Capítulo LV: El legado de Al – Andalus (IV): El mercado persa
Año de nuestro Señor de 711
La comunión de las más recias tradiciones peninsulares con ciertas actividades aportadas por los árabes convirtió con rapidez a España en el lugar de moda en el mundo tan pronto como sus nuevos y viejos habitantes mimetizaron sus respectivas esencias. En este momento, como tantas otras veces en nuestra Histeria, contemplamos cómo España es la envidia de Oriente y Occidente.
Combinando el espíritu emprendedor de los recién españolizados con la proverbial riqueza de sus tierras la península entera se convirtió en un gigantesco mercado persa. Por una parte se logró superar el atraso en que la cortedad de miras de los visigodos, tan genuinamente germánica, nos había sumido, recuperando la vocación mediterránea y comercial. Por la otra los árabes españoles encontraron una tierra de oportunidades en su nueva casa, pues podían dedicarse al comercio de objetos útiles, no como hasta entonces, período en el que habían saciado sus ansias empresariales dedicándose al trueque de productos sin mucha salida en los mercados (sacos de arena cuando aún no existía el boxeo, dátiles en una época en que la dieta mediterránea no estaba de moda, un aceite negro para combustión muy poco atractivo por su pésimo olor …).
Las ciudades hispanas empiezan por fin, tras años de abandono, a recuperar el esplendor de la época romana, para lo cual sólo es preciso convertir las antiguas termas del Imperio en mezquitas especialmente bien diseñadas para realizar con comodidad las pertinentes abluciones. Estas urbes empiezan a crecer y la inteligente visión con que los españoles hemos acometido las cuestiones urbanísticas, organizando todo a base de callejuelas, dio un excelente resultado comercial. Es en este momento cuando en la península se inventa un modelo de mercadillo que ha hecho furor y que hoy ha sido asumido por todos los países del Tercer Mundo y que es el sueño de muchos ultraliberales. La incomodidad del mismo se compensa con su tipismo, que tan atractivo lo hace. La ínfima calidad de sus productos y las dudosas condiciones de higiene pasan a un segundo plano ante los bajos precios que ofrecen, producto de la libre competencia que generan. Es el momento en que vive su máximo esplendor el pequeño comercio, el tendero de la esquina (eran los únicos que existían con lo que ni siquiera el pésimo servicio tradicional servía para espantar clientes, ya que no había centros comerciales). Aparecen en ese momento las primeras asociaciones de consumidores, que trataban de hacer frente a los desmanes producto del peculiar sentido de la honradez comercial de nuestras gentes del modo más habitual en la época: el linchamiento. Estos fenómenos se producen como consecuencia de las ocasionales hambrunas en ciudades superpobladas. Porque este crecimiento del comercio y de las ciudades, como es obvio, supuso también el inicio de otra tradición española rentable y honrada donde las haya: la especulación inmobiliaria. Es en esta época cuando, por primera vez, se inicia lo que será una tradición: destruir las zonas de jardín y huerta anexas a los asentamientos para edificar más viviendas indignas.
El esplendor comercial propició la aparición de las primeras grandes fortunas y reactivó notablemente ramas de negocio abandonadas. La vocación marítima de nuestro comercio se fortaleció gracias a las avanzadas pateras que también nosotros aprendimos a construir. La agricultura y la minería volvieron a ver reverdecer sus períodos de gloria y Al-Andalus vivió momentos en los que incluso se instaló alguna pequeña industria en sus tierras. Suponemos que, en este preciso instante, esta bella historia empezó a escribir sus últimas líneas. Pretender hacer convertir al cristianismo y su “ganarás el pan con el sudor de tu frente” a quienes tan bien habían asimilado el islamismo y su tendencia a la vida contemplativa fue demasiado. Desde ese momento y hasta el final de la presencia musulmana en España las revueltas populares en Andalucía son frecuentes. Todas ellas son de signo diverso, pero subyace siempre el mismo problema: la articulación de una sociedad en la que el trabajo se hace a un ritmo muy particular.
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