«Berlusconi está acabado. Lo sabe todo el mundo.» Curzio Maltese (periodista de La Repubblica) Noviembre de 1996.
Desde que Berlusconi irrumpiera en la escena política en 1994, la izquierda italiana y sus compañeros de viaje (entre los que, snif, me incluyo) han dedicado un montón de tiempo a buscar motivos para creer en el inminente fin del Cavaliere. O en un ligero resquebrajamiento de su poder. O en algo, lo que fuera. Y para encontrarlos lo mismo valía leer la realidad que las entrañas de una cabra. Y es que el antiberlusconismo militante tiene complicaciones que son puritita patología. Yo, por ejemplo, recuerdo haber celebrado que Florentino fichara a Kakà (por aquel entonces todavía jugador de fútbol) justo antes de las elecciones europeas de 2009 con la esperanza de que Berlusconi perdiera algunas décimas entre las franjas más lobotomizadas de su electorado milanista. En unas elecciones europeas. Compadézcanme si pueden.
Pero esta vez sí, esta vez va en serio. Y no porque lo diga yo, falible humano, sino porque lo dica la Historia. Dice Silvio que somos comunistas y tiene razón, nosotros somos como esos de PCPE que se quejan porque el 15M es un movimiento que carece del debido rigor científico: nosotros examinamos la Historia en términos dialécticos. Describimos procesos ineludibles, roturas inevitables. Y la Historia italiana a día de hoy ha llegado a este punto: a la mayoría de los italianos se le han hinchado los huevos de Berlusconi. ¿Por qué ahora y no en 1996, en 2000 o en el 2006? Yo no lo sé, en serio. Sólo encuentro respuestas parciales a la persistencia de la ficción berlusconiana: la anomalía mediática italiana, la ineptitud táctica, estratégica y comunicativa de la izquierda, los réditos que aún arroja el anticomunismo (sí, ya sé que suena raro pero es así: no hacen falta comunistas para que haya un montón de anticomunistas), el conservadurismo sociológico del electorado, el poder temporal de la Iglesia y su particular versión de la doctrina Monroe, que considera Italia como el patio trasero del Vaticano y a Berlusconi como «su» hijo de puta, la secular (y razonable) desconfianza de los italianos hacia el Estado, que facilita la penetración de discursos populistas que postulen el desmantelamiento no sólo del Estado, sino también de lo público, etc… Todos ellos argumentos sólidos pero que no resisten a la más elemental de las objeciones: «Sí, pero Berlusconi es un payaso y un chorizo». Pues tiene razón señora, que le voy a decir, pero si acaso se lo puede preguntar al elector medio de la Comunidad Autónoma Valenciana, a ver si él sabe contarle algo sobre el discreto encanto del imputado.
¿Qué ha pasado?
En cualquier caso la noticia es que en la segunda vuelta de las elecciones municipales de ayer a Berlusconi le sacudieron. Zas, en toda la boca. No se votaba en todas partes (en Italia no todas las administraciones municipales se renuevan el mismo año), pero más allá de los resultados generales (desastrosos en prácticamente todas partes para los partidos de la coalición gubernamental de derechas) hubo dos derrotas especialmente significativas, por su importancia objetiva y por su enorme carga simbólica: Nápoles y Milán, que se sumaban a las derrotas (algo más previsibles) ya en la primera vuelta en otras dos grandes ciudades como Bolonia y Turín.
Nápoles, la capital del Mezzogiorno, fue el escenario que Berlusconi eligió en 2008 para escenificar su comedia de Steven Seagal preferida: la del resolutivo hombre de la providencia que llega para barrer los problemas de un plumazo. Era el año 2008, el gobierno de Romano Prodi acababa de hundirse a causa de los conflictos internos entre los diferentes partidos y personalidades clave de la coalición, que habían convertido los consejos de ministros en pequeñas Srebrenicas, condenando el gobierno a una embarazosa parálisis política. Toneladas de basura yacían por las calles de Nápoles a causa de la falta de espacio en los vertederos de los alrededores de la ciudad, sin que el gobierno de Prodi, o las administraciones regional o municipal (ambas de centroizquierda), consiguieran resolver la situación. Huelga decir que las televisiones de Berlusconi dedicaron a la cuestión un interés, digamos, especial. La caída de Prodi condujo a elecciones anticipadas, en las que los partidos que apoyaban a Berlusconi obtuvieron, gracias en parte a la onda expansiva de la crisis de la basura de Nápoles, la mayoría parlamentaria más holgada de la historia de la República italiana. Berlusconi tomó la simbólica decisión de celebrar el primer consejo de ministros del nuevo gobierno precisamente en Nápoles y dijo, más o menos literalmente, que lo de la basura lo resolvía él en un periquete. Nápoles se había convertido en la Zona Zero de la izquierda italiana. En los años siguientes el centroderecha ganaría con relativa facilidad en las elecciones regionales y se daba por seguro que las municipales iban a ser un paseo militar.
Pues no: el candidato del Pueblo de la Libertad (PdL) de Berlusconi se quedó a más de 12 puntos del 50% necesario para cerrar la elección en la primera vuelta. Se trataba de Gianni Lettieri, hombre de Nicola Cosentino, el barón del partido en Campania y, según la declaración de media docena de arrepentidos, cercano al clan de los Casalesi, esa alegre familia de la que habla Roberto Saviano en Gomorra. En la segunda vuelta Lettieri se iba a enfrentar al ganador de la batalla interna en el centroizquierda, Luigi De Magistris, un juez metido en política después de que su carrera en la magistratura saltara por los aires hace un par de años cuando -máximo respeto- intentó procesar, entre otros, al mismísimo Ministro de Justícia del momento, el inmarcesible Clemente Mastella (de este ni les hablo porque harían falta tres tomos y la pluma de Valle-Inclán para hacerle justicia). Y entre el juez y el hombre del hombre de la camorra, fíjense ustedes como está cambiando el viento en Italia, ganó el primero. Con casi 30 puntos de ventaja.
Pero el palo, el palo gordo para Berlusconi, fue Milán. El voto en las regiones del sur obedece a lógicas propias, y hasta cierto punto impredecibles. Es un voto extremadamente volátil, en el que además no son raros fenómenos de clientelismo, con paquetes de votos que saltan con el cacique de turno sobre el carro del vencedor. Pero el norte, y en especial Milán, es otra cosa. Milán es la casa de Berlusconi. Ahí empezó su carrera empresarial a lo Pocero, construyendo una ciudad que en una alarde de modestia llamó Milano 2, con dinero que aun hoy no se sabe de donde salía. En Milán fundó también el mayor imperio mediático italiano, con la connivencia de los socialistas craxianos, que en los desenfrenados años 80 gobernaban el país y la ciudad reinventando el socialismo a base de compadreo, corrupción y cócteles con Campari. De Milán salió la metafórica expedición con la que Berlusconi conquistó Italia en los primeros 90, los ajetreados tiempos que siguieron a Tangentopoli y Manos Limpias, cabalgando la ola (¿les suena?) de «todos los políticos son unos chorizos y unos inútiles». Pues bien, precisamente en Milán, el Mordor del berlusconismo, ha empezado la que podría ser el principio del fin de una era. Y cuando digo una era, quiero decir una era de mierda.
La campaña electoral ha sido una síntesis perfecta del tardo-berlusconismo: algo parecido a lo que podría haber sido la de PlataformaXCataluña si dispusiera de un imperio mediático a su servicio. Una campaña del miedo por tierra mar y aire: hacia los gitanos, los comunistas, los moros, los yonquis, todo el repertorio clásico, más el evergreen de los jueces comunistas en permanente conjura para subvertir el voto popular. Porque el miedo elevado a ideología es lo único que queda después de que el presunto espíritu reformista del berlusconismo demostrara ser los padres, o mejor, los padrastros malos.
De Milán curiosamente se ha hablado poco. Como siempre. Y sin embargo Milán es una ciudad que necesitaría que alguien le prestara atención, porque en los últimos años ha perdido un montón de trenes, echando a perder esa vocación innovadora, europea y cosmopolita que hizo de ella una de las ciudades más importantes de Europa. Este es uno de los grandes problemas de la Italia de los últimos 17 años, que el debate entorno a Berlusconi se ha convertido en el único posible. La democracia italiana se ha convertido en una sucesión de plebiscitos sobre Berlusconi. La novedad es que esta vez no ha funcionado, o al menos no como ÉL tenía previsto. Ha querido convertir una vez más el voto en un referéndum sobre sí mismo y la respuesta ha sido un sonoro veteatomarporculo. Por primera vez Berlusconi se ha convertido en un lastre para los suyos: ya no sirve ni para esconder la bolita de la deplorable realidad de quince años tirados a la basura. Ya no es útil ni siquiera a los suyos, como aglutinador de una coalición de derechas en la que conviven liberales (pocos, poquísimos), democratacristianos, populistas de la peor calaña y, cada vez más, simples corsarios: tránsfugas, chorizos oportunistas y cazadores de fortuna. En los últimos meses el gobierno se ha convertido en un simple distribuidor automático de prebendas, pulverizando cualquier récord mundial de nómina de subsecretarios y viceministros, en una huida hacia adelante sin más perspectiva que la de alargar el banquete hasta que la cosa aguante. En este contexto es difícil decir cuánto puede durar esta nociva agonía, porque como bien sintetizaba Gianfranco Fini (el otro gran perdedor de estos comicios, por cierto) las elecciones anticipadas serían para la mayoría parlamentaria lo que la Navidad es para el pavo. Y es difícil que los pavos contribuyan con su voto a adelantar la Navidad.
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