En este país somos tan ingratos como cainitas. Nos resistimos a reconocer los méritos de los demás, sobre todo de personajes defenestrados. Por fortuna, fuera de nuestras fronteras las cosas no transcurren igual.

El otro día, el presidente de EEUU, Barack Obama, rompió a llorar como una nenaza. Emoción por haber terminado la que será su última campaña, dijeron los medios. Pero la verdad no es esa. La verdad es que Obama se acordó de su mejor amigo, su mentor intelectual, la persona que lo ha sido todo para él en política: el ex presidente español José Luis Rodríguez Zapatero. Los dos, Zapatero y Obama, fueron, a lo largo de tres años, una conjunción planetaria perfectamente engrasada.

Por eso, al finalizar una dura campaña, Obama recordó tantos proyectos en común. Recordó la Alianza de Civilizaciones. Recordó que en su momento no le hizo ni puto caso al proyecto, ocupado como estaba en ganarse a pulso un segundo Nobel de la Paz (“¿cómo? ¿que sólo pueden dártelo una vez?”) a base de bombardear a los terroristas. Recordó esas extrañas fotos góticas en la Casa Blanca, los Obama y los Zapatero en comandita. Recordó el lema de Zapatero en las Elecciones de 2008. “Por el pleno empleo”. “Motivos para creer”. Y lloró.

Dos días después, Barack Obama volvió a llorar. En verdad, el Presidente de EEUU es un llorón. ¡Normal que le dieran un Nobel para pusilánimes! Pero esta vez, las lágrimas eran de alegría. Lágrimas por la victoria. Lágrimas de esperanza, de “Four more years” para pagar todas sus deudas, que son muchas, a Zapatero. Para enmendar los problemillas que han empañado el legado del ex presidente y permitirle al de León que pueda dedicarse a sus columnas en Marca en defensa del ciclismo español con criterios antidopaje creativos. Lágrimas de felicidad. Lágrimas socialdemócratas de “voy a nacionalizarlo todo, comenzando por los drones, que ahora serán propiedad del pueblo americano para que pueda bombardear a gusto”.

¡Va por ti, José Luis! ¡Mira, mira, si hasta hago lo de la ceja!