Cómo hemos cambiado (II): del fúrgol al furgolín

Cuando comenzamos esta apoteósica serie remember, la semana pasada, algunos lectores me hicieron notar mi imperdonable olvido de no incluir referencia alguna a los futbolines en el post sobre los recreativos. En efecto, así fue, pero no a causa de un olvido que en efecto habría sido imperdonable, sino por la clara constatación de que la importancia del futbolín en la formación del espíritu es tal que merecía, sin duda, capítulo aparte.

En mi caso, comencé a aficionarme a los futbolines a principios de los años ochenta, aquellos maravillosos años; el 23 – F, la reconversión industrial, la entrada en la OTAN, la Guerra de las Galaxias. ¡Qué tiempos! Lamentablemente, en aquella época aún no existía Beckham como el fenómeno futbolístico – mediático – textil que es ahora y aún más, el Madrid no ganaba apenas Ligas y la Selección Española era incluso buena. Si a ello unimos que, además, los campeones de la Liga solían ser malvados equipos vascos, pueden Ustedes figurarse lo mal que lo pasó España en el plano sentimental – futbolístico.

Algo había que hacer para garantizar la estabilidad del Estado, y nada mejor que acercarse a nuestro viejo amigo el futbolín, que ya había alegrado cientos y cientos de veladas de nuestros padres, modernizándolos, embruteciéndolos y alejándolos de las funestas clases de Formación del Espíritu Nacional, pues ¿acaso existe mejor Formación del Espíritu Nacional que la cosechada merced a las partidas de futbolín?

Es preciso destacar, cuando hablamos de un mundo tan complejo como el de los futbolines, que los había, fundamentalmente, de dos tipos: de gomas y de palos. Dejando aparte la indudable carga erótica de estas denominaciones de origen, los primeros eran exclusivos del hogar, y los segundos más bien propios de los salones recreativos y bares, dado su mayor precio.

En los futbolines de gomas primaba la técnica, pues se trataba de doblar al jugador adecuadamente a fin de que el pase llegara a buen puerto. Yo solía jugar campeonatos enteros con mi padre, campeonatos que él siempre ganaba pues en plan, nunca mejor dicho, paternalista me dejaba llevar al equipo con más jugadores (no me pregunten cómo es posible que un futbolín tuviera distinto número de jugadores en ambos equipos, pero así era) pero, he aquí la trampa, en peor estado, es decir, que era complicado darle fuerte con mis jugadores pues a poco que te descuidaras la goma no resistía más y el jugador saltaba por los aires (a este paso voy a cobrar por entrar aquí, esto parece una web porno), mientras los de mi padre soltaban unas yoyah que no veas, en particular uno apodado «pies» que consistía justamente en eso, unos pies sin jugador encima que por las razones que fuera, imagino que relacionadas con las leyes de la Física, soltaba unas yoyah aún más «que no veas» que los demás.

Llevado de la frustración de perder siempre los campeonatos con mi padre (a causa, como espero haber dejado claro, del insuperable desequilibrio estructural entre ambos equipos), me arrojé en brazos de los otros futbolines, los de palos, y con los años logré sublimar mi frustración por la más acreditada vía estipulada en los manuales de psicología; soltando unas yoyah que no veas.

Porque si en los futbolines de gomas siempre fue vital la calidad y la precisión en el pase, en los futbolines de palos, digan lo que digan, a la hora de la verdad lo más importante era la fuerza. Aunque siempre te encontrabas a los típicos entusiastas de la técnica que se dedicaban a hacer pasecitos de la media a la delantera, o a coger la pelota con el jugador, sujetarla e imprimirle un efecto «superespecial», créanme, todo esto eran mariconadas. Cuando llegabas a cierto nivel (el mío, auténticamente un jugador de dibujos animados), todos conocíamos estos truquitos y los solventábamos sin problemas, así que lo único que podía hacerse para sorprender al rival era darle muy fuerte, cada vez más fuerte, tan fuerte que no pudiera atisbar por dónde pasaría la bola. Esta política, además de ejercitar los músculos y aumentar la masculinidad del que la practicaba por razones obvias, tenía la ventaja de que, al no basarse en trucos sino en pura fuerza, era igualmente eficaz con los amigos y con los desconocidos, algo particularmente vital en las partidas «a bolas» (al futbolín, como Ustedes sabrán, es posible jugar a partidas completas o a bolas, la primera opción es más propia de los millonarios capaces de costearse partidas enteras, así que normalmente optábamos por la segunda), que eran las que solían darse en los recreos y en el tiempo que todos tomábamos prestado de las clases (en mi época habían desaparecido ya las clases de Formación del Espíritu Nacional, pero seguía resultando mucho más rentable dedicar el tiempo de clase al futbolín que a los absurdos manuales de Anaya con que nos regalaban los oídos nuestros profesores, ya saben, aquello de atribuirle a cualquier autor literario, por ejemplo Góngora, un «estilo claro y sencillo»).

Había varios tipos de futbolín, aunque básicamente dos grandes modelos, cuya diferencia se reducía a tener dos jugadores en la defensa y cinco en la delantera o tres en la defensa y cuatro en la delantera (en la media siempre había tres); particularmente, a mi siempre me gustó más el segundo modelo, por aquello de soltar más yoyah desde la defensa y porque cualquier aficionado al auténtico fútbol preferiría acumular detrás tantos jugadores como fuera posible. Normalmente, en ambos modelos existían las mismas reglas, y las mismas prohibiciones: no se podía pasar con la delantera, a veces no se podía parar la pelota con los delanteros y luego chutar -o, en plan lenguaje para iniciados, «hacer jugada»-, y a veces los goles con el portero valían doble. Por encima de todas estas sobresalían dos prohibiciones que yo, particularmente, nunca alcancé a entender:

– «Rular»: estaba prohibido darle a la bola rulando, es decir, haciendo girar sin control al jugador sobre sí mismo, pues se suponía que la descomunal fuerza del chut que provocaba rular desvirtuaba la competición. Sin embargo, cualquier jugador habitual de futbolín sabe que a la hora de la verdad rular era algo que sólo utilizaban los jovencitos imberbes que no sabían jugar, y que las yoyah imprimidas al balón con los chuts convencionales son mucho más eficaces, pues llevan más fuerza y están mejor dirigidas.

– «Mosca»: En algunos futbolines era posible doblar el mando del portero lo suficiente como para elevar el balón, momento en el cual los jugadores de ambos equipos podían darle al balón con la mano. Se suponía que la «mosca» estaba prohibida por su terrible peligrosidad, pero créanme, aquello, más allá de su exotismo, no iba a ninguna parte. Normalmente la «mosca» no servía para nada, a lo sumo para que el defensa se metiera un gol en propia puerta intentando hacer «mosca» o para que fuera el otro equipo el que marcase el gol dándole con la mano (ambos resultados, como pueden figurarse, particularmente trágicos para el incauto que intentaba hacer «mosca» en las partidas «a bolas»). Yo siempre preferí soltarle una buena yoyah a la bola antes que perderme en este tipo de mariconadas, que si tenían caché se debía únicamente a su glamour y su adecuación a lo que uno espera de los más acreditados antros plagados de delincuentes juveniles.

El futbolín, a diferencia de los recreativos, goza de buena salud, pues los arcanos de su funcionamiento no dependen de la informática sino de la mecánica y, sobre todo, de la ilusión de alcanzar la victoria. Con la desaparición de los recreativos los futbolines no hicieron lo propio, sino que, simplemente, se reubicaron en bares y pubs de todo el orbe. Y aún hoy, cuando entro con amigos en cualquiera de estos lugares dotados de futbolín, echamos una mirada perversa al rincón en el que se encuentra el futbolín, sabedores de que, tarde o temprano, echaremos una partidita, símbolo de nuestra cultura y de todo aquello que nos convierte en humanos.



8 comentarios en Cómo hemos cambiado (II): del fúrgol al furgolín
  1. La potencia sin control no sirve de nada, que reza el anuncio de vulcanizados. Las yoyah son inherentes al futobolín, pero cuando está permitido hacer jugada, entra en juego el virtuosismo.

    Confieso que no tengo ni idea de la delantera, por eso esos menesteres se los dejo al compañero, y yo me coloco debajo de los palos, en la eterna táctica del patapum p’arriba. Hablo en presente, porque todavía sigo jugando los sábados, después de ejercer el derecho a la auto-destrucción´, propio de la juventuz endrogadiza y melenuda, echamos unas cuantas partidas. Es reseñable como la variante etílica del juego cobra una mayor diversión. En una de estas actuaciones perdimos, atención, contra dos mujeres! Imperdonable. Fuimos expulsados al instante del sindicato de la distensión de muñeca.

    El rular se prohibía no por la fuerza que se imprimía, sino porque, al rular con los delanteros, si la defensa intentaba sacarla, y en este intento la bola tropezaba con un delantero rotatorio, era automáticamente gol. Por favor, el futbolín es el pasatiempo de machotes, no de mariquitas ruladores.

    Además, se nota una concepción clementista del jurgol (buscar la táctica del murciélago, todo el equipo colgado del larguero) frente a una concepción valdano-cruyffista con dos aguerridos defensas, que tapan casi todos los huecos, y que son suficientes para endiñar yoyah a lo grande.

    Comentario escrito por Anónimo — 24 de septiembre de 2003 a las 1:31 pm

  2. Es cierto, lo de rular era sobre todo por eso, también estaba prohibida una versión «light» llamada «remache», que consistía en mover todo el rato la delantera alante y atrás para rechazar los chuts del defensa y meter gol (sin embargo, sí estaba permitido hacerlo contra el portero).

    Nadie dice que la potencia sea descontrolada, sólo que es lo básico. A más potencia, más dificultades para el rival, que tampoco puede cubrir huecos porque no sabe por dónde le va a venir la yoyah.

    Confieso que cuando jugaba con jugada yo también caí en el virtuosismo de hacer cosillas con el delantero, pero era por una buena causa (o eso o nos echaban y a esperar, en las partidas «a bolas»). Y, por supuesto, también sigo jugando, en los Pirineos casi siempre y en Valencia cuando puedo; aún no he conseguido que esponsoricen mis partidos, pero estoy «trabajando en ello» :)

    Un cordial saludo

    Comentario escrito por Guillermo López — 24 de septiembre de 2003 a las 2:22 pm

  3. Aunque yo soy de la escuela valdanista-cruyffista del futbolín y prefiero los futbolines de dos defensas, me ha gustado mucho el artículo.

    Yo también sigo jugando de vez en cuando.

    Por cierto, unas cosas que quería comentar al respecto del tema de los futbolines.

    Nosotros, en la época del instituto, usábamos la parte final de una cinta métrica (que llamábamos «gancho») para que las partidas nos salieran gratis. Y eso que entonces sólo costaban un duro o dos.

    También jugábamos muchas veces en la modalidad «uno contra uno», modalidad que favorecía a los jugadores más yoyeros y que conllevaba un gran desgaste físico, al cambiar rápidamente de la defensa a la delantera.

    Y otra cosa: puedo presumir de ser el campeón (junto a mi primo) del campeonato de futbolín de mi pueblo (a mediados de los ochenta). Y eso que entre los participantes habían gentes llegadas de Madrid, Barcelona y Valencia.

    Comentario escrito por Pedro — 24 de septiembre de 2003 a las 3:25 pm

  4. Seguro que habláis de esos futbolines que tienen inclinación en sus correspondientes terrenos de juego y jugadores con auténticos pies. Servidor también ha vivido su época futbolinera, que se ajusta al pelo con la de Guillermo, salvo en el modelo de futbolín. El de estas tierras, Madrid, con un terreno de juego totalmente horizontal, un 1-2-5-3 de alineación, y un terreno de juego ligeramente más pequeño requiere de mucha más técnica. Además las reglas madrileñas requieren:

    Ni guarra, No se pueden meter goles con la media (la barra de 5).
    Ni hueco, no se pueden meter goles con el delantero más cercano al jugador, porque es un hecho comprobado que con 3 jugadores en la defensa son imparables

    La técnica, que no la fuerza, se convierte en fundamental, aunque nada tan divertido como la cuchara, para humillar al contrario como se merece.

    Hablando de humillar… nosotros no jugábamos por jugar, no. Nosotros jugábamos para hacer pasar por debajo de la mesa al contrincante. Con este sencillo objetivo cada equipo debía meter al menos un gol en cada portería para salvarse de tan simpática tradición. Este pequeño acicate mejoraba un montón la motivación de los contendientes, creedme.

    Salu2

    Comentario escrito por Didius — 24 de septiembre de 2003 a las 5:28 pm

  5. Cabe, asimismo, destacar la diferencia entre los futbolines («futbatas») existentes en la Españaza generalizada y en los dominios momentáneos de Pujol: éstos, amén del gradiente de inclinación en el terreno de juego, presentan un sistema de juego más clementista, un 3-3-4, y, atención, el elemento que hace vital el desarrollo del juego: figuritas de jugadores de metal perfectamente conformadas por dos (2) pies. Adiós al tosco taco de madera.

    Es por ello que, digamos, mi juego pierde muchos enteros cuando he de batirme el cobre con gente acostumbrada a los futbolines no adheridos al plan de normalización lingüística de Pujol, esto es, los «toscos». Esos, sin embargo, no fue óbice para que ganase un mini-torneo en Frankfurt hace un par de años en uno de estos futbatas. Y es que, a la hora de soltar «yoyas» con solera, de dislocar muñeca y de perforar la meta contraria, no tenemos rival en los teutones.

    Por cierto, aquí, en los «futbatas con jugadores bípedos» sí que está permitido, en un principio, hacer jugadas (esto es, pasarse la bola, no es cuestión tampoco de hacer jugadas de orfebrería tipo Zidane) en la delantera, así como arrastrar la bola y demás tonterías de nenas. Otro punto diferencial es a la hora de perder la partida «a cero». Aquí el equipo humillado suele invitar a una ronda al humillador.

    Comentario escrito por KR — 24 de septiembre de 2003 a las 6:01 pm

  6. Me están entrando unas ganas atroces de echar unas partidas, así que ataros los machos porque este finde voy a sacar a pasear a «la muñeca diabólica».
    Lanzo una reflexión al aire antes de irme a la cama:
    ¿Por qué el futbolín no es deporte olímpico, mientras mongolismos como el softball o pasatiempos como el pinpón sí que lo son? Porque España tendría el oro asegurado, y eso no les interesa.

    Comentario escrito por Ra — 24 de septiembre de 2003 a las 11:35 pm

  7. Una regla que creo que Guillermo no ha comentado y estaba muy extendida en la zona de Valencia:

    Se permitia el pase entre los distintos delanteros siempre y cuando pegara primero en la «pared». No me diran que no es el colmo del futbol «toque», escuela Menottista!

    Eso era. Por cierto, en Mislata (Valencia) de 12 recreativos con sus respectivos 2 0 3 futbolines hemos pasado a 2 recreativos con «cero» futbolines.

    Con estas estadisticas en normal que los chavales se dediquen a delinquir y caigan en la droga!

    Comentario escrito por Enrobor — 25 de septiembre de 2003 a las 11:20 am

  8. cvs pharmacy

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    Trackback escrito por cvs pharmacy — 11 de diciembre de 2005 a las 7:56 pm

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