Capítulo LXVI: La pulsión taifática en España: primeros antecedentes

Año de nuestro Señor de 910

El Magno era un estulto de tal magnitud que al morir, magnánimo, repartió sus magnos territorios entre sus tres hijos, completando así la política de despreocupación respecto del enemigo árabe que le había caracterizado. Así, como si se tratasen de trozos de la hacienda familiar, García se convierte en rey de León (una pena pues García, un enano que tenía comprados a todos los árbitros de las justas medievales en la época, habría preferido Asturias), Ordoño se hace con el reino de Galicia y Fruela queda coronado rey de Asturias. Naturalmente, el Magno había educado muy bien a sus hijos, así que estos discuten educadamente sobre la mejor manera de hacer frente a Abderraman III.

Es decir, que se dan de leches, vamos. Ordoño aprovecha la muerte de García para coronarse rey de León, y con estos poderes se enfrenta a Abderraman III, siendo ignominiosamente derrotado. Hombre reflexivo, Ordoño II llegó a la conclusión de que la batalla se había perdido a causa de que la “caballería” castellana no se había presentado, y la dura justicia de la época dictaminó su decapitación; así que a los cuatro condes de Castilla, como premio a su incomparecencia, se les cortó la cabeza, lo que generó un movimiento generalizado de rebelión en Castilla.

Ordoño, como ven, deja las cosas un poco liadas, y a su hijo Alfonso IV el Monje (926 – 932) no le van mejor; al poco de coronarse le entra la vocación y se retira a un convento (se estaban preguntando a qué venía lo de “Monje”, ¿verdad?) y es sustituido por su hermano, Ramiro II, pero Alfonso se retracta de su renuncia e intenta recuperar la Corona. Ramiro II, que tenía memoria histórica y recordaba cómo impartían justicia sus antepasados, deja ciego al Monje. Al poco tiempo reconquista el Reino de Asturias (la Reconquista de la cuna de la Reconquista; sólo un español podía tener tanto ardor combativo) y se lanza contra Abderraman III.

Ramiro II (931 – 950) tuvo más suerte que su padre Ordoño y consiguió una épica, importantísima y estéril victoria contra el califa andalusí, derrotando a sus tropas en la batalla de Simancas, donde los árabes son destrozados por el ejército cristiano. Es de suponer, teniendo en cuenta los profundos estudios de táctica militar de Ramiro II, que su táctica obedecería a los eternos principios del patapúm parriba, esto es, una defensa sólida y agresiva que cortara balones y cabezas indistintamente aprovechándose de la pasividad arbitral y luego lanzase el balón palante a ver qué pasaba. Según las crónicas, los árabes se hundieron en unos pozos “abiertos por el Señor para castigar a los herejes”. Una mínima observación racional del evento sugiere que los árabes, inteligentemente, dispondrían sus tropas en una hondonada, y así Ramiro II y los suyos lo tuvieron muy fácil para triunfar, dejando aparte el hecho indudable, claro, de la intervención divina.

Aunque es de suponer que Abderraman III no se viera muy afectado por esta terrible derrota, que le supuso ciertas pérdidas territoriales pero nada serio, los cristianos lo celebraron como si hubieran ganado la Liga de Campeones en el último penalty y con Kahn en la portería contraria. Por eso todos los augurios eran buenos cuando Ramiro II, que se había pasado la vida repartiendo estopa a los moros, murió y le pasó el testigo a su hijo: “Los grandes banquetes de Sancho I”.интернет продвижение бренда автомобильногооптимизация


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