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MANUAL DE INSTRUCCIONES DEL SIGLO XXI

I. EL ENTRENADOR PERSONAL

Pepito Grillo en 'meyba'

 

El aumento de la esperanza de vida es básico para la sociedad occidental. Sólo llegando a los 112 años se podrán pagar los plazos de las hipotecas o ver cómo los hijos se independizan por fin a un piso de nonagenarios. Las posibilidades de llegar a esa edad parecen cada vez mayores. Muchos factores lo permiten: la alimentación (cada vez más rica en conservantes de calidad que sólo provocan cáncer a largo plazo, no como los de antes), los avances médicos (con tal de no probar uno de esos avances la gente se sugestiona y no enferma), y el ejercicio físico.

El deporte resulta imprescindible para incrementar la longevidad humana, sobre todo desde que los progresos sociales limitasen la actividad física (utilizar el látigo de esclavista o remar en galeras tonificaban sobremanera el corazón, deltoides y músculos dorsales, por ejemplo, o recordemos -más recientemente y aquí mismo- las ventajas que tenía para el organismo la carrera con ‘grises’). Con la pérdida de estas tradiciones, el ser humano ha de combatir el sedentarismo de una manera “voluntaria”, es decir, las carreras ya no nos permiten escapar de nada ni cazar nada, tampoco la hipertrofia de los músculos tiene por objeto machacar la cabeza del gladiador contrario. Se trata del deporte por el bienestar, simplemente. El ejemplo clásico de sus beneficios lo encontramos en el inventor del ‘jooging’ o trote urbano, que murió a los 50 años de un infarto mientras lo practicaba (gracias al deporte evitó morir a causa de una larga enfermedad tras una horrible agonía). Su caso no nos sirve para el asunto de la longevidad, pero los inventos se van perfeccionando, no seamos exigentes.

Tal perfeccionamiento del deporte voluntario alcanza su cenit en la figura del entrenador personal, sin el cual apenas se puede sobrevivir en las actuales metrópolis. El entrenador personal es la voz de la conciencia en chándal, el ángel de la guarda del vientre plano, el matemático del mínimo común adipocito (y todo por una módica cantidad). Vemos ahora cómo el señor Rupérez, residente en una gran capital española, tras ser despertado a las 6:00 a.m., alzado y lanzado por los poderosos brazos de su entrenador personal, hace una grácil cabriola en el aire que le permite quitarse las legañas a la par que las pantuflas e iniciar un leve trotecillo por el pasillo de su casa, que se convierte en sprint al salir del hogar y concluye en el parque próximo con unos ejercicios respiratorios (ejercicios respiratorios que tienen por objeto recuperar la propia respiración). Tras unas luxaciones, unos esguinces y algunos pinzamientos que se conocen con los eufemismos de estiramientos, flexiones y abdominales, el señor Rupérez se dispone a hacer el test de Cooper, cuyo propósito es averiguar si un ser humano puede sobrevivir a doce minutos de carrera continua e intensa. Un paseo en bicicleta cuesta arriba termina por convertir a Rupérez en ciudadano modelo, con una conciencia cívica tan acusada que incluso, mientras está en el trabajo, es capaz de compartir a su esposa con el musculoso monitor. Observemos cómo el entrenador personal también une a la familia moderna.

Urbes más civilizadas, familias felices, nada de grasa, vida larguísima, salud excelente... Si todavía no tiene un entrenador personal, sea uno de ellos. Las estadísticas aportan un dato más que reseñable: el 80 por ciento de personas de más de 82 años sin entrenador personal están muertas.

Alfredo Martín-Górriz (Córdoba)

 

 

 
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