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MANUAL DE INSTRUCCIONES DEL SIGLO XXI

VIII. PSICÓLOGOS EN EL LUGAR DE LA CATÁSTROFE

Ánimo y buen rollito rodeados de vísceras

 

Tras el merecido descanso de dios al séptimo día y el esplendor y ocaso de una serie de civilizaciones variopintas (consideremos esto un resumen histórico a modo de introducción), nace la profesión de psiquiatra, que consiste en tratar a todo aquel que tiene dificultades anímicas para desempeñar los quehaceres cotidianos, tales como ir a trabajar, relacionarse con el prójimo (donde se incluyen desde algunos problemas derivados de un carácter huraño hasta la decapitación de la vecina), sobrellevar los sentimientos contradictorios promovidos por las más estúpidas religiones o, simplemente, aguantar con estilo alguna tara mental provocada por cualquier tipo de golpe, enfermedad, caída en marmita de poción mágica cuando se era pequeño o gen defectuoso de fábrica. El psiquiatra es un médico y por tanto tiene conocimientos suficientes para torturar sabiendo lo que hace, así que puede recetar cócteles de fármacos que harían dormir a un brontosaurio (antes de que se extinguiesen), trepanar, y practicar lobotomías con una base sólida sin tener que estar todo el rato mirando las instrucciones. Su objetivo básico es evitar el suicidio del paciente o precipitarlo hacia el mismo, pero impidiendo siempre que el infortunado aúlle a la luna o interprete el papel de Napoleón, actividades que hacen perder riqueza a un país, ya sea porque el enfermo no colabora con el sistema laboral o porque encima genera gastos extras al tener que mantenerlo vivo en alguna institución.

Mientras esto pasaba, la psicología era la parte de la filosofía que trataba de las cosas del alma. Con el auge de los divanes a finales del siglo XIX y principios del XX, algunos cerebros preclaros deciden que esta disciplina también puede aliviar los dolores del espíritu de una forma semejante a la psiquiatría, pero sin operar, que de eso no tenían ni idea, ni recetar somníferos y antidepresivos, que de eso tampoco. Las soluciones médicas quedan sustituidas por todo el legado de sapiencia que tenía la filosofía, con todos sus defectos, como no tener base científica alguna, pero también con todas sus virtudes, como…, como…, como… Pero también con todas sus virtudes. El psicólogo quedaba así convertido en una suerte de pseudopsiquiatra (y tantas “pes” antes de “ese” nunca pueden ser buenas) cuyas recetas se basan en dar palmadas en la espalda, hacer las veces de cura o amigo (que viene a ser lo mismo en la mayoría de las ocasiones) o aliviar los problemas del paciente cansándolo con preguntas de psicólogo, es decir, con aquellas que transforman en interrogante lo último que ha dicho la persona que acude a su consulta:

ENFERMO: … y noto como que me hundo más y más y más, y no puedo salir, y me asfixio.
PSICÓLOGO: ¿Se asfixia?
ENFERMO: Sí, noto como una sensación bestial de asfixia.
PSICÓLOGO: ¿De asfixia?
ENFERMO: Sí, una opresión física en el cuello, en el estómago, como si me estrangularan, como si me golpearan y me dejasen sin respiración.
PSICÓLOGO: ¿Sin respiración?

Todo esto no es demasiado grave, pues la gente puede gastar su dinero como quiera, y para mitigar la amargura lo mismo sirve la taberna, el curso de yoga, la pitonisa de la esquina o el barranquismo extremo con una sola mano.

No obstante, a principios del siglo XXI, y con los medios de comunicación ejerciendo de máximos mandatarios del orbe, alguna noticia de sucesos con sangre, destrozos y todos sus avíos, menciona de pasada que algunos voluntariosos psicólogos han acudido a la llamada de algún bienintencionado responsable de la administración, que creyó en ese momento que estos profesionales podían aliviar a los familiares de las víctimas de, pongamos por caso, un accidente de tráfico masivo con autobús incluido. Desde entonces, y gracias a la regla de “todo lo que sale en los medios no sólo es lo que existe sino que se lleva haciendo desde siempre”, se empieza a considerar correcto que hordas de psicólogos en paro de veintitantos años salten a la chepa de cualquier ser humano que vaya a reconocer el cadáver de un ser querido o que llore una desgracia tras una catástrofe natural, un atentado terrorista o un accidente como el del ejemplo, que tiene que tener la condición de afectar a muchas personas. A veces, los tanatorios u hospitales tienen más “psicólogos espontáneos” que familiares, víctimas, buitres de los medios de comunicación, médicos, políticos de postín y ácaros de la zona juntos. Ahora, cada vez que un desgraciado acontecimiento produce varias muertes, el movimiento de tropas de psicólogos de aquí para allá puede hacer que una región se desnivele y se hunda un poquitín más en el mar por un extremo, nivelándose a la carnicería siguiente cuando estos ejércitos van para el otro lado.

Esta costumbre resulta muy ventajosa para los medios de comunicación, que así siempre tienen la “subnoticia” del asunto de los psicólogos en cualquier suceso de ese jaez. Pero también se benefician los políticos, que pueden exteriorizar de una manera facilona su preocupación por las víctimas, e incluso los propios psicólogos, que deben hacer las prácticas en algún sitio al tratarse de una carrera masificada (y encima con la posibilidad de salir en la tele).

Cuenta una reciente leyenda urbana que bandas de psicólogos esperan agazapados en los arcenes de la carretera después de llenar de aceite la pista para atender a los accidentados de manera inmediata, siguiendo así un rito que parece ancestral desde que salió hace dos o tres años en el telediario. Su propósito principal es preguntarle a quien haya perdido todas sus extremidades: “¿cómo se siente?”

Al margen de leyendas, la corrección política imperante hace que no se pueda luchar contra la proliferación de psicólogos en momentos donde hace más falta una actuación eficaz -que permita a víctimas y allegados pasar cuanto antes por determinadas situaciones- que la obligatoria utilización del machete por parte de los familiares para así poder llegar, verbigracia, a la habitación del hospital donde está su ser querido sin sufrir el asalto de estos pertinaces profesionales armados con divanes portátiles.

Mucho nos tememos que ya es demasiado tarde. Miren debajo de la cama al acostarse por si hubiera un psicólogo presto a analizar sus sueños para obtener créditos y aprobar la última asignatura que le queda antes de titularse y pasar a ser dependiente de la sección de informática de El Corte Inglés. Sabrán que es uno de ellos si al preguntarle “¿qué hace usted aquí?” responde: “¿usted aquí?”.


Alfredo Martín-Górriz

 

 

 
La Radio Definitiva