Sexo
en Nueva York
El
landismo llega a la Gran Manzana
En
los años 60, fenómenos de diversa índole (la
entrada de la televisión en los hogares, el cambio de hábitos
de consumo, la renovación de ciertas formas culturales, etc.)
marcaron el contexto en el que se vivió la decadencia del
cine clásico de Hollywood. Los grandes directores envejecieron,
pasaron de moda (es decir, empezaron a interesar en Europa, el viejo
continente que navega al rebufo yanqui de la tendencia cultural)
y todo lo que llegase de Hollywood despedía un cierto tufo
a anticuado. Esos grandes decorados, esas majestuosas carreras de
cuádrigas, esos cowboys mataindios, esos alegres cantantes
bajo la lluvia, todos ellos dejaron de ser ejemplo de la manera
predominante de hacer cine. Y llegaron, así pues, los independientes.
Dado que lo rural, el viejo oeste y los planos cargados de extras
ya estaban fuera de onda, se pensó en hacer todo lo contrario.
Como Hollywood ya no era una nada “cool”, había
que buscar otras ciudades, huir del campo, fijarse en paisajes urbanos,
hablar de borrachos, putas, chaperos y heroinómanos. Qué
mejor ciudad, entonces, que Nueva York para encontrar esa fauna,
ya que el Madrid de la movida aún no se había inventado.
Directores jóvenes tomaron las riendas. Cassavetes, Scorsese,
un poco después Woody Allen, todos ellos empezaron a contar
sus propias neuras, con escasos recursos (bueno, dentro de lo que
cabe, ya que, al fin y al cabo, hacían películas,
no actividades baratas como escribir novelas en papel higiénico)
y con una fijación especial en la ciudad y en las miserias
de sus calles. Basta con recordar una cinta como “Taxi Driver”,
donde se retrata toda la fauna del momento en el paraíso
de los rascacielos. Y, desde entonces, se ha hablado de cine neoyorquino,
y ha triunfado el modelo de Woody Allen. Es decir, películas
protagonizadas por ciudadanos de Manhattan, con una posición
económica desahogada, que no se sabe muy bien en qué
trabajan, o si ni siquiera trabajan, y que no paran de hablar sin
escucharse los unos a los otros. Este modelo también ha llegado
con éxito a la televisión, en una serie paleta y tópica
llamada “Sexo en Nueva York”.
El
hilo argumental de esta bazofia es bien simple: cuatro amigas solteras
neuróticas, con todo el tiempo del mundo para aburrirse,
se pasan, día sí y día también, hablando
de sexo, vacilando de cuánto follan (no entre ellas, sino
con varios hombres sucesivos) y cotorreando sentadas en la mesa
de una cafetería o acudiendo a alguna fiesta privada. La
protagonista (Carrie) es una pseudo-periodista que escribe una columna
sobre sexo, lo que sirve de excusa para presentar sus folleteos
y los de sus amigas como una especie de un análisis de campo
de un macroestudio científico. Vamos, como Gran Hermano,
pero en la ficción.
Los
capítulos siguen siempre la misma estructura:
-
Carrie se encuentra por la calle a una amiga a la que hace mucho
tiempo que no veía. La amiga le dice a Carrie que es lesbiana,
o bien que se ha casado, y Carrie abre los ojos de par en par, atónita
por lo que ha cambiado su antigua amiga, ya que, la última
vez que la vio (es decir, cuando tenían quince años),
estaba soltera.
-
Carrie se lo cuenta a sus amigas, solteras como ella, y empiezan
a marujear y a poner verde a la ex – amiga, en plan, “que
idiota es, casarse con lo bien que se está soltera”,
o bien “mira que hacerse lesbiana, con lo bueno que es disfrutar
de un buen pene”.
-
Carrie llega a su casa, reflexiona sobre la conversación
con sus amigas, y empieza a escribir su columna. Intenta darle un
toque filosófico al asunto, realizando preguntas que tratan
de sintetizar el complejo mundo de las relaciones humanas en los
90: “¿Es el matrimonio la nueva plaga que nos invade?”,
“¿es el lesbianismo evitable o todos somos homosexuales
por naturaleza?”.
-
Acto seguido, Carrie y sus amigas empiezan a follar con hombres
(ojo, no hacen camas redondas, que son muy puritanas ellas en el
fondo) y creen ver en sus relaciones un reflejo de la inquietud
del episodio correspondiente. Si una se lía con un tipo que
le propone matrimonio, Carrie piensa: “Lo sabía, el
matrimonio es la plaga actual”. Si se encuentran en una fiesta
a una lesbiana, Carrie deduce: “El lesbianismo también
está dentro de mí, porque atraigo a las lesbianas”.
-
Luego, todas ellas cortan con sus parejas, y se van de fiesta a
celebrar su amistad y su heterosexualidad, mientras se oye, en off,
la voz de Carrie que sentencia su filosofía al respecto del
tema planteado (frases como “La batalla entre solteros y casados
es como la guerra en Irlanda”).
“Sexo
en Nueva York” nos presenta a unas treintañeras ridículas,
que no han superado la edad del pavo y que temen la llegada de la
menopausia. En el fondo, son buenas chicas que buscan a su príncipe
azul para casarse, pero no lo encuentran porque los hombres son
como son: unos asquerosos egoístas cargados de defectos.
Si encuentran a un hombre que no se quiere casar, cortan con él
porque huye del compromiso. Si, por el contrario, dan con alguien
que les propone matrimonio, cortan porque dicen no soportar la idea
del matrimonio.
Pero
lo más divertido de “Sexo en Nueva York” es que,
intentado hacer un retrato sofisticado de la mujer, la serie describe
la chabacanería de sus personajes protagonistas de una manera
inconfundible:
-
Para empezar, son mujeres que no tienen inquietudes culturales.
No leen, apenas viajan o van al teatro y, como mucho, alguna vez
se dejan caer por algún cine. No les preocupa la política
ni aparecen nunca leyendo un periódico.
-
Están todo el día cotilleando y preocupadas por su
imagen. Su mayor problema es qué vestido ponerse para salir
por la tarde, o adivinar qué zapatos combinan con la decoración
del restaurante al que van a ir a cenar.
-
Son envidiosas por naturaleza. Si van invitadas a una fiesta, lo
primero que hacen es poner a la anfitriona a caer de un burro. Se
emborrachan en la fiesta, hacen el ridículo, intentan ligarse
a todos los tipos casados, y se despiden insultando a la persona
que las ha invitado.
Aparte
de eso, los personajes femeninos están dibujados según
una serie de estereotipos banales:
-
Carrie. La lista. Es la periodista. A pesar de su profesión
(o, precisamente, por ello), no lee nunca nada. Los temas y las
conclusiones de sus columnas no surgen por las lecturas que realiza,
sino por las conversaciones de sus amigas. Tiene tanta alergia a
los libros que se pasea por todas las tiendas de Manhattan, pero
nunca aparece en una librería. Los personajes de Woody Allen,
al menos, leen.
-
Samantha. La puta. De hecho, le han puesto un nombre apropiado.
Es la que tiene los cascos más ligeros, y, por supuesto,
es la rubia de bote. Presume de haberse cepillado a media Norteamérica.
Como a Carrie, le sobra el tiempo libre.
-
Charlotte. La guapa. Es la chica finolis, la elegante, la más
recatada de todas. Es la que mantiene relaciones más largas,
es decir, que le duran más de una noche.
-
Miranda. La fea. Es el contrapunto de Charlotte, y, sin llegar a
la promiscuidad de Samantha, también le tira a todo lo que
se mueve. Ella dice que es abogada, pero trabaja menos que Ally
McBeal (lo que ya es decir).
“Sexo
en Nueva York” pretende mostrar una imagen moderna de la mujer.
Pero, a su lado, las novelas de Lucía Etxebarría parecen
obras de Cervantes. “Sexo en Nueva York” presenta una
imagen tan moderna que parece un reportaje de Vogue de doscientas
páginas. Lo curioso es que la serie triunfe. Porque la verdad
es que parece una película de Ozores pero con los roles sexuales
cambiados. Donde estaban Alfredo Landa, Andrés Pajares, Fernando
Esteso y Juanito Navarro soltando burradas y mirando a las mujeres
con ojos saltones, tenemos ahora a Sarah Jessica Parker, Kim Cattrall,
Kristin Davis y Cynthia Nixon. La diferencia radica en que las actrices
de “Sexo en Nueva York” son mujeres “de hoy”
y la acción transcurre en Manhattan. Pero, puestos a elegir,
los chistes de Ozores eran mejores. Al menos, comparados con los
de “Sexo en Nueva York”, eran originales.
Manuel
de la Fuente
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