Septiembre, las lluvias y… ¡Rajoy!
Septiembre no es un mes cualquiera. Una vez consumado el ritual de la operación ‘retonno’ y el atasco de rigor, todo quisque vuelve a la odiada cotidianeidad. Hay gente rara que se toma vacaciones ahora, pero no es menos cierto que desde pequeños estamos acostumbrados a una simbología muy concreta: septiembre ya no es propiamente un mes veraniego, sino el momento de la vuelta al cole y el inicio de un nuevo curso. Aunque pasen los años que nos separan de la edad escolar, este mes que empieza es, ante todo, la apertura de un nuevo ciclo.
Y para que no se nos atragante el regreso a la monotonía, para evitar caer en la tan llevada y traída depresión posvacacional, esta sociedad de lo efímero pone a nuestra disposición pequeños placeres: vuelve la liga, otra vez fútbol los domingos; los coleccionables inundan los quioscos, a ver quién es el listo que completa esa colección tan propia de los tiempos que corren de cascos históricos, ¿vendrá el del ‘guerrero’ Bush?; y los medios de comunicación reincorporan a sus presentadores o locutores ‘estrella’, los fans de la tertulia de Maria Teresa Campos no se pueden quejar, empieza el lunes.
En septiembre, además, en determinados lugares el clima proporciona las primeras lluvias del otoño tras varios meses secos. A los que estamos acostumbrados a la luz estival e incluso al calor, esta circunstancia nos deprime un poco. Pero, este año, nuestros queridos políticos no nos quieren dejar ni un minuto de aburrimiento que nos haga caer en estados depresivos, y ya nos amenazan con una temporada cargada de campañas, elecciones y fuegos de artificio. El elemento ‘sorpresa’, por encima de todo, es el más apreciado por los tertulianos de toda condición, así que Aznar no ha querido que el Gran Enigma que viene rodeando el futuro del PP se mantenga por más tiempo.
Se ha adelantado el calendario de la sucesión, y de qué manera. En fin de semana ha llegado la filtración, creemos a estas alturas que fiable, del nombre del sucesor que ha elegido Aznar para sí mismo, en la mejor tradición caudillista. Dicen los medios enterados que será Mariano Rajoy, un gallego un tanto gris que se coloca ahora, en el mes de las lluvias, en la línea de salida hacia La Moncloa a poco más de medio año para las elecciones. Quizás todo case: candidato a presidente poco carismático, casi otoñal, cuya mayor heroicidad fue visitar las manchas de chapapote enfundado en una gabardina…
No es por querer forzar demasiado el tópico y la imagen literaria de la estación climática que se nos avecina, pero la verdad es que cualquier esperanza que tuviéramos en ver un duelo entre Zapatero y un candidato arquetípico del PP, como Rato o Mayor Oreja, se han esfumado. Éstos últimos representaban esas dos ideas fuerza del aznarismo: la economía va bien y la unidad de España. Pero Rajoy es un personaje anodino, y muy gallego en aquella cosa de no saberse muy bien si sube o si baja cuando te lo encuentras en una escalera.
¿Será Rajoy ese sucesor insustancial por el que finalmente ha tenido que decantarse Aznar en el ‘dedazo’ para no enfadar a un sector u otro del partido?
Prohibiciones y políticos lenguaraces
En Canadá no se puede sonreír. Concretamente, en las fotos de los pasaportes. En cualquier otra circunstancia, la sonrisa va por cuenta del afectado, y el gobierno no se mete a regularlo. Pero en las fotos de documentos oficiales, según ha establecido el ministerio de Exteriores, «se tiene que mantener una expresión neutra, es decir no pueden reír ni fruncir el ceño». No he pulsado la opinión de los canadienses, sin embargo, esta disposición que prohíbe la sonrisa les debe de haber llevado directamente a la carcajada, tal que si el gobierno se hubiera decidido a regular cuál es la forma correcta de sonarse la nariz. ¿Imaginan un medidor de decibelios para algunos de nuestros congéneres durante ese momento tan higiénico?
La gracia de la noticia es que la norma que regula cómo deben ser las fotos de los pasaportes iba a ser comunicada justamente el día del apagón que afectó a la costa este de Norteamérica. En consecuencia, aún no ha sido puesta en marcha. No estaría mal que, al menos, uno de cada diez ocurrencias de los políticos sufriera los efectos de un apagón. Que, aunque sea por azar, más de una normativa absurda se quedara en el cajón de un ministerio y nunca se llevara a la práctica. Los apagones podrían ser buenos aliados contra los excesos de los burócratas.
Sin embargo, hay otros apagones selectivos que agradeceríamos con más entusiasmo si cabe. Ya ocurre, cuando una noticia deportiva o de sucesos copa minutos del telediario. Son las declaraciones de los políticos: ese torrente de frases pretendidamente ingeniosas para contentar a la afición. En la prensa o en la radio podría funcionar un mecanismo que detecte a priori el tamaño de la insensatez que acaba de soltar el político de turno, de tal manera que funcione una especie de censura al azar que nos libere de escuchar, por lo menos, una cuarta parte de los excesos verbales.
Más que nada serviría para que no se llegara nunca al límite de la saturación. Ese en el que no hay quién no termine preguntándose qué clase de gente tenemos al frente de las instituciones y a qué gilipolleces dedican su tiempo. Por qué tenemos, en definitiva, que contemplar cruces de declaraciones infantiles en las que unos y otros se esfuerzan en la descalificación global del adversario y se olvidan de lo que es, en realidad, gobernar y hacer oposición. Ojalá algún que otro apagón nos librara de aguantar el cabreo crónico de cierto líder galáctico al inicio de todos los informativos.
Flash Mob o cómo hacer el ganso
Es la última moda surgida de las posibilidades que proporciona internet: el día en que dejen de ocurrírseles a alguien inventos como este para hacer de cada fenómeno social un ‘nuevo fenómeno de la era tecnológica’, algo fallará. A partir de esa idea, la de hacer concentraciones callejeras con el e-mail o una web como medio de comunicación (véase www.flashmob.info) entre los participantes, nace el «flash mob». Primero en Nueva York, y durante el último mes extendido por ciudades europeas y de todo el mundo.
Ya no debe quedar mucha gente que no haya oído hablar de los «mob» (o de las muchedumbres espontáneas). He aquí una definición: «Se basa en reunir a cientos de voluntarios que no se conocen entre sí en un lugar determinado para seguir las instrucciones que manda el organizador. La reunión no puede durar más de unos minutos, por eso es «flash», «instantánea», y al final los voluntarios deben dispersarse».
Como moda que es, no sabemos si el recorrido que tendrá será tan corto como la capacidad de no aburrirse de quienes buscan en el «flash mob» una fuente de novedad y originalidad. Interactuar hasta tal punto que la conexión entre personas anónimas en internet se traslade a la calle puede ser muy interesante, pero da la impresión de que este fenómeno basado en la representación del absurdo deberá dotarse de algún contenido (artístico, político, social) si quiere dejar una huella más profunda que la de la moda pasajera.
Para informarse y empaparse de todo lo que se ha escrito en las últimas semanas sobre el «mob»:
Bromas planetarias del «mob» (Diario ABC)
‘Flash Mob’, sin sentido ni motivo (Miami Herald)
¿Quiere ser parte de la Flash Mob? (Deutsche Welle)
Mob o como convocar multitudes para actos surrealistas gracias a Internet (Diario Red)
Récords de atletismo: año cero
Estaba escuchando comentar en la radio una noticia que me resultó tan sorprendente, al no haber oído antes hablar de tal propuesta, que pensé podría ser consecuencia de los malos entendidos -posibles y probables- que se producen entre lo que sale por una nota de prensa y lo comentado por un tertuliano, pasando antes por el teletipo y por las manos de un becario agosteño. Pero no: es cierta. Resulta que las federaciones de atletismo de los países nórdicos proponen que se anulen todos los récords mundiales anteriores al año 2000. La razón: varios habrían sido batidos gracias a productos dopantes.
Borrón y cuenta nueva, vamos. Es curioso que esa idea de cerrar un periodo culminante de la historia para abrir una nueva era denota un cierto descreimiento en lo que llamamos progreso. Se da cuando alguien decreta que todo lo escrito en el siglo XX está bien pero que los mayores logros de la literatura han salido de la pluma de autores que llevan muertos doscientos años. O en el caso de quienes establecen que las mayores obras maestras de la historia de la música son todas anteriores a 1850… después, todo se ha echado a perder, y así en cualquier ámbito.
Sin embargo, la cosa del atletismo no va por ahí. El progreso ético, moral o estético de la humanidad, no sé si es indudable que se produce a lo largo de los años. Pero desde luego el progreso físico y deportivo es innegable. El problema aparece con el dopaje, según dicen muchos, más que probado de bastantes atletas de la élite de determinados países durante las décadas de los 80 y 90. «Hasta las cejas», remarca alguno por ahí. De tal manera que una gran cantidad de los récords aún vigentes se vuelven marcas casi imbatibles por los actuales deportistas, mucho más controlados.
La gran carga de profundidad de esta propuesta de anular los récords -que difícilmente saldrá adelante, puesto que hay federaciones importantes a las que perjudicaría notablemente- reside en el cuestionamiento de todas las competiciones atléticas de élite, que aparecerían tras una sombra de sospecha. Hay récords que es posible anular si se demuestra el uso de sustancias dopantes: si se sigue por ese camino, uno a uno podrían ir saliendo a la luz muchos casos. Pero la depuración general de todos los récords suena apocalíptica, como si fuera tan urgente refundar la verdadera y sana competición en el deporte. A partir del año cero de la era sin dopaje.
No creo que pasar página a los récords del siglo XX sea la solución para el atletismo. Comentaba un articulista en el AS: «Desde el momento en que todavía existen productos indetectables para los laboratorios antidoping, también hay motivos para recelar de los récords establecidos en el siglo XXI». Es como si jugáramos al trivial y decidiéramos, tras descubrir que alguien hace trampa, reiniciar la partida con el convencimiento de que ya no volverá a pasar. Aunque se repitiera la escena un millón de veces, Eva seguiría cogiendo la manzana.
Lo más lógico en este caso es pensar que no tenemos remedio: la perfección humana es una contradicción en los términos. Pero al mismo tiempo se puede confiar en lo contrario… justamente en que hay un progreso natural que nos hace superarnos cada vez. De forma que tarde o temprano casi cualquier récord de los años fuertes del dopaje podrá ser batido por un deportista limpio, al menos, de cualquier sustancia detectable por la técnica antidoping. Porque esa es otra… ¿la tecnología detecta-dopaje también va en continuo progreso?
Un anuncio rural pero poco idílico
Me llamó la atención desde el primer momento en que se me coló en una pausa publicitaria: un anuncio satírico sobre la vida en el campo, tan alejado del paraíso rural que en ocasiones se nos trata de vender. El spot en cuestión, cierto es, contiene bastante mala leche. Para contar que los productos de Bocatta son lo mejor del campo, recurren a la burla -con canción paródica incluida- de todos los inconvenientes del trabajo agrícola: el «aroma a estiércol», los «sabañones y callos», los «animales traicioneros»… Y para acompañar la letra de la canción, imágenes de agricultores poco agraciados que persiguen gallinas por el corral o se dejan los riñones cavando a pleno sol.
La publicidad siempre es controvertida, aunque en ocasiones la posible queja de algún que otro sector de la sociedad tiene motivos fundados. No podemos pretender que todos los anuncios sean ejemplos perfectos de corrección política, pero es razonable que cuando alguno de esos anuncios que se repiten innumerables veces al día en TV atente contra la dignidad o los derechos de cualquier persona o grupo social se exprese la protesta ante tal trato denigratorio. Cuanto menos, una denuncia pública del mal gusto puede servir para que la empresa anunciante recapacite y se esmere en no transmitir junto a su imagen una idea discriminatoria o de desprecio hacia determinado colectivo.
No estoy seguro de si el anuncio de Bocatta es finalmente un error de planteamiento de los creativos, que a lo mejor no querían mostrar a los ancianos agricultores del anuncio como objetos de burla, sino sólo enseñar la parte incómoda del trabajo en el campo. Pero lo cierto es que ya el sábado leí en ABC a Juan Manuel de Prada en un artículo («Un spot vomitivo») en el que afirmaba: «…la presunta intención paródica de este anuncio palidece ante su tono señoritingo, en el que subyace un menosprecio de ciertas formas de vida que aquí se presentan como subalternas y primitivas y, en definitiva, sólo soportables por gente cerril y fracasada, emparentada con las bestias de carga».
Y ayer nos sorprendíamos con que, al igual que asociaciones que parece que sólo dedican su tiempo a vigilar la publicidad machista o violenta, un sindicato agrario se ha preocupado por quejarse ante el anuncio que pone por los suelos a los agricultores y su digno trabajo: «La Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) de Valencia ha emprendido acciones legales contra la empresa propietaria de la cadena de comida rápida Bocatta para que retire su último anuncio publicitario «en el que se desprestigia la actividad agraria».»
Al final me queda siempre la misma duda: dónde termina la libre expresión y empieza la publicidad ilícita. Porque podemos estar de acuerdo en lo perverso de la idea publicitaria en cuestión, pero no me agrada ver cómo cada vez que un anuncio se envuelve de polémica los afectados por la imagen que éste transmite apelan sin más a la censura. Prohibición, y no hay más que hablar.