Capítulo LXXXII: Vivan las cadenas

Año de nuestro Señor de 1194

El sucesor de Sancho VI el Sabio dio una vuelta de tuerca al destino de Navarra, que podría haber vuelto a ser lo que siempre fue: una tierra de machos duros como el pedernal y deseosos de atizarse con el que se les pusiera por delante, esto es: tierra española. Sancho VII (1194 – 1234), llamado el Fuerte, bien pronto demostró lo Fuerte que era poniéndose a la labor y atizándose con todo aquél que se cruzara en su camino. Buenos augurios que, lamentablemente, acabaron por no confirmarse, pues el Fuerte fue el canto del cisne del Reino de Navarra.

Era tan Fuerte Sancho VII que, aburrido de no poder expandir sus territorios en España, se había decidido a hacer alta política allende sus tierras, en Francia, donde estaba ayudando a su hermana Berenguela (mujer de Ricardo Corazón de León; ¡ahí queda eso!) de los ataques de un montón de melindrosos, desagradables y ateos franceses que querían arrebatar las tierras de Corazón de León en el Continente, aprovechando sin duda que el gran rey de Inglaterra se había apuntado a algún show anti musulmán en Palestina. Todo un hombre, este Ricardo, cualquiera diría que era español, no en vano siempre fue buen amigo del Capitán Trueno (y ya sabemos que, por desgracia, el Capitán es un personaje de ficción, pero Ricardo Corazón de León como si lo fuera, así que quedamos en paz).

Pero Sancho VII pudo estar poco tiempo en Francia, pues sus obligaciones y pactos de familia con Alfonso VIII de Castilla le obligaron a acudir a la Península para ayudar a los castellanos en su última batalla con los almohades, Alarcos (1198), en donde, como era previsible, los castellanos cosecharon una estrepitosa derrota. Sancho VII el Fuerte, que se entretuvo demasiado haciendo pesas en su castillo, no llegó a tiempo a la batalla, con lo que Alfonso VIII, en plan vengativo, le declaró la guerra, sitió Vitoria y añadió Guipúzcoa a sus dominios (año 1200).

La conquista de Guipúzcoa, contrariamente a lo que podría pensarse de una disputa entre castellanos y vascos, fue pacífica, y de hecho se limitó a la aceptación por parte de Alfonso VIII de una serie de fueros y prerrogativas guipuzcoanas. Como ven, no hay nada nuevo bajo el sol, y a la hora de la verdad hasta el vasco más vasco, con el Rh más negativo y que si fuera negro hablaría euskera también, decide plegarse a componendas con los españolazos si sus condiciones económicas son buenas. Alfonso VIII, después de firmar el tratado, se dio un paseo por sus nuevas posesiones, se bañó en la playa de la Contxa, se sentó en un Txiringuito del paseo marítimo de San Sebastián donde tomó unos pintxos y unos txikitos y, satisfecho de que gracias a él la x y la k tuvieran razón de ser en sus territorios, se caló su nueva txapela y se marchó, para no volver, al igual que tampoco lo harían sus sucesores hasta Isabel II, pues el contrato fue altamente satisfactorio por ambas partes: unos (los vascos) trabajaban y se dedicaban a cosas raras como el comercio y otros (los castellanos) no recaudaban impuestos.

La guerra, mientras tanto, había llegado a un impasse. Quiere esto decir que después de robar el País Vasco, a los castellanos no les quedaba mucha Navarra que expoliar. Por su parte, Sancho VII se sentía cada vez más Fuerte, pero su reino era cada vez más pequeño. Así que ambos, percatándose mutuamente de lo español que era el otro arreglaron sus disputas y llegaron a un pacto tripartito en compañía de Pedro II de Aragón y Cataluña: a partir de ese momento, “habrían montonadas de hostias”, pero no entre ellos, sino contra los musulmanes. Hablamos, claro, de la gran batalla de Navas de Tolosa, que fue al mismo tiempo la cúspide y el ocaso de Navarra: “Navarra pierde su identidad a manos del imperialismo francés”.pr продвижение сайта москва ценыyandex https


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