Salinger, como ya sabréis todos, ha muerto a los 91 años. Que en gloria esté. La cobertura mediática del evento en la madre patria ha navegado por sus cauces habituales y sin perturbaciones en la fuerza: se han traducido y copiado, con más o menos disimulo, cachitos del obituario del New York Times aquí y allá, se nos ha recordado machaconamente que Salinger era un ermitaño, que renunció a seguir publicando, que renegó de su fama y ésta no hizo sino crecer, que bebía su propio pipí (según su hija) y desayunaba guisantes congelados (según una ex-amante).En EEUU hay mucha gente que ha leído «El guardián entre el centeno». Seguramente sea el libro leído por muchas de las personas que sólo han leído un libro en su vida. También hay mucha gente que no lo ha leído pero sabe de qué va. Ha vendido más de 60 millones de copias y, aunque todavía es censurado en algunas escuelas conservadoras, es habitual que forme parte del programa de Inglés en noveno grado (a los 13-14 años). Es una institución.
En el 2001, con motivo del 50 aniversario de su publicación, salieron bastantes artículos sobre Salinger en general y sobre «El guardián entre el centeno» en particular. Como el buen hombre aún no se había muerto, andaba todo el mundo menos agitado con la exclusiva. Recuerdo que este artículo, publicado en el New Yorker, me gustó y me enseñó algunas cosas, aunque no es inmune al autobombo ya que, al fin y al cabo, el New Yorker fue la revista fetiche de Salinger. Voy a citar (usando comillas, como la gente de bien) y comentar algunos fragmentos que matizan o directamente contradicen varios mitos y leyendas de los que se ha hecho eco el periodismo «cultural» patrio en estos días.
Se dice a menudo que Salinger quiso, a través de Holden Caulfield, el protagonista de «El guardián entre el centeno», hacer una crítica de la vida moderna, denunciar «la pobreza espiritual de una cultura conformista». Pero «El guardián entre el centeno» cuenta la historia de «un chico cuyo hermano pequeño ha muerto. Holden, después de todo, no es infeliz porque comprende que la gente es falsa… Lo que hace que su opinión de los demás sea tan tajante y su decepción tan implacable… es su dolor.» En la misma línea, Seymour, el protagonista de «Un día perfecto para el pez plátano» (uno de los «Nueve cuentos») no se suicida por culpa del tedio de la vida burguesa, de la estupidez y la superficialidad del mundo o, ya puestos, de su esposa. Se suicida porque «la guerra lo ha vuelto loco». Yo no me apostaría los dos ojos a que sea cosa de la guerra (que de hecho se menciona, así como un hospital militar en el que estuvo Seymour), aquí cada cual que interprete lo que quiera, pero el cuento deja bastante claro que el hombre está como unas maracas, no me lo invento yo. Es cierto que ni su esposa ni su suegra parecen personas muy simpáticas, pero correlación y causalidad son dos cosas distintas. Cuando leí el cuento yo llegué a pensar que el perturbado de Seymour iba a meterle mano a la niña de la playa, o a cargársela o ambas cosas. Ni se me ocurrió que fuese ante todo una metáfora de las secuelas que produce el Guantánamo mental de la clase media.
También suele suponerse que los jóvenes se identifican con Holden porque éste dice lo que «todo adolescente piensa» pero «está demasiado inhibido como para expresar, es decir que el éxito es una farsa y la mayoría de la gente que tiene éxito son unos farsantes». Holden habla como un adolescente y a menudo se comporta como un adolescente, pero no piensa como un adolescente. Holden, como muchos otros jóvenes personajes de Salinger, es extraordinario, cala al resto como nadie y es «un demonio de la incisión verbal». Aun así, muy a menudo se dice que es un libro representativo del los adolescentes y la adolescencia. También podría decirse que «A dos metros bajo tierra» refleja fielmente la realidad del sector funerario; al fin y al cabo, la familia protagonista tiene una funeraria y en cada capítulo, sin falta, entierran a alguien. Además, «la mayor parte de los adolescentes no piensan que el éxito sea una farsa» y si a veces se sienten infelices o enfadados no es precisamente porque piensen que los demás «son unos farsantes. La carga emocional de la adolescencia es que no sabes por qué te sientes infeliz… El atractivo de «El guardián entre el centeno» es que te da una razón. Le da contenido a la química.»
En cuanto a la moraleja del libro, «podría ser que Holden dejará atrás su actitud, y esta es probablemente la lección que la mayoría de los profesores de noveno grado que dan «El guardián entre el centeno» esperan transmitir a sus estudiantes: que la alienación es sólo una fase. Pero la gente no deja atrás la actitud de Holden, al menos no del todo, y tampoco quieren hacerlo porque es una actitud bastante útil». El autor del artículo opina que «uno de los objetivos de la educación es enseñar a la gente a desear las recompensas que la vida tiene que ofrecer». A mí este concepto me resulta tan marciano, me hace sentir tan exóticamente europea, que en su día tuve que leer la frase tres veces; pero eso es lo que dice, no lo he soñado. «Y otro de sus objetivos», añade, es enseñar a la gente a sentir un «moderado grado de desprecio por esas mismas recompensas. En América, donde -sobre todo si eres un miembro sensible e inteligente de la clase media-, se te recuerda constantemente que las recompensas están ahí para que las cojas, el sentimiento de decepción es mucho más común que el de éxito, y si no aprendiésemos a que no nos importasen, nuestros fracasos nos destruirían. Dar «El guardián entre el centeno» a tus hijos es como darles una capa de aislante psíquico.»
Yo no tengo muy claro que el libro tenga una moraleja pero desde luego la anterior supone un buen instrumento de supervivencia. El haitiano de «Héroes» tiene la habilidad de formatearle selectivamente la memoria al personal. «El guardián entre el centeno», como ya habréis deducido si habéis llegado hasta aquí, hayáis o no leído el libro, no tiene nada que ver con «Héroes». Pero si me encontrase al haitiano, le pediría que me lo borrase del disco duro -junto con el primer disco de estudio de Jane’s Addiction, y, ya puestos, si no fuese mucha molestia, el Planeta Imaginario y las pelis del Planeta de los Simios- para poder leerlo de nuevo por primera vez, en lugar de andar siempre sacando la nostalgia en procesión. Es ese tipo de libro.
«Franny y Zooey» es otra cosa. Es la joya de la corona y no se hable más. Aunque pudiera, no querría olvidar «Franny y Zooey» y volver a partir de cero. A la familia Glass, lo mejor que ha dado Salinger, la llevas en el equipaje de por vida y a nadie le gusta quedarse sin maleta ni por un par de días. Una de las muchas críticas a este libro, a la que se alude a menudo, es la de John Updike, quien opinó que «Salinger ama a los Glass más que Dios. Los ama demasiado exclusivamente… Los ama en detrimento de la moderación artística». Eso dijo, nada menos. ¿¿Moderación en el arte?? No lo entiendo. Irónicamente, en un momento dado Zooey increpa a su hermana pequeña, Franny: «¿Qué hay de tu amado Epicteto? ¿O de tu amada Emily Dickinson? ¿Acaso quieres que Emily, cada vez que experimenta el impulso de escribir un poema, se siente y diga una oración hasta que se desvanezca su impulso repugnante y egoísta?». Supongo que John Updike hubiera preferido precisamente eso, que Salinger se hubiese dejado el ego en casa y se hubiese marcado alguna historia costumbrista que multiplicase la realidad por mil o por mil millones, hasta hacernos sentir incluso fuera de serie.
El artículo del New Yorker que he estado comentando tampoco es muy generoso con «Franny y Zooey». Según su autor, Salinger, después de haber sido «criticado por haber creado a una familia con cuatro niños precoces -Holden, su hermano pequeño muerto, su hermana pequeña viva Phoebe y su hermano mayor, el que está en Hollywood- y por escribir con un estilo que llamaba la atención, procedió a crear una familia con siete niños precoces y a producir… trabajos de un exhibicionismo literario supremo», dice su autor. Efectivamente, eso es, entre otras cosas, lo que hizo Salinger. Y yo no veo el problema por ninguna parte. Franny osa caer en una especie de deprecrisis espiritual, a pesar de que ni arrastra un trauma de guerra ni ha enterrado a su hermano pequeño. Qué te parece. Hay un suicida en la familia y tal, pero joder, no basta, angustiarse así como así es de snobs. Además, todos los hermanos son inteligentísimos y tanto Franny como Zooey son jóvenes y guapos. Una cosa obscena, no odiarlos es propio de antiespañoles. Encima, mientras que la primera parte del libro, «Franny», está narrada más o menos convencionalmente (a lo cuento-escena y con diálogos naturales, pero naturales de verdad, no como los de las pelis españolas), «Zooey», la segunda parte, es mucho más libre, se detiene en descripciones y digresiones inesperadas, incluye diálogos cómicos e incluso fragmentos de viejas cartas de los hermanos mayores de Franny y Zooey. Ya le vale a Salinger, menudo farolero exhibicionista. Para acabarla de rematar, Franny y Zooey recibieron de sus hermanos mayores, el futuro suicida -Seymour, el de «Un día perfecto para el pez plátano» y también personaje central de «Seymour: una introducción» o «Hapworth 26, 1924»- y Buddy, una educación excepcional, al menos para quienes crecen y viven en Nueva York… o casi para cualquiera. Una educación basada en el Advaita Vedanta, la escuela (no sectaria y no dualista) más ecléctica de la filosofía hindú, que adopta sea a Cristo o a Buda como encarnaciones de dios. Una educación-putada que, en pocas palabras, no les trae más que mal. A lo largo del libro, que sigue el hilo del Bhagavad Gita, Zooey, a pesar de estar también él bastante pasado de vueltas, intenta que Franny se aleje de rituales y prácticas esotéricas, comprenda cómo llegar a una tregua y, eventualmente, a una paz que él tampoco ha encontrado todavía, cómo no odiar ni, lo que es casi peor, andar perdonándoles la vida condescendientemente a quienes viven centrados en las cosas materiales. Conforme avanza la lectura, te colocas discretamente en una esquina de la casa familiar de Franny y Zooey, los ves y los escuchas en lugar de imaginarlos y leer sus diálogos. También te entretienes y hasta te ríes, lo juro.
He aquí un artículo sobre «Franny y Zooey» mucho más positivo que el del New Yorker u otros y donde la autora no le da vuelta alguna al asunto metafísico, lo digo para quien le tenga alergia a esas cosas: no creo que sea imprescindible para disfrutar del libro, conozco a varios comecuras de pata negra que lo han hecho. También el Lector Malherido parece opinar (en un post de esos clásicos suyos salidos de madre) que es un gran libro. En cualquier caso, hacedme caso a mí y leedlo antes de morir.
En otro orden de cosas, existe una anécdota que bien podría haberse inventado Vila-Matas, cuyos personajes lo mismo se encuentran con el espectro de Baudelaire que con Salinger en los autobuses, pero que al parecer es real: miles de personas que acaban de leer «El guardián entre el centeno» llaman cada año al Central Park Conservancy para saber adónde van a parar los patos del lago cuando llega el invierno y éste se congela. La misma pregunta que le hace Holden a un taxista. Al parecer los patos nunca se van a ninguna parte.
Finalmente, si alguien quiere compartir sus impresiones sobre la obra de Salinger, puede depositar aquí sus comentarios y también puede enviarlos a Hermano Cerdo, la revista de los campeones.
Firmado: Olivia
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