Guerra, secularización y religiosidad en las sociedades occidentales
La invasión de Irak que la pasada primavera llevaron a cabo los ejércitos de los Estados Unidos de América y del Reino Unido con el apoyo logístico de las Fuerzas Armadas australianas y españolas dista de ser un asunto del que se hayan analizado con satisfactoria complitud todas sus ramificaciones.
Hemos prestado bastante atención al análisis en punto a su legalidad. Como peculiar “efecto colateral” de esta guerra es innegable que la ciudadanía conoce hoy con un sorprendente grado de detalle cuáles son las condiciones en las que jurídicamente el sistema de relaciones internacionales construido a partir de la II Guerra Mundial permite el empleo de la fuerza. Es más, la “1441” se ha convertido probablemente en la primera Resolución de Naciones Unidas que alcanza, casi, el estatuto de icono cultural.
Asimismo, se ha discutido bastante, y lo que nos queda por ver en este sentido es todavía mucho, sobre la verificación de las causas inmediatas que desencadenaron el conflicto, dependiendo éstas y los análisis en cuestión según juicio de sus críticos o de sus apologetas. Ya saben: que si las famosas armas de destrucción masiva que ahora no aparecen por ninguna parte (LPD se significó durante su seguimiento de la contienda como el único medio de comunicación que, desde el primer día, ridiculizó con saña esta pretendida excusa para la guerra, mientras la mayoría de los medios de comunicación, en última instancia, no acababan de creerse que el malvado tirano fuera capaz de no tener ni una miserable ojiva química o bactereológica), que si los motivos humanitarios, que si el petróleo…
Estos asuntos dan mucho de sí, pero no han de ocultar la reflexión sobre las causas mediatas de la contienda, cuyo estudio hasta la fecha ha quedado reducido al pastiche de Kagan. Obra muy en la línea de la capacidad propagandística de la nueva derecha norteamericana, que tiene como mérito principal haber logrado venderse como best-seller en los aeropuertos de todo el mundo y crear una especie de debate-reflexión en términos semi-circenses (los americanos son de Marte y los europeos de Venus), pero no precisamente su profundidad.
Hay un aspecto sobre la Guerra de Irak en el que existe una aparente comunión entre sus críticos y entusiastas defensores. La intervención es una actuación que sólo se entiende con este Gobierno en los Estados Unidos y, particularmente, con su actual Presidente. Es decir, y respectivamente, que semejante espectáculo vergonzoso (que en realidad sólo persigue unos cuantos barriles de crudo a buen precio y asegurar el dominio geoestratégico de los americanos en la zona del Golfo) sólo es posible con un vesánico y fundamentalista Presidente vendido a los intereses de las compañías petrolíferas y del entramado industrial-militar yanqui. O, por el contrario, que tan encomiable y firme actuación en defensa de las libertades y en pro de la instauración de un modelo de relaciones que garantice la necesaria seguridad a los países occidentales, sólo es concebible gracias a que la Administración actual, por una parte, “los tiene bien puestos” y a que, por otra, la población americana, todavía traumatizada por el 11-S, apoya esta determinación.
Sinceramente, y esta es la tesis que tratamos de exponer, creemos que esta idea no acaba de reflejar correctamente la situación. La realidad, diferente, es mucho peor. Ni George W. Bush (o, si quieren, su Administración) es tonto, ni busca únicamente petróleo o el control de la zona (o, al menos, no para sentar las bases en lo económico de un imperio americano) ni, en realidad, estamos ante una actuación que sea la obra únicamente de un Gobierno. Probablemente, y hay muchos datos que así lo indican, los Estados Unidos, con Al Gore en la Presidencia, hubieran desarrollado similares actuaciones. Baste recordar el silencio del exvicepresidente de Clinton o del propio presidente demócrata respecto de todo lo ocurrido. Por no mencionar el entusiasta apoyo de la senadora por Nueva York y flamante exprimera Dama (y candidata en 2008 al mando supremo de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, entre otras cosas) a la acción bélica, el sentido de sus intervenciones en el Comité de Defensa del Senado, o la forma en que su marido reaccionó a los ataques terroristas que, durante su mandato, sufrieron los Estados Unidos.
Estados Unidos no es Marte ni Europa Venus. Pero sí es cierto que la civilización se entiende de una forma radicalmente diferente en uno y otro lugar. Puede afirmarse con crudeza que los Estados Unidos, sencillamente, no han pasado todavía la Revolución Francesa. Y es que su revolución, apasionante y meritoria, ejemplo de libertad para el mundo, anterior a la europea, no fue también una lucha por la liberación del hombre respecto de creencias y supersticiones (como ocurriría en Europa a finales del siglo XVIII), sino sólo una guerra de liberación nacional. Mientras la convulsa Europa vivía y siguió padeciendo tormentosos años en los que junto a las libertades políticas y sociales se logró avanzar en la creación de sociedades secularizadas, regidas únicamente por los dictados de la razón social y política, este trabajo nunca fue realizado en los Estados Unidos.
En la actualidad, los Estados Unidos son una nación profundamente “pluriconfesional”. Eso sí, son también el único país que ha logrado, careciendo de una religión de Estado, que una especie de abstracción religiosa aunadora de las diferentes creencias haga las veces de la misma. Totum revolutum en el que caben todos los americanos, y al que se emplean con inusitada pasión. Y, lo que es peor, cada vez con mayor ahínco. Es extraordinariamente interesante constatar el espectacular incremento que en los Estados Unidos ha experimentado la asistencia regular a oficios religiosos en los últimos cuarenta años. Un buen americano es un creyente activo, participativo. Con una fe inquebrantable en que los designios de Dios y la lucha por su implantación son causas justas. Con tendencia a participar activamente en la medida en que le sea posible en la consecución de estos objetivos. Y con una idea muy clara de que América en su conjunto está llamada a tener una importante misión en esta aventura salvífica. Con estos elementos de verdadera religión de Estado, que no sabemos si necesariamente son de Marte, el cóctel explosivo formado por una Administración que cuenta con miembros que se creen de verdad estas historias y una población entusiastamente entregada a la causa, ha deparado lo que todos sabemos.
Europa y Estados Unidos, Marte y Venus, cuentan con poblaciones educadas en valores muy similares. A pesar de lo que pretenda venderse, todos los estudios sociológicos muestran en las últimas décadas una sorprendente identidad entre las respuestas de europeos y americanos en torno a la práctica totalidad de las cuestiones referidas a la vida política y social. Incluyendo, como es evidente, las atinentes a la defensa. Sólo hay una excepción notable, y es un dato que se repite: la religión y su posición dentro del Estado y la sociedad. En este punto se produce un alejamiento espectacular, y si en materia de democracia, derechos humanos, multiculturalidad,… las respuestas de la población estadounidense arrojan valores similares a las de la francesa o alemana, asusta comprobar que cuando de Dios se trata los Estados Unidos están en el rango de naciones como Pakistán o India (sin llegar, afortunadamente, a los niveles de Arabia Saudí o Irán, eso sí).
La actual Administración Bush es reflejo de esta realidad social (pero como también lo era en parte la Administración Clinton). Y el 11-S, si ha tenido un efecto, ha sido el de reavivar la idea de que, como servidores de Dios (y como representantes elegidos del mismo que son en tanto que “americanos”), los ciudadanos estadounidenses han de embarcarse en una misión salvífica. En ello están. Lo peor de la invasión de Irak es que, probablemente, no es sino manifestación de esta verdadera convicción que anida en la mayoría de los estadounidenses (y de su Presidente) de que “tenían que hacer la guerra” por motivos, más o menos, de conciencia y de que, en el fondo, estaban haciendo lo correcto. Ni las armas ni la prevención de posibles ataques, ni siquiera el petróleo, son los motivos de fondo para lanzarse a la aventura. La verdadera razón es que, de nuevo, y en parte por el aldabonazo del 11-S (pero sobre todo por el caldo de cultivo del aumento de la religiosidad militante que ha fermentado estos sentimientos), los Estados Unidos se sienten no sólo llamados, sino obligados, a civilizar a los pueblos que carecen de sociedades como Dios (su Dios, y su manera de ver las cosas) manda. Porque, más allá de la posible generosidad evangelizadora, todo fundamentalista ve en las diversas expresiones de fe un peligro latente.
Y la sociedad estadounidense es, hoy por hoy, un peligroso ejemplo de fundamentalismo religioso. Quizá no sea casualidad que precisamente los líderes europeos más alejados de la tradición, que, naciendo en la Grecia clásica y a partir de Sócrates, y culminando con la Revolución francesa, han configurado nuestros Estados como entidades laicas, hayan apoyado con entusiasmo este nuevo modelo de orden mundial. Es probable que la ingenua y excesiva religiosidad de un meapilas reconocido como Blair tenga mucho que ver en su fe en esta batalla. Igualmente, tampoco parece mera causalidad que gobiernos reaccionarios y católicamente militantes (Polonia, España, Italia…) se hayan significado en su apoyo a esta política. Y de forma muy especial cuando sus presidentes comparten también esta tendencia al fundamentalismo cristiano (Polonia, España…). La marea retro que se ha cernido sobre Europa, en la medida en que supone retrocesos peligrosísimos en las conquistas logradas en materia de laicidad, es por ello doblemente inquietante.
La religión, peligrosísimo factor de alienación que permitió aglutinar inicialmente en sociedades desestructuradas a los seres humanos, es sólo un elemento de desestructuración a partir del momento en que el entramado social, ya maduro, se basta por sí mismo sin tan aberrantes apoyos. A partir de este punto, la superchería y la superstición sólo han de jugar, como mucho, un papel folklórico. Pero se tornan absolutamente desestabilizadoras si, yendo más allá de ahí, insuflan “misiones” que cumplir. Una sociedad europea atea significa una Europa sana. Precisamente por ello, porque la (afortunada) secularización de nuestro continente es su verdadero (y esperemos que duradero) hecho diferencial, es aberrante que la futura Constitución europea pretenda llevar su agua a la senda del fanatismo religioso. Europa no es Venus, porque es plural y diversa. Pero sí se diferencia en algo de los Estados Unidos: carece en gran medida de dos pulsiones tan demoledoras y peligrosas como son el nacionalismo (no existe un nacionalismo europeo) y la religión (las sociedades europeas carecen de religión de Estado y sus ciudadanos están secularizados como ningunos otros en el mundo). A diferencia, en ambos casos, de lo que ocurre en Estados Unidos, Marruecos, Arabia Saudí, Indonesia… u ocurría en el pasado en la Alemania nazi o en la España de Franco. Los europeos nos hemos liberado de ese pasado, y ciertas aventuras, sin esos componentes, son menos factibles.
Llama la atención, no obstante, que importantes halcones de una Administración como es la de George W. Bush sean, con todo, nada religiosos. Es el caso del en la actualidad famoso por su radicalismo Richard Pearl o del propio Wolfowitz. La aparición, también, de elementos como los señalados, nos pone sobre aviso sobre la existencia de otras corrientes en la sociedad americana a las que hemos de atender para explicar cómo es posible que se vean actuaciones como las llevadas a cabo en Irak como necesarias. En este punto, conviene recordar la tradición jacksoniana, de la que ambos políticos parecen alumnos aventajados. Tradición que es una constante en la política norteamericana, con todo lo que ello supone, y con una fuerza tremenda. Baste recordar, por ejemplo, las importantes concesiones que el mismo Bill Clinton hubo de hacer al Senador Helms a lo largo de su mandato.
Con base en esta tradición, lo que es claro es que asistimos en la actualidad a la emergencia de una nueva derecha que, cuando no pletórica de fervor religioso, cuenta con un bagaje y una solidez política notables que le permite asociarse al radicalismo religioso. Pearl o Wolfowitz, el propio Cheney o Rumsfeld, declaran abiertamente beber en fuentes de pensadores como el filósofo Leo Strauss. Y ello nos coloca ante una situación ciertamente distinta, ya que esta especie de herederos del pensamiento de la obra de Carl Schmitt sólo levemente revisada, no son, ni mucho menos, unos salvajes. Como no lo fue el alemán. Ahora bien, que esta neo-revolución conservadora en el mundo de las ideas, inteligentemente conjugada por sus máximos exponentes públicos con ese fervor religioso tan típicamente americano (que estos elementos se dedican a aprovechar, más que compartir), empiece a hacer su camino también en Europa, y pueda poner en peligro los avances civilizatorios y secularizadores que nos caracterizan, es algo que nos ha de mantener doblemente alerta.
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