Sadam Husein y la propaganda
En manos de tan buenos propagandistas, esta noticia con la que nos hemos despertado el domingo no puede menos que convertirse en todo un espectáculo dirigido a colocar la guinda final al pastel iraquí. Capturan a Sadam Husein y acto seguido alguien da la orden de retomar el guión previsto para culminar, con mayor o menor edulcoramiento a base de medias verdades, la película con un digno ‘happy end’. La política de Bush no puede saldarse sin final feliz, puesto que en el fondo se gestionan los desastres incontrolables y los errores propios con el reduccionista juicio de qué resultado se obtiene en último término. Si al final no podemos decir ‘el enemigo está acabado’, es imposible justificar los medios empleados.
Y como Sadam está por fin en disposición de ser juzgado por las atrocidades que ordenó ejecutar desde el puesto de mando de su tiranía, la opinión pública occidental empezará a manejar en los próximos días los espejismos a los que estamos tan habituados. El sátrapa pagará por sus crímenes… ¿y en qué momento se le sentenció, si dictadores a la espera de juicio son todos los que lo fueron y los que lo son? ¿Cuál es el proceso que habremos de seguir para detener a todos los tiranos que campan por el mundo? Los iraquíes recuperarán la democracia… ¿y cuándo cambiamos el objetivo de la operación militar, que no podemos olvidar que era la seguridad internacional? ¿Dónde están el peligro iraquí, las armas y la colaboración con el terrorismo?
El principal efecto de la propaganda consiste en adobar un hecho relevante, como es la captura del dictador iraquí, con decenas de cuestiones insustanciales, anecdóticas noticias que cubran el expediente del sensacionalismo y toneladas de opiniones viscerales para decantar el estado de ánimo del ciudadano corriente. Al final, con tanta basura informativa, la noticia relevante se convierte artificiosamente en el único acontecimiento importante de los últimos meses, que hace olvidar las circunstancias, los antecedentes y las implicaciones del hecho en sí. El follón iraquí demanda opinativamente una salida gloriosa para los artífices de la invasión y la actual ocupación de EEUU, de forma que una imagen -el patético rostro de Sadam con descuidadas barbas- sirva automáticamente la idea que se quiere trasmitir: ¡éxito! Todo la operación es perfecta, desde las Azores hasta la Arcadia democrática prometida a los iraquíes, porque el enemigo es nuestro: ¡We got him! ¡Estupendo!
A pesar de los eslóganes y los intentos de la propaganda, habrá quienes se empeñen en seguir pensando, conectando ideas que no podrían ser explicadas en un vídeo de minuto y medio de Fox News. Desde este día, podemos estar efectivamente aliviados. Sin Sadam como fantasma en la guerra de guerrillas, es de esperar que las acciones de la resistencia den paso a posiciones moderadas que los iraquíes que piensan en el futuro de su país pueden empezar a imponer. Pero mantener la ocupación durante mucho tiempo es inaceptable, si no quiere rematar George Bush su Cruzada por la Libertad anexionando este Estado árabe a la Unión en vísperas de las elecciones. Después del desastre causado con la guerra, se debe dotar internacionalmente a Irak de un gobierno legítimo lo más pronto posible. Lograr el objetivo de la ‘estabilidad’ es devolverle a Irak un orden nacional, y no sólo eliminar las acciones terroristas que la intervención estadounidense ha desatado en el país.
La propaganda que opera en la opinión pública de Irak y los países de la zona va a sufrir con esta noticia un duro golpe: pierden la esperanza quienes querrían una vuelta de Sadam al poder por una retirada de EEUU. Lo cual posiblemente facilite una solución razonable, en el medio plazo, para este desaguisado. Pero mientras tanto, los del discurso del todo vale contra el terrorismo pueden mostrar la cabeza del Gran Terrorista, como en su momento mostraron indignamente los cadáveres de sus hijos. Aunque a este terrorista, este malo malísimo cuya captura permite un ‘happy end’ momentáneo, no se le haya demostrado siquiera conexión con la omnipresente red Al Qaeda y el desaparecido Bin Laden.
Sadam debe de estar sufriendo lo suyo, por el hecho de ser instrumento para una propaganda que no es la propia. La imagen del ex todopoderoso líder iraquí humillado por el soldado que le tomaba la muestra de saliva ha de generar, con efecto multiplicador, la contraimagen del éxito bushiano. Si los propagandistas no se emplean a fondo, no conseguirán que la alegría occidental tape, con retrato de serios gobernantes al fondo, todos los despropósitos del último año. Mucho pavo de plástico y mucho golpe de efecto necesitarán para hacer olvidar a la opinión pública lo pasado -sólo el presente importa, la actualidad manda, la última noticia es la única importante- con el bálsamo milagroso de la amnesia mediática.
El limbo de Guantánamo
Dos años después de que fueran detenidos en Afganistán cerca de seiscientos supuestos militantes de Al Qaeda, aún siguen a espera de juicio. ¡Y luego dicen que la Justicia es lenta en España! Estos prisioneros permanecen en un campamento en la base militar de Guantánamo. El trato que se les suministra debe de ser el que la Administración Bush cree que la democracia estadounidense ha de dar a sus enemigos. Que se parece bastante, por cierto, al ojo por ojo bíblico: qué casualidad, porque como todo el mundo sabe en el Gobierno de Washington no hay ningún cristiano ‘renacido’ de esos que siguen el Antiguo Testamento al pie de la letra.
Sin embargo, a estos sospechosos de pertenecer a las fuerzas del Mal se les aplica esa aberración contra la libertad que supone mantenerlos en un limbo jurídico. Un respeto por los derechos humanos francamente exquisito que no me explico cómo no incrementa el número de integrantes de la coalición que lidera el Trío de las Azores; al fin y al cabo, el mundo está lleno de gobiernos que estarían encantados de seguir los pasos de Bush en esta innovadora fórmula de colocar a los ‘malos’ fuera del Estado de Derecho.
En Guantánamo, no hay convenio de Ginebra sobre prisioneros de guerra que valga, como ya explicaron quienes se apoyan en el carácter ‘posmoderno’ de esta guerra contra el terrorismo, que no atiende a formalidades ni a límites geográficos, para explicarlo todo. Bush ha emprendido el camino imperial de promover un orden democrático en el planeta, y todavía hay quien no sabe agradecer sus esfuerzos: actualmente está tan atareado con la Operación Humanitaria en Irak que no da abasto. Si todavía no ha resuelto el «error mayúsculo» (Ana Palacio dixit) de los prisioneros de Guantánamo, es porque no tiene tiempo para andar democratizando al mismo tiempo ese gran país -con tantos pozos de petróleo- que es Irak y esa pequeña base en la isla de Cuba. Y entre lo uno y lo otro, a ver qué va a elegir.
Mientras tanto, ese rollo de las garantías jurídicas de los prisioneros de cuarenta nacionalidades diferentes queda muy bien en los editoriales de la prensa internacional. No se podrán quejar: la tendencia innata de los editorialistas a ponerse del lado de los terroristas queda resguardada con esta excusa de Guantánamo. Qué exagerados, la verdad. Todos sabemos que, si fuera por Bush, no caerían en esa contradicción de luchar contra el terrorismo en nombre de la libertad y a la vez pisotear los principios democráticos con los combatientes de Afganistán. El problema es que todavía no le han enseñado al Presidente en el mapa por dónde cae Guantánamo: él oye que están en el limbo (jurídico) y se cree que los ha mandado ya a la otra vida, como a los de la silla eléctrica.
Al fin y al cabo, si estamos en la creación de ese Nuevo Orden Mundial que nos propusieron en las Azores, la democracia y el Estado de Derecho llegarán hasta el último rincón del planeta tarde o temprano. Sólo es cuestión de esperar, y considerar que Guantánamo es un pequeño daño colateral, puesto que minucias como esa de la presunción de inocencia no deben obstaculizar el buen fin de las Acciones Humanitarias.
[Un interesante reportaje: «Guantánamo: Bienvenidos al infierno donde no hay derechos», del periodista de The Guardian James Meek]
En la carretera: demasiados
Son demasiados. La vida se puede perder en muchas de las actividades cotidianas y después lamentar lo absurdo de las muertes que reflejan las estadísticas. Habrá quién muera estas navidades, por ejemplo, cortando jamón; y es que hay gente que nunca aprenderá a hacerlo sin riesgo de cortarse gravemente. Pero hay otras tantas muertes que no sirven ni para hacer chistes. En la carretera, en desplazamientos cotidianos o extraordinarios, mueren muchas personas, demasiadas. Ya ni siquiera es algo excepcional, como la gente que perdería la vida hace décadas cuando estos locos cacharros empezaron a adquirir velocidad por las muy deficientes carreteras de entonces. Ahora: en una autopista, con coches equipados con avanzadísimas medidas de seguridad, por una imprudencia, miles de personas la palman sobre el asfalto. Como si fuera lo más normal del mundo.
Y son demasiados no sólo porque las cifras de muertos, de heridos, de siniestros de distinta consideración tengan una magnitud cuasi bélica cuando resuenan en los titulares de los telediarios. Son demasiados, además, porque hemos sobrepasado el límite de lo tolerable y, por contra, seguimos considerando que las muertes en accidentes de tráfico son un compañero de viaje natural de la vida moderna. Ahora tras el puente nos darán el número de fallecidos en la red viaria española, que será mayor de 50 según el adelanto comunicado ayer, y momentáneamente nos escandalizaremos por el coste inasumible de tantas vidas. Poco después dejaremos pasar la oportunidad de pararnos a pensar cuáles son las causas de este desastre colectivo. Las difíciles soluciones ni siquiera se tomarán en serio si no se va más allá del lamento tras el recuento de víctimas.
El esfuerzo que merecería atajar estos riesgos inútiles a los que nos hemos acostumbrado termina esfumándose tras la expresión de buenos deseos. Antes de que se extienda la idea de la necesaria precaución y la conciencia cívica en la carretera, ¡paf! llega otro fin de semana y a contar el lunes cuántos fueron esta vez los afortunados por la macabra lotería del riesgo al volante. Da igual el número: serán demasiados.
Bush y las buenas intenciones
Los dirigentes políticos no pueden sobrevivir sin un discurso que apele al bien común. Cualquier intervencionismo estatal ha de tener una serie de beneficios potenciales para que sea aceptado de una manera racional, y no como designio derivado del despotismo ilustrado del líder de turno. Si los efectos beneficiosos para el interés general no llegan finalmente, siempre se podrá argüir que las circunstancias fallaron, salvaguardando al menos las buenas intenciones del gobernante. Esto nos lleva a que la relación entre el discurso y la acción de los políticos se evalúa en función de los resultados. Si éstos son desastrosos, es porque algo fue mal. Pero no sería necesario indagar en dos aspectos: a) ¿era adecuado el camino que se eligió para afrontar el problema?, y b) ¿era sincera la búsqueda del bien común, o mera fachada para otros intereses?
Desde un punto de vista utilitarista, bastante extendido, no se podría criticar una política hasta que no es llevada a la práctica. Cuando vemos los resultados (por ejemplo, caos en Irak) es cuando podemos señalar los errores que se han podido cometer, pero la política (intervención mediante guerra preventiva) no es puesta en cuestión. ¿Y si hubiera salido todo como contaban los apologetas de la liberación del pueblo iraquí? Reconocer que hay cosas que han ido mal, no se habían previsto, o que la planificación ha sido desacertada, como ha hecho nuestro Ánsar, es simplemente constatar lo ocurrido tras aplicar la decisión política que se tomó. Siempre es posible echarle la culpa a los elementos, como hizo Felipe II. Sin embargo, la discrepancia sólo es posible si se admite que la decisión inicial puede ser el origen del error, y no los resultados. Se diga lo que se diga, ahora se vive el conflicto tras la ocupación de Irak como consecuencia de la elección de un camino desastroso para llevar adelante la ‘lucha contra el terrorismo’.
Esto parece muy elemental, pero en ocasiones da la sensación de que la política sólo puede ser juzgada por los hechos, obviando la anticipación de escenarios y el recorrido que nos separa del objetivo final. Los atajos, siempre son rechazables. La previsión de que actuando se va a ocasionar mayores problemas que quedándose quieto, siempre hay que tenerla en cuenta. Y, en definitiva, quien crea que para conducir a toda la sociedad hacia una meta justa, llámese ésta seguridad o lo que sea, sólo es posible tomar un camino, es que está muy equivocado.
En Irak se ha fallado en la planificación, de manera evidente, por la actual deriva de la situación: la posguerra no es tal, sino una guerra de guerrillas contra el ejército ocupante que se complica en la medida en que los actos que podrían ser considerados ‘terrorismo’ son vistos como ‘resistencia’ popular a una agresión que suma, a su ilegalidad inicial, la ilegítima actividad estabilizadora del país. Lo que no podemos olvidar es que los errores en la actual ‘pacificación’ nacen de la guerra emprendida en las Azores. Considerando, por tanto, que la operación militar en Irak era un completo despropósito desde que se plasmó en papel, mucho antes de que se lanzara la primera bomba sobre Bagdad, lo que habría que plantearse es si los motivos que la impulsaron son aceptables o no.
Ocurre que las intenciones, posiblemente, no deberían ser juzgadas en política. ¿Podría una motivación altruista justificar una actuación desastrosa? Si lo que se intenta es alcanzar un bien incuestionable -defender a un país de un ataque, por ejemplo-, está claro que se podrían incluir muchos aspectos inaceptables de la acción de los gobiernos -incluso la declaración de una guerra- en la nómina de decisiones acertadas por estar tomadas en pos de una buena causa. Pero también es evidente que, sea o no adecuada y/o justificable una determinada operación, es lógico preguntarse si el empecinamiento en seguir una determinada dirección lleva aparejado algún tipo de interés oculto.
Esto implica que la respuesta a la cuestión a) es la base de la discrepancia política. Y la respuesta a b) el punto de arranque de cualquier análisis que se precie. Recapitulando: la guerra de Irak es un gran error, forma parte de una política funesta y ¿acaso no responde a algo distinto de la lucha contra el terrorismo? Este último aspecto es argumento habitual para desconfiar, con razón, de la política exterior de EEUU en los últimos tiempos. Pero es más corriente fuera que dentro de ese país. Aunque algo me dice que el iluminado Bush y su tropa de fanáticos estrategas ‘neocons’ pueden estar consiguiendo que los estadounidenses vean intereses con los que no se identifican debajo de las capas de patriotismo y propaganda de la política diseñada en el Pentágono.
Los motivos oficiales no pueden ser mejores: se está en Irak para promocionar y extender la libertad en el mundo. Esto significa que derrocar a Saddam Hussein estaría entre las prioridades, aunque la memoria nos recuerde que la primera razón que se dio fue la de la seguridad nacional de EEUU y, por extensión, la de los países afines. Los intereses estadounidenses, materializados en la destrucción de unas armas iraquíes que no aparecen y que amenazaban la seguridad de la superpotencia, eran lo primordial hasta que las circunstancias han llevado a un cambio de discurso casi radical. Ahora lo que se defiende es la intervención en Irak como forma de promover la democracia en Oriente Medio. Un discurso de George Bush de hace un mes acredita que lo que últimamente se viene argumentando es justamente lo contrario de lo defendido en la campaña electoral, que no era sino un repliegue del papel de EEUU en el mundo, reduciendo las operaciones humanitarias exteriores y limitando la acción exterior a la protección de los intereses nacionales:
«Nuestro compromiso con la democracia se pone a prueba en el Medio Oriente, que es mi foco de atención actual, y debe ser el foco de atención de la política estadounidense durante los decenios venideros. (…) Proteger la democracia en Iraq es la labor de muchas manos. Las fuerzas estadounidense y de la coalición están sacrificándose por la paz de Iraq y por la seguridad de las naciones libres. (…) Vale la pena luchar por la libertad, morir por ella y defenderla. La promoción de la libertad lleva a la paz».
Bush desempolva esta idea de la defensa de los valores que inspiran la democracia americana para vender su intervencionismo exterior. Todos podríamos creerlo, y siempre será mejor que apele a objetivos compartidos por la mayoría, como la extensión de la democracia o el mantenimiento de la paz, que diga en sus discursos cuáles son los intereses estadounidenses que están en juego en cada paso que da Washington en el exterior. Pero la batalla de la credibilidad la tiene perdida de antemano, puesto que los prejuicios que albergaríamos muchos acerca de las oscuras motivaciones económicas de las guerras emprendidas por EEUU se corresponden con la realidad de este belicismo guiado por la expansión de su influencia en Oriente Medio. La moral de las buenas intenciones palidece ante circunstancias tan extremas como las que hemos vivido en Irak: estrategia desastrosa más oposición abrumadora de la opinión pública. Internamente, en la población estadounidense, como decía antes, es normal que algo empiece a moverse. Porque la realidad -guerra inacabable- se está separando mucho, demasiado, de los valores que se invocan -llevar la democracia a los iraquíes.
EEUU es una nación que puede olvidarse de sus intereses para defender los valores en los que cree: no hay por qué negar esto, no vaya a ser que alguien pretenda volver a recordar la Segunda Guerra Mundial y lo desagradecidos que somos los europeos con nuestro antiamericanismo. Sin embargo, la política de intereses parece casi la única factible en estos momentos. Irak no es más que una nueva escala de la búsqueda del mayor expansionismo en la que está embarcada la Administración Bush. Los discursos legitimatorios, que repiten las palabras ‘seguridad’, ‘democracia’ y ‘libertad’ hasta la saciedad, no parecen sino un puro esperpento comparados con la realidad.
Algo pasa en Ciudad Juárez
Mirando la última actualización de la revista Almacén, me encuentro con un interesante artículo que aparece enlazado en el recuadro de ‘últimos comentarios añadidos’. Esto quiere decir que, aunque se publicó en julio de 2002, aún hoy se siguen incluyendo nuevos comentarios de los lectores. Este debate, vivo durante más de un año, trata de los asesinatos de mujeres en el norte de México. Y nace del artículo de Vicky Peláez titulado «Señoritas desaparecidas en Ciudad Juárez». De éste he seleccionado el siguiente párrafo:
«En Ciudad Juárez, donde operan unas 500 maquiladoras con unos 300 mil trabajadores -el 70 por ciento mujeres- divididas en 10 parques industriales, de los cuales algunos, sobre todo los de reciente creación, están alejados de las colonias enclavadas en el desierto, donde habitan las obreras que deben transitar de noche a la vuelta de sus turnos nocturnos. Junto con el crecimiento de las maquiladoras, en Ciudad Juárez creció también el fenómeno del narcotráfico, el crimen organizado y las pandillas. Esto propició el incremento del uso de drogas, armas de fuego e inseguridad creciente para los habitantes de la ciudad. Desde 1994, casi a diario se ha venido denunciando la desaparición de muchachas. Desde esa fecha también, en una zona desértica a las afueras de la ciudad, llamada Lote Bravo comenzaron a aparecer los cadáveres que tenían las manos amarradas hacia atrás, presentaban signos de torturas terribles, violación, mutilación. Todas ellas tenían como característica común ser muy jóvenes, pobres, obreras de maquiladoras y la gran mayoría tenía los cabellos largos».
Este caso de violencia contra la mujer lleva al extremo la crueldad y el terror inducido por la inferioridad con que se trata a las víctimas, incluso antes de serlo. Son horrendos los crímenes que conocemos en España cotidianamente; este año se ha superado ya el número de casos de 2002 de mujeres muertas o que han denunciado maltratos. Pero al ampliar la perspectiva con que contemplamos este problema, nos podemos encontrar con algo peor: la descomposición social conlleva que inexplicables crímenes en serie queden sepultados por el mutismo de las autoridades y la indiferencia general.
Se está intentando que esta violencia descontrolada tenga eco internacional, posiblemente requisito indispensable para que los responsables de recomponer la seguridad se tomen en serio la intimidación diaria en que viven muchas mujeres de Ciudad Juárez. No hace mucho Sergio Ramírez escribía que este drama puede llegar a pasar desapercibido para el resto de la población, porque se trata de «victimas sin rostro, en una ciudad donde sobran los delitos de todo tipo».