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En el momento de leer estas líneas,
con toda probabilidad ya se haya producido el fallecimiento del
mejor Papa de los últimos tres siglos en la Historia de la
Iglesia Católica (no en vano esta página se creó
bajo su advocación, como pueden Ustedes advertir echando
un simple vistazo a su portada).
La elección de Wojtila para
el trono de Pedro se produjo en unas circunstancias críticas
para la Iglesia. Eran los tiempos en los que triunfaba la tesis
paulina del accidentalismo, según la cual, la Iglesia debía
acostumbrarse a convivir con la corriente ideológica dominante
entre las clases dirigentes occidentales, relativizando su mensaje
evangélico hasta hacerlo compatible con el marxismo imperante.
En España, eran los tiempos
de Cuadernos para el Diálogo, empresa intelectual del exministro
franquista Ruíz Giménez (a quienes los periodistas
falangistas llamaban “Sor Intrépida”) cuyo objetivo
era estrechar lazos entre el cristianismo y el marxismo, o de Calvo
Serer, otro meapilas empeñado en demostrar que Cristo era
comunista y cantaba La Internacional en la intimidad. Por no hablar
de la ORT, organización bien cercana al clero, que compartía
“platajuntas” democráticas con grupos partidarios
del terrorismo, sin que a sus epígonos las sotanas se les
arrugaran ni una miajita. Eran los tiempos, en fin, en los que una
marabunta de curitas progres, con sus melenitas, sus barbitas y
su buen rollito gilipuertas convirtieron la casa de Dios en un pisito
de soltero, mientras que el taranconismo y sus obispos, casi en
su totalidad procedentes del nacional-catolicismo aunque entonces
tocara renegar de él, vaciaban a mansalva los seminarios
españoles hasta dejarlos más limpios que una patena.
La solemnidad de la liturgia clásica dio paso a un festival
ecuménico eminentemente hortera, que provocaba erisipela
en los pocos creyentes que iban quedando. Albert Boadella lo dejó
muy bien escrito en sus memorias: “Lamentablemente, cuando
se corta una tradición, se descomponen los códigos
con gran celeridad; por eso hoy en día el conocimiento de
la comunicación ritual en los clérigos es nulo. Las
ceremonias religiosas acostumbran a ser desoladoras, y, en vez de
orientar hacia la divinidad, expresan descarnadamente un estado
de decadencia monumental de la Institución”
En Hispanoamérica, la teología
de la liberación no es que hubiera triunfado, es que la Iglesia
Católica ya no se entendía en aquellas tierras sin
esa adherencia doctrinal. Y por encima de todo, estaba la URSS,
un imperio comunista que a finales de los 70 parecía aún
extremadamente sólido, amenazador y expansionista; y eso
que su vicario en España era el botarate de Carrillo, de
cuyo obituario, servidor, lo confieso de paso, está deseando
ocuparse.
En conjunto, el panorama era como
para echar a correr pero Karol Wojtila, puesto en la tesitura de
llevar el báculo de Pedro le echó... un par de cojones.
La caída de la tiranía
comunista soviética es, en gran parte, mérito de este
Papa que ahora se muere. El movimiento “Solidaridad”
de rebeldía ante el gobierno títere soviético
en Polonia siempre contó con su apoyo expreso. Es más,
cuando el gobierno de Jaruzelsky endureció la represión
hasta desarticular la formación de Lech Walessa, la Iglesia
Católica, con el firme soporte de Juan Pablo II ocupo su
lugar en primera línea de batalla y siguió animando
a los ciudadanos a rebelarse contra la tiranía.
La supresión de las desviaciones
doctrinales post-conciliares y la metida en vereda de los curas
sudamericanos de sotanita, hisopo y kalasnikov (memorable la imagen
de Wojtila abroncando a un acojonado Ernesto Cardenal, clérigo
y ministro del gobierno sandinista, durante su viaje a Nicaragua,
al que sólo le faltó calzarle un par de hostias),
son otros hitos de su pontificado que es conveniente reseñar.
Pero por encima de todo, las dos
cosas que más debemos agradecer a Juan Pablo II son haber
puesto coto a la maldita música de los Beatles con letritas
meapilas, tan comunes en las parroquias de los setenta, y que por
una vez, Lorenzo Milá haya aparecido presentando el telediario
con traje y corbata (negra, además, en señal de luto
por él; detallazo) sin parecer un paleto invitado a una boda.
Descanse en paz, Juan Pablo II.
Por cierto, como el Espíritu Santo acierte esta vez (no como
en la elección del presidente de nuestra Conferencia Episcopal)
y salga elegido Ratzinger, esto va a ser ya la hostia (nunca mejor
dicho).
Pablo |