Tres meses para el examen final
Tengo que anunciarles una noticia inquietante, quizás lo hayan adivinado por los mítines políticos cada vez más habituales los fines de semana: quedan sólo tres meses para el inicio de la campaña electoral de las legislativas de marzo. Sí, todo este último año ha parecido que estábamos en campaña electoral, nuestro nivel de debate público es lo que tiene, pero es ahora cuando los candidatos inician la precampaña y se entrenan para los quince días previos a las elecciones. Prepárense, por tanto, para escuchar mensajes partidistas con un nivel de demagogia más alto del habitual y promesas electorales aún más populistas que las lanzadas hasta ahora. Será un proceso gradual, pero en nada que nos despistemos estaremos inmersos en plena campaña. La preparación del votante para soportar el chaparrón propagandístico quizás adolezca de un entrenamiento previo a las elecciones: nos vendría bien un curso para esquivar los argumentos de los vendedores de motos y para mandar a freír espárragos a los trileros de promesas electorales.
Pero tengan ya claro o no los votantes a quién quieren de presidente del gobierno, estos dos señores que ven sobre estas líneas se van a esforzar por mostrarse como los merecedores de ocupar durante cuatro años el Palacio de La Moncloa. Se dice que las campañas sólo sirven para convencer a un puñado de indecisos, pero que cuando la cosa está muy ajustada el voto de éstos es decisivo. No sabemos quién aprovechará mejor estos meses para convencer al «votante de centro» y al mismo tiempo movilizar a su electorado más adicto. Sin embargo, sí sabemos que la maquinaria del marketing político está a pleno rendimiento en los partidos y no se escatimarán esfuerzos. Los candidatos querrán salir bien en cada foto, no como en las que ilustran este comentario. En este contexto, en vez de verse superada por la saturación, el papel de una ciudadanía crítica está en exprimir los mensajes y analizar las propuestas para que ningún político nos quiera vender la burra mientras nos distraen los trucos de sus asesores de imagen.
De la cumbre a la calle
Tras la reacción visceral que siguió a los acontecimientos de la pasada cumbre iberoamericana, con el borbónico gesto hacia la demagogia de Chávez en el centro de la noticia, toca hacer reflexiones más pausadas sobre el papel que debe jugar nuestra política exterior al otro lado del charco. A esa tarea se ha puesto Íñigo Sáenz de Ugarte en este interesante artículo:
Dicen que las relaciones entre Chávez y Lula son complicadas. A fin de cuentas, ambos compiten con estilos muy distintos por el liderazgo de la izquierda latinoamericana. Pero no consta en ningún lado que el presidente brasileño haya mandado callar a Chávez ni que lo considere un personaje paranoico y peligroso al que sólo se puede tratar a golpe de amenazas. Ése es el tratamiento que recibe el mandatario venezolano en la prensa norteamericana y española en los últimos tiempos, y bien que le gusta eso a Chávez, que así puede presentarse ante sus votantes como alguien cuya importancia trasciende las fronteras del país. Evidentemente, el presidente Lula sabe algo que nosotros desconocemos en España. Hugo Chávez adapta al juego político algunas de las enseñanzas de las artes marciales, sobre todo aquella que recomienda utilizar la fuerza que aplica el adversario para derribarle. Cuanta más presión recibe, más a gusto se siente. Ha labrado toda su carrera política en la idea de que su figura resulta indispensable para hacer frente a los enemigos del pueblo. Gracias al petróleo y a la mala salud de Fidel Castro, ha alcanzado un estatus de símbolo al que no va a renunciar.
El PP y el laberinto del 11-M
La sentencia del 11-M ha sembrado el panorama político de certidumbres sobre las diferentes tesis mantenidas sobre el mayor atentado de la historia de España. La derrota de la teoría de la conspiración que vinculaba directamente la “autoría intelectual” con el resultado de las elecciones del 14 en tanto “objetivo de los terroristas” ha sido tan humillante que los intentos por mantener con vida tales disidencias del discurso oficial serán fácilmente puestos en ridículo. La decisión judicial que condena a todos los implicados directamente en el atentado de corte fundamentalista islámico tiene muchas derivadas, pero la prensa se está fijando principalmente en las consecuencias que tendrá en un escenario preelectoral como el que se avecina, tras haberse colocado durante tres años el 11-M como asunto de disputa entre los partidos. El gobierno del PSOE ha encontrado en la sentencia elementos de descrédito de la posición mantenida por el PP que no dejará de aprovechar contra su adversario. El margen de maniobra del partido que lidera Rajoy está lastrado por la campaña “conspiranoica” que ha patrocinado con entusiasmo durante toda la legislatura, que lo coloca en un laberinto.
El principal peligro con que se encuentra el PP es que un cambio de posición no sería creíble, mientras que seguir con las mismas tesis sobre el 11-M puede hacerle perder de nuevo unas elecciones en vísperas del cuarto aniversario de la tragedia. La única solución es ponerse de perfil y no seguir dejándose llevar por el sensacionalismo de los medios que han marcado la agenda del partido conservador en este asunto. Cuando se está en la oposición, la credibilidad es el activo más importante para que el mensaje cale en el electorado. El poco interés que manifiesta el PP en ser un partido creíble se demuestra en que su mensaje va mayoritariamente dirigido al mismo electorado que le apoyó incluso en momentos difíciles como el 14-M. En vez de ampliar su discurso, se obliga a permanecer en torno a unas “verdades” que nadie fuera del PP comparte. La política de la “conspiración” del 11-M, que tanta audiencia ha proporcionado a ciertos medios, es el ejemplo de cómo un partido ha renunciado a defender ideas para la sociedad y ha sustituido esa tarea por la defensa de creencias sectarias para satisfacción de sus dirigentes. Con la misma seriedad de aquel póster que rezaba, con grandes letras, sobre la foto de un ovni: “I want to believe”.