La industria cultural y la piratería
La semana pasada vivimos el penúltimo espectáculo proporcionado por el Gobierno de Zapatero, con la participación especial de la ministra de Cultura. A la ministra y a sus asesores no se les ocurrió nada mejor que colar de rondón en la Ley de Economía Sostenible una disposición aberrante cuyo propósito venía a ser montar una miniSGAE en el Ministerio para usurpar las funciones del poder judicial.
Ese fue el primer error del Ministerio. El segundo, convocar aprisa y corriendo a algunos significados periodistas, creadores de contenidos y, resumiendo mucho, líderes de opinión en Internet. El error no reside en convocarles, sino en hacerlo tan tarde y en hacerlo para decirles “mireusté, es que esto lo vamos a hacer así, y punto”. Por último, y rizando el rizo, el Ministerio cometió su último error: decirles que estaba todo el pescado vendido, pero sin impedirles que ellos pudieran contarlo a través de Twitter, pudieran grabarlo y hacer fotos a tutiplén para dejar constancia del magno evento.
A partir de ahí se creó un estado de opinión de gran fuerza en Internet (expresado en el Manifiesto), que llevó al Gobierno a medio rectificar, a disimular como buenamente pudo y, en fin, a dejar a esta ministra al borde de la destitución (me juego un DVD original de cualquier película guionizada por la ministra a que ésta deja el ministerio en la próxima reestructuración efectista que haga Zapatero), y que puso sobre la mesa con claridad que, frente a los intereses expresados por las sociedades de gestión de derechos, algunos autores y la industria, no hay una cálifa de adolescentes descerebrados, sino un sector igualmente potente, con sus creadores, sus modelos alternativos de negocio y sus portavoces.
En la práctica, hablamos, como casi siempre, en términos de poder. El problema que tiene la industria cultural, que es obviamente muy serio, es que en el pasado el modelo era mucho más cómodo para ellos, puesto que estaba controlado por el emisor, y en la actualidad el receptor tiene mucha más capacidad de decisión, de optar por unos contenidos u otros y, también, de piratearlos.
Decía que es una cuestión en términos de poder porque, en realidad, las cosas no han cambiado tanto. El consumidor, si puede pagar menos, paga menos. Si puede no pagar nada sin exponerse a la cárcel o similar, no paga nada. En el pasado el margen de la piratería era menor porque, sencillamente, los canales para distribuir los productos culturales eran muchos menos y menos eficaces, y además los mejores estaban controlados por la industria. Pero, por supuesto, el usuario pirateaba lo que podía, fotocopiando libros, grabando cassettes o cintas de vídeo, … Ahora no hace mucha falta que les explique por qué la piratería es un problema. Lo es (para la industria, y para muchos autores) porque los canales de difusión son múltiples e incontrolables, porque además llegan a gran velocidad al usuario (incluso antes de que se emitan por los canales «normales», como es el caso de algunas películas y de las series de TV de otros países), y porque la diferencia entre copia y original se ha desvanecido.
Para defender sus posiciones, ambos bandos tienden a confundir los términos (unos, como brillantemente explicaba Andrés Boix, confunden cultura con negocio, y los otros, ocio con cultura), pero de lo que se trata es de si la industria tiene realmente posibilidades de darle la vuelta a la situación, esto es: a la copia y distribución generalizadas de productos culturales en formato digital por parte de los usuarios.
Personalmente, lo dudo. Al menos, dudo que lo consigan a base de leyes. Las leyes que son de aplicación en el ámbito nacional tienen poco que hacer frente a un sistema de difusión descentralizado como este. La industria tuvo su victoria pírrica con Napster, pero desde entonces los sistemas están cada vez más dispersos y fragmentados entre miles o millones de copartícipes. Es una cuestión de masa crítica, en este caso de gente que piratea, y a la que se supone que pretendes castigar con la cárcel o con una multa. Si todos cometen el delito, es imposible perseguirlo (y si no, que se lo digan a la banca, o a los honrados empresarios del ladrillo). Y luego está, claro, la discusión sobre la gravedad del delito.
Finalmente, cabría ver por cuánto tiempo los autores y la industria cultural siguen teniendo el favor del poder político. Podrían encontrarse en el futuro con la desagradable sorpresa de que algún político avispado, deseoso de subirse al carro del vencedor, comience a hablar de “cultura libre”, de “compartir es bueno” y demás, se haga con los votos de los antiSGAE y se cepille el actual modelo de gestión de derechos.
Puede que esto parezca imposible hoy por hoy, pero estoy seguro de que costaría mucho encontrar a alguien menor de 30 años comprensivo con la SGAE y su argumentación, dispuesto a conmoverse en lo más mínimo por aquello de “la música se muere”. Bien al contrario, las nuevas generaciones dan por supuesto que pueden descargar lo que les venga en gana, con la tecnología y las barreras de acceso como únicas limitaciones. No es que sea muy admirable, pero es lo que hay.
Así que la industria, una vez más, haría muy bien en moderar sus pretensiones. El modelo con el que tan bien han vivido no tiene posibilidades de subsistir a medio plazo. Por otra parte, es un modelo que beneficiaba mucho más a la industria en sí (el cabrón del intermediario, que se me lleva un 50% por trasladar los tomates de un sitio a otro) que a los autores, subsidiarios de aquélla. Los autores se encuentran ante un escenario de comprensible incertidumbre; lo que no significa que no se pueda sacar rentabilidad a su esfuerzo. El problema es que esa rentabilidad, en relación con el número de personas que consuman un determinado producto, será previsiblemente menor, por la vía publicitaria, por la vía de bajar los precios, o por la vía que sea (consecuencias, como decía al principio, de que el poder haya pasado de los emisores a los receptores de productos culturales).
Si les digo la verdad, yo, con la vena socialdemócrata más aguerrida que nunca, lo solucionaría por la vía por la que un socialdemócrata lo soluciona todo: impuestos y subvenciones. Yo pondría un impuesto a las operadoras (a las que ataría en corto para que no acabase repercutiendo íntegramente en el consumidor), relacionado con las conexiones de banda ancha a partir de cierto límite. Un impuesto en todo caso bajo (tres euros al mes o así), y cuyos beneficios, gestionados directamente por el Estado (nada de sociedades y lobbies turbios que metiesen la zarpa allí), podrían distribuirse entre los creadores de productos culturales por la vía favorita de todo socialdemócrata: las subvenciones culturales a fondo perdido, a menos que se encuentre un sistema realmente eficaz para estimar aproximadamente en qué medida son consumidos por el público los productos culturales de los autores. En este sistema, obviamente, deberían entrar también los creadores digitales que distribuyen gratuitamente sus productos, como vía para incentivar que lo hagan cada vez más creadores.
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Muy, muy de acuerdo, como casi siempre. Aunque lo de las subvenciones es de mirarlo muy mucho, pero vamos, es una posibilidad. Y creo que, por desgracia, pillando el quid de la cuestión al hablar de la necesaria reestructuración o cambio de paradigma de negocio de la industria cultural, que parece que ni la industria (que es normal, intenta parapetarse en lo que les ha ido de lujo) ni la mayor parte de los autores las tonterías que se leen por ahí sobre el tema, incluyendo mucho periodista chungo, han conseguido/querido ver.
En fin, nos quedan unos grandes añitos de jaleo. A ver cuando el Kindle/eBook o similares triunfen (aunque por puro fetichismo de algunas mercancías, espero que no), porque ver a los columnistas de El País codo a codo con Juan Manuel de Prada en manifas de ‘el libro mola’ o algo así puede ser muy grande
Comentario escrito por The Disruptive — 09 de diciembre de 2009 a las 7:28 pm
¿Un impuesto? ¿Finalista? Pero, y eso, ¿por qué?
Que las telecos paguen impuestos por manifestación de capacidad económica, como todos. Y que su consumo esté gravado con el IVA correspondiente, como todos. Todo a la bolsa común y ya está.
Si luego se quiere, de esa bolsa, financiar a la Kultura, sea. Pero, ¿para qué un impuesto finalista?
Comentario escrito por Andrés Boix (LPD) — 09 de diciembre de 2009 a las 9:18 pm
Yo es que estoy muy harto de que el impuesto revolucionario lo gestionen diversas entidades de gestión (SGAE, Cedro, etc.) que, a mi entender, no pintan nada en el asunto. Si para que el Estado tome cartas en el asunto como debe tomarlas (que no es legislando o montando chiringuitos a sus amigos actuales) es necesario hacerlo vía fiscalidad, por mí mejor que vía penal.
Por otra parte, tampoco pretendo que sea un bálsamo de Fierabrás, ni me tomo mi propia propuesta muy en serio; pero el problema principal que veo yo con toda esta historia es que lo que no ofrecen ni unos ni otros es alternativas viables de ninguna clase a su propio modelo-chollo.
Un cordial saludo
Comentario escrito por Guillermo_Lopez — 10 de diciembre de 2009 a las 12:26 am
Y pensar que me he comprado un libro vuestro. El próximo me lo fotocopio. (Es broma).
La verdad es que es un tema complejo.
En el fondo las sensaciones o ideas que han ido calando ( y con razón ) en la gente, es que el gobierno para pagar lo servicios del grupúsculo de pijoprogres de la ceja ha decidido primero sangrarnos y después cercenar nuestros derechos.
Y es tan visible este compadreo que la Ministra del ramo es una miembra destacada de aquellos.
Lo que más jode es que encima son muy chulos.
Comentario escrito por josé luis — 10 de diciembre de 2009 a las 12:55 am
Ese impuesto se lo podrían llamar canon o algo así no?
Tod@s somos ya piratas por decreto, los que no cambian sus ideas son gobiernos e industrias…
Un saludo
Comentario escrito por Tomàs — 10 de diciembre de 2009 a las 11:08 am
Con permiso, una nota pedantorra: en teoria marxista, la mercancia en el sistema capitalista, cultural o no, carisisima de producir o no, da igual, solo existe como tal en el momento del intercambio. Ni un segundo antes.
Es decir que si el cambio tecnologico, o en terminos marxistas la transformación de los factores productivos (lease, la aparición de internet) convierten el intercambio en un acto gratuito,o casi gratuito el valor de la mercancia como tal toma ese valor, el valor que cuesta intercambiarlo, les guste o no. Por lo que la unica medida posible es impedir el intercambio a toda costa. Osea que van de culo y contra el viento.
otra cosa es el autor, que siempre podrá vender ¿pero vender a quien ? ya veremos.
Comentario escrito por casio — 11 de diciembre de 2009 a las 3:59 pm
Solo un detalle… Donde dice «A partir de ahí se creó un estado de opinión de gran fuerza en Internet (expresado en el Manifiesto)» debería quedar claro que fue el Manifiesto el que hizo que el Ministerio convocara la reunión.
Por lo demás, creo que esta propuesta, a diferencia de las del Ministerio y la industria, parte de una visión realista de los hechos, y solo por eso es más viable/factible que las que se van a imponer para nada.
Comentario escrito por Jorge Alonso — 12 de diciembre de 2009 a las 11:58 am
Lo que me enfada de este asunto es esa manía de disfrazar como Cultura a un negocio puro y duro. En cine, por ejemplo, en USA se habla sin complejos de «negocio», «la industria», dinero ingresado, dinero gastado, cuanto cobra este o aquel. por aquí, siempre da la impresión que trabajan por la Cultura y olvidando esas miserias del vil metal. Con el teatro, lo mismo. Con la literatura, igual. Me pasma tanta filantropía.
Sobre esta movida gubernamental, opino igual que #4:
«En el fondo las sensaciones o ideas que han ido calando ( y con razón ) en la gente, es que el gobierno para pagar lo servicios del grupúsculo de pijoprogres de la ceja ha decidido primero sangrarnos y después cercenar nuestros derechos.
Y es tan visible este compadreo que la Ministra del ramo es una miembra destacada de aquellos.»
Eliminaría lo de pijoprogres y lo sustituiría por negociantes. Pijos, sí, progres en el antiguo significado del término, no. Su ideología es el todo por la pasta. Lo de ir de avanzados y vanguardia cultural, vista esa fauna, es pura hipocresía y disfraz. Cosa que queda demostrada por sus apetencias chupópteras sgae y las jugosas subvenciones para producciones esperpénticas tirando a cutres.
La verdad, esto es un lamentable espectáculo de un gobierno de mediocres, dedicado a los fuegos artificiales para tratar de mantenernos entretenidos. Y ni eso consiguen.
Comentario escrito por Antonio — 12 de diciembre de 2009 a las 10:44 pm