Alcibíades – Jacqueline de Romilly
En este libro se cuenta la vida de Alcibíades (450 – 404 a.c.), discípulo de Pericles, alumno aventajado de Sócrates, y uno de los ciudadanos más notables de la democracia ateniense. La aparición, triunfo y caída de Alcibíades en la vida pública son inseparables de la propia historia de Atenas, y en general de la cultura helénica, de esos años.
Puede decirse que, en cierto sentido, Alcibíades era una representación fidedigna de las virtudes que buscaban los griegos en el hombre y, en realidad, de las características de la propia Atenas: extraordinariamente bello (y pueden Ustedes estar seguros de que ser bello, que en nuestra sociedad tiene obviamente muchas ventajas sin necesidad de ser jugador del Real Madrid, en una sociedad dedicada a cultivar el cuerpo, y a utilizarlo sin freno en materia sexual, como la griega, era muy importante para tener éxito en la vida pública), pero también extraordinariamente inteligente, Alcibíades poseía una notable capacidad de seducción, y además sabía utilizarla en su provecho para granjearse el favor de las masas y de los poderosos, como veremos. Alcibíades, en suma, era un encantador de serpientes, un Felipe González Márquez en estado puro. Lamentablemente, y al igual que Felipe González Márquez, Alcibíades también hacía acopio de importantes defectos, fundamentalmente una arrogancia, soberbia y ambición desmesuradas, que le granjearían la enemistad de muchos y, a la larga, su propia ruina.
En sus años de iniciación en la vida pública, Alcibíades se acerca a Sócrates buscando iluminación, y si bien el influjo del filósofo fue muy positivo para desarrollar las virtudes de Alcibíades en la vida pública, no pudo menguar sus defectos, y desde luego no fue una influencia determinante para que Alcibíades trabajase en provecho de los demás, en lugar de en el suyo propio. Platón nos ha legado dos Diálogos de los que Alcibíades es protagonista directo, “Alcibíades”, sobre la ambición, y “El Banquete”, sobre el Amor. Contrariamente a lo que Ustedes estarán pensando, El Banquete no transcurre en un gimnasio, sino que es un diálogo en el que Sócrates y Alcibíades se manifiestan enamoramiento mutuo, pero en dimensiones distintas. Mientras Alcibíades entiende por Amor lo que todos Ustedes estaban pensando, Sócrates lo define como una atracción de corte espiritual, que no precisa de la dimensión física para satisfacerse (y por eso Sócrates y Alcibíades acaban en una misma cama confesándose su Amor, pero sin que pase nada entre ambos; claro que un Diálogo platónico que hubiera desarrollado un hipotético Banquete sexual entre Alcibíades y Sócrates habría sido ciertamente impropio del Maestro).
En el “Alcibíades”, Sócrates no se recata de advertir a su discípulo de los riesgos de la ambición, y de aludir a la Justicia, la búsqueda de la virtud, como cura de la ambición (claro que Platón escribió estas cosas en un momento posterior al ajusticiamiento de Sócrates, entre otras cosas, por haber influido perniciosamente sobre sus discípulos y, en consecuencia, haber sido culpable de muchas de las desgracias de Atenas, y tampoco era cuestión de que el Maestro nos saliera, en los textos reivindicativos de su figura, con un “Hijo mío, aquí lo importante es quién tiene el BOE para utilizarlo como le parezca, lo demás son mariconadas”). Sin embargo, pese a las sabias advertencias del Maestro, cuando Alcibíades entre en la vida pública, pasará olímpicamente de sus consejos (y del propio Maestro; al menos, no hay constancia de que le buscara un cargo de funcionario – chollo ni nada por el estilo).
Antes de continuar conviene que hagamos un par de referencias al contexto histórico – político:
– A lo largo del siglo V a.c., Atenas había ido consolidando su fuerza y su poder, gracias sobre todo a sus rutilantes éxitos en las Guerras Médicas, que no son guerras de licenciados en Medicina para operar sin necesidad del MIR, sino un enfrentamiento de las ciudades – estado griegas con el Imperio Persa que tuvo lugar a principios de siglo (ya saben, la famosa carrera de Maratón que se pegó un pobre mensajero para notificar la victoria frente a los persas). Un enfrentamiento, además, singularmente desigual, en el que tanto el ejército de tierra como la flota persas al menos triplicaban a sus enemigos griegos. Sin embargo los griegos, acaudillados por Esparta en tierra y por Atenas en el mar, consiguieron la victoria merced a su pericia y también a una serie de afortunadas circunstancias. Como consecuencia de su victoria frente a los persas, Atenas consiguió la absoluta supremacía en el mar, y consiguió, asimismo, hacerse con una serie de aliados cuya alianza consistía, básicamente, en pagarle tributo a Atenas y si no, los atenienses enviaban su pedazo flota y se hinchaban a meter yoyah. El esplendor de Atenas, por tanto, se consiguió a costa de sus magnánimos aliados, lo cual, inexplicablemente, le generó todo tipo de odios y envidias que acabarían llevándola a la guerra contra los lacedemonios (Esparta y aliados). En los momentos en que Alcibíades entra en la vida pública (hacia el 420 a.c.), Atenas acababa de firmar una paz con Esparta y sus aliados que cerraba la primera fase de las Guerras del Peloponeso (431 – 404 a.c.).
– Conviene recordar que Atenas no era un Estado serio, con un monarca o dictador que mandara sobre todos los demás, sino una puta democracia. En dicha democracia, además, la mayoría de los cargos se decidían por sorteo, sin posibilidad de aspirar a un segundo mandato. La principal excepción a esta regla era la de los ocho estrategos, encargados de los asuntos militares, los cuales, al dedicarse a cuestiones verdaderamente serias (llevar el Ejército y la flota, es decir, los principales factores, más allá de la grandeza y el fulgor atenienses, que garantizaban los subsidios de los aliados, o sea, la fuente principal de la grandeza y el fulgor atenienses), sí eran cargos electivos que podían prolongarse por varios mandatos (imagínense que el cargo de estratego fuera por sorteo puro y le tocara a un loco que quisiera hacer ataques preventivos para conjurar amenazas fantasma y quedarse con las riquezas de los países conquistados, la gente en Atenas diría, “coño, este tío sí que sabe, es una pena que sólo pueda estar un mandato, hay que hacer algo”). Obviamente Alcibíades aspiraba a ser estratego.
Y para ser estratego, Alcibíades despliega toda su verborrea, toda su capacidad de seducción, ante la Asamblea ateniense, denunciando que la paz con Esparta, a grandes rasgos, era propia de metrosexuales, y que un Imperio tan fuerte, tan poderoso como Atenas requería de una política expansionista. Así que Alcibíades engaña a los embajadores espartanos que venían a asentar la paz con Atenas, consigue que se firme un pacto con Argos “en respuesta al insultante belicismo espartano” y a continuación se postula como estratego, pues ¿quién sino él para gestionar una situación de conflicto por él creada?
No obstante, la reanudación de las hostilidades no era suficiente para su ambición. Alcibíades, como el führer siglos después, necesitaba más. Y se le ocurre la idea de conquistar Sicilia, isla colonizada por los griegos tiempo atrás con ciudades – estado miméticas de las griegas. Con un par de huevos, Alcibíades busca que su ciudad, al mismo tiempo que libra una guerra en Grecia, además de preocuparse de cobrar los subsidios de sus aliados griegos, extienda su Imperio por el mediterráneo, en Sicilia y quién sabe si en más lugares (vendría a ser tan absurdo como si la ciudad de Madrid no sólo mandara en España de forma incontestable y se beneficiara de su capitalidad para mantener a los demás en un papel subalterno, sino que además acaudillara aventurillas exteriores desmesuradas para su potencial).
Para ello, necesitado del apoyo de las masas, Alcibíades se dirige al principio rector de la vida de la mayor parte de sus votantes, con lo que… ¡mantuvo relaciones sexuales con todos ellos! Bueno, en realidad de esto no hay confirmación, y hay que decir que quizás fuera un sistema de ganar votos un tanto lento y cansado, por mucho que resultase eficaz. En lugar de esto, Alcibíades buscó un sustitutivo poderoso, el deporte, triunfando en las carreras de carros de las Olimpiadas y ganándose así la admiración de todos (imagínense lo que pasaría en España si alguna vez la Selección española consigue un éxito comparable y queda cuarta en un Mundial o Eurocopa; el Más Listo de la Clase se convertiría en un líder intelectual, si es que no lo es ya). Pese a ciertas reticencias, Alcibíades consigue que la Asamblea apruebe la expedición contra Sicilia, y se hace a la mar al mando de una gigantesca flota de más de cien barcos.
Sin embargo, Alcibíades nunca podría acaudillar la expedición, puesto que antes de iniciar las hostilidades le llega la orden de volver a Atenas para ser juzgado por dos oscuros asuntos que habían generado una caza de brujas en Atenas: por un lado, una supuesta representación burlesca de los misterios de Eleusis (les contaría quién, o qué, era Eleusis, pero prefiero que este extremo permanezca en el Misterio) en la que habría participado Alcibíades, un hecho muy grave porque se había hecho mofa, befa y es más, escarnio de la Tradición; por otro, el sabotaje de todas las estatuas que había en Atenas del dios Hermes, que de la noche a la mañana habían aparecido desprovistas “del miembro con que Natura sólo dotó a los varones”.
Probablemente Alcibíades no tenía mucho que ver con ninguno de los dos asuntos, pero la histeria colectiva que se desató en Atenas (con profusión de denuncias, acusados y ejecuciones), y la certeza de que detrás de la acusación había una operación política de los malvados demócratas que intentaban impedir la supuesta intención de Alcibíades de implantar una tiranía, le hicieron optar por la deserción, y Alcibíades no sólo no se presenta en Atenas sino que huye… A Esparta. Con un par. Huye a Esparta y ofrece sus servicios al rey espartano, es decir, traiciona a Atenas, y pone todos sus conocimientos militares, que eran más que amplios, a disposición de los espartanos para aconsejarle sobre la mejor forma de debilitar a Atenas.
Sus consejos tienen éxito: gracias a Alcibíades, los atenienses sufren un desastre en Sicilia (donde perdieron la mayor parte de su flota merced a la alianza entre Esparta y las ciudades sicilianas), y se ven sometidos al fantasma del hambre cuando los espartanos capturan una fortaleza a apenas veinte kilómetros de la ciudad. Además, los aliados de Atenas comienzan a abandonarla, negándose a soltar la pasta. Como consecuencia de estos reveses, en Atenas se implanta una tiranía, mientras Alcibíades se convierte en el enemigo odiado por excelencia.
Sin embargo, sus días de gloria en Esparta terminan de forma abrupta a causa, al parecer, de la relación de Alcibíades con la esposa del rey de Esparta, y nuestro héroe huye a Persia, a los dominios del sátrapa (gobernador regional) Tisafernes. Como ya había hecho con los atenienses y con el rey (y la reina) de Esparta, Alcibíades se liga al sátrapa y se convierte en su consejero aúlico. Es decir, Alcibíades primero traiciona a su patria, y luego al mundo griego, para irse con el Enemigo por excelencia, alcanzando cotas antes inexploradas que redefinen el concepto de la Traición (Alcibíades hace política en estado puro).
Alcibíades recomienda a Persia mantener una política equidistante con los dos contendientes, Atenas y Esparta, de forma que ninguno de los dos adquiera una ventaja decisiva, y los dos acaben debilitándose (exactamente lo que ocurriría al término de la guerra). Paradójicamente, su situación como consejero del sátrapa persa, así como las luchas entre partidarios de la oligarquía y demócratas en Atenas, acaban acercándole a los defensores de la democracia, y consigue regresar a Atenas en el año 407 a.c., haciéndolo además en loor de multitudes en tanto salvador de la ciudad, con la promesa (ficticia, como se vería después) del apoyo persa. Así que Alcibíades, de nuevo investido del mando, se va con otra flota ateniense a combatir a los espartanos, pero comete un error: deja al mando de la flota a un amiguete suyo (amiguetes, corrupción y despilfarro, recuerden) y se va en busca de pertrechos. Y en su ausencia, el amiguete, contraviniendo las órdenes de Alcibíades y en busca de gloria, presenta batalla a los espartanos y es derrotado.
De nuevo, Alcibíades tiene que exiliarse, pero ahora apenas le quedan sitios a los que ir; así que, ni corto ni perezoso, se va a Tracia (al lado de Constantinopla, y poblada por griegos digamos “medio bárbaros”) y se monta un ejército de mercenarios que venga Dios y lo vea para protegerse de sus múltiples enemigos (de dónde habría sacado la pasta para pagar a sus mercenarios, se lo pueden Ustedes imaginar, los años de función pública no pasan en balde, y menos si has trabajado para tres Administraciones distintas).
Mientras tanto, la guerra del Peloponeso continúa, y sigue siendo adversa para Atenas, que decide jugárselo todo a una carta montando una nueva flota (hay que ver la de madera que gastaban estos tíos en construir barcos que luego se hundían, parecen españoles) que se dirige al “enfrentamiento definitivo” con Esparta (que poco antes había conseguido la alianza de los persas gracias a los buenos oficios de su comandante en jefe, Lisandro, que había logrado ligarse al hijo del rey de Persia y que, por lo demás, soltaba yoyah como se le supone a un espartano, pero además con tino), que tendrá lugar en el Helesponto (o estrecho de los Dardanelos, entre Grecia y Turquía, para entendernos no es el estrecho del Bósforo, donde está Constantinopla, sino “el de antes”… oiga, mire Usted un mapa, que a mi me suspendieron un test cuando era pequeño en “orientación espacial” y desde entonces estoy traumatizado).
Y pocos días antes de la batalla, se presenta, sorprendentemente, Alcibíades con su tropa mercenaria ofreciendo sus servicios a los atenienses. Y lo hace, además, dando una serie de acertados consejos sobre la forma de enfocar la batalla, y poniendo de manifiesto las deficiencias tácticas y estratégicas de los atenienses. Alcibíades viene para avisar del desastre, y si es posible para evitarlo. Pero, en la más pura tradición de la tragedia clásica (y los culebrones venezolanos), no es escuchado (no en vano había traicionado a Atenas, y a todo el mundo; ¿cómo fiarse de él? Imagínense que ahora Ánsar nos dice “confíen en mi, sé que el líder andorrano –como se llame- dispone de armas de destrucción masiva que piensa echar sobre España”, aunque fuera cierto ¿quién iba a creerle? También es verdad que Ánsar, a diferencia de Alcibíades, haría lo que le pareciera oportuno fuera cierto o no, pues él no es un siniestro aspirante a la tiranía como Alcibíades, sino un líder que se maneja en puta democracia).
Esta batalla supone la destrucción total de la flota ateniense, la muerte de 3000 soldados degollados por los espartanos tras la batalla (la diferencia entre los griegos y los bárbaros, como se indica atinadamente en el libro, en realidad se reducía a que, haciendo unos y otros las mismas salvajadas, a los griegos como que les parecía mal hacerlas) y, poco después, la conquista de Atenas por los espartanos, que acaban con la democracia e imponen el famoso Gobierno de los Treinta Tiranos (no disimule; Usted, al igual que yo, acaba de ubicar en el tiempo a los jodíos Treinta Tiranos gracias a este libro), que sería, eso sí, posteriormente derrocado por los demócratas atenienses que habían partido al exilio.
Poco después de esta batalla, Alcibíades es asesinado cuando, se supone, se dirigía al encuentro del emperador persa para ofrecerle sus servicios. Su final es también trágico, no sólo por el asesinato, sino por sus circunstancias: abandonado por todos, con la única compañía de una prostituta, es asesinado por dos sicarios a sueldo no se sabe muy bien de quién (se supone que de otro sátrapa persa, aunque por medio, como siempre, podía mediar adulterio por parte de Alcibíades, el Álvarez-Cascos de la Antigüedad), que primero incendian la cabaña en la que está Alcibíades, pero éste sale de la cabaña, coge su espada y se plantifica, en pelotas, delante de sus asesinos. Éstos, los muy mariquitas, se alejan unos cuantos metros de Alcibíades y, acojonados ante la perspectiva de enfrentarse cuerpo a cuerpo, le abaten a flechazos.
Toda esta historia tan truculenta transcurre en poco más de doscientas páginas de narración ágil, a la que sólo se le puede reprochar que de vez en cuando la autora se pierda en disquisiciones morales sobre los paralelismos entre Alcibíades y la época contemporánea, a propósito de las dimensiones y limitaciones del poder político en un sistema democrático. Y no porque la comparación no sea congruente, sino, bien al contrario, porque es tan obvia que se hace innecesaria. Porque si bien es cierto que pueden cambiar las formas, el fondo, la naturaleza del poder y la legitimidad de su uso en un sistema democrático, no ha cambiado.
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