reyes cristianos, los reyezuelos musulmanes y el portero de su tía Crescencia le rinden vasallaje y le aseguran que él es el Emperador más masculino e Imperial al que han tenido la suerte de adorar.
Al final la historia acaba mal: llegan los almohades, como ya comentamos capítulos atrás en nuestra Histeria, y lo primero que hacen es reconquistar Almería. El Emperador, consciente de su insignificancia y decepcionado porque los almohades, además de matar a sus soldados, violar a sus mujeres y saquear su reino, no le rinden vasallaje, muere en Despeñaperros, no sin antes volver a la simpática tradición de nuestros primeros reyes de dividir el territorio entre sus hijos: León para Fernando y Castilla para Sancho. Comenzaremos por el primero: “Fernando II de León”.
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