ACTUALIDAD DE ESPAÑA AÑO
2005
03/11/2005:
El fracaso de España
España ha
sido siempre un fracaso como país, un desastre como estructura
estatal y una nación débil. Los problemas de España
no vienen de su éxito represor, como Estado centralista fuerte,
respecto de otras entidades nacionales o de las regiones periféricas.
Las miserias de nuestro país se explican por la inexistencia
de un verdadero proyecto de convivencia en común, para lo
que es básico que existan estructuras fuertes y que se parta
de un acuerdo de mínimos sobre para qué han de servir
éstas: para proteger y defender a sus ciudadanos y sus derechos.
La
debilidad de España es una evidencia que pocos pueden negar.
En el plano internacional, excepción hecha de esos meses
en que salimos del Rincón
de la Historia y podíamos viajar por el mundo seguros
y confiados, diciendo a los franceses que pretendían tirarnos
los tomates o a los agentes fronterizos americanos que querían
incautarnos el chorizo eso de "cuidadito, cuidadito, que soy
ciudadano español", España se ha pasado los últimos
siglos papando moscas. A nivel interno, cualquier ciudadano francés
que se entere de cómo un Estado centralista y represor se
ha pasado 300 años tratando de eliminar las lenguas regionales
para que, al cabo de la fiesta, más o menos el 50% de la
población de cuatro regiones españolas (Galicia, Baleares,
Cataluña, Valencia) y el 25% de la población de otras
dos (Euskadi, Navarra) sigan hablándolas, sencillamente se
carcajearía. Que España ha sido un ejemplo de debilidad
nadie puede discutirlo. Que sigue siéndolo, parece, lamentablemente,
que tampoco.
La
principal causa del fracaso de España es que nadie ha creído
nunca demasiado en el proyecto de Estado. La responsabilidad esencial
recae sobre las elites políticas y económicas que
desde la construcción del Estado moderno, allá por
el siglo XIX, han controlado y orientado la acción de gobierno.
Y que lo han hecho sin creer en el proyecto nacional, porque la
premisa básica del mismo es dedicar la estructura estatal
a defender a los ciudadanos, su vida, sus propiedades y su libertad
(así, al menos, en la formulación liberal decimonónica).
El Estado español ha sido siempre débil, y por decisión
consciente de quienes lo han dominado, precisamente para evitar
que se pusiera al servicio de los ciudadanos. Ha sido un Estado
de mínimos, al que nunca se ha querido dotar de mucho poder,
porque el hecho de que lo tuviera era el peligroso germen de que
pudiera emplearlo en beneficio de la creación de un verdadero
Estado, cumpliendo los objetivos de igualación y protección
de sus habitantes en evidente perjuicio de quienes lo han tenido
secuestrado y debilitado. Porque en España hemos consentido
un Estado débil e incapaz, dominado por los oligarcas y que
lejos de velar por los intereses de los ciudadanos, por su seguridad
y sus libertades, ha dedicado sus escasos medios, precisamente,
a combatirlas. España ha sido una triste realidad, como demuestra
la reiteración con la que sus débiles fuerzas de seguridad
y defensa se han empleado contra la ciudadanía: algo por
lo demás inevitable pues su mismo diseño e incapacidad
las convertían en aptas sólo en desempeñar
esas funciones, nunca en asegurar la defensa frente a las agresiones
exteriores.
Obviamente,
gran parte de la responsabilidad de que las cosas hayan sido así
es de los españoles. Que nunca se han rebelado contra ese
instrumento débil e incapaz de cumplir sus funciones y que
sólo ha actuado como garantizador y perpetuador de injusticias
y agravios. Regionales, pero no sólo. Ni esencialmente. Sobre
todo de clase. La prueba de la debilidad del Estado español
es hasta qué punto en España han perdurado y perduran
castas y privilegios. Las regiones "periféricas"
y los desfavorecidos, a título individual, han combatido
esta situación de manera poco inteligente e insolidaria.
Han buscado siempre no igualar, no luchar para dotar al país
de estructuras estatales aptas, sino conseguir un estatuto lo más
privilegiado posible. Nunca se han combatido los privilegios, sólo
se ha peleado por, asumida la organización de España
a partir de los mismos, conseguir cuantos más mejor. Las
historias del nacionalismo vasco y sus orígenes carlistas,
así como de las reivindicaciones del catalán, íntimamente
ligadas a las necesidades de la oligarquía industrial y comercial
de la región, sólo se entienden así.
Conviene
tener presente y asumir esta realidad para poder valorar en su justa
medida las proporciones históricas del cambio que se opera
en España tras la muerte del Caudillo. No porque España
se haya convertido de repente en un Estado fuerte, que no lo es
ni lo será en mucho tiempo (y el actual debate estatutario
es una prueba palpable de ello) sino porque ha puesto los mimbres
para serlo. Y, paradójicamente, gracias al descarrilamiento
de una de las dinámicas foralistas y privilegiadoras tradicionales
de nuestro modelo de "búsqueda de privilegios"·
Paradójicamente porque, desarmado y debilitado como nunca
tras 40 años de paz y acción de socavamiento de lo
poco de Estado que tenía España, el proceso constituyente
del 78 parecía augurar una escalada disgregadora y debilitadora.
Así fue, pero, a la postre, no tanto.
La
aparición de las Comunidades Autónomas ha sido una
contingencia histórica que, si bien probablemente era inevitable
desde el momento en que se consintió una sola, nadie acertó
a concebir en esos términos. El texto de la Constitución
de 1978 es clarificador en ese sentido. Estaba claro que los catalanes,
buscando de nuevo privilegios, habían conseguido el reconocimiento
de la autonomía pero pensando en que fuera una cosa exclusiva
o, a lo sumo, compartida con otros privilegiados (los vascos) y,
estirando mucho la cosa, con los gallegos. Todo el diseño
era plenamente coherente con la búsqueda del privilegio,
que se sacaba con más o menos éxito a un Estado débil.
Pero la misma lógica privilegio/agravio acabó por
generalizar el modelo de autonomía a toda España.
Primero, con un grado de autonomía rebajado. Luego, como
consecuencia de la debilidad del Estado para imponer un modelo,
con la generalización de las cotas competenciales máximas
para todos los que las exigían.
El
Estado de las Autonomías es el epítome de ese Estado
incapaz que ha sido siempre España. Pretendiendo ser más
centralista y uniformizador que ningún otro Estado europeo
incubó con enorme éxito el germen de la exigencia
de la mayor descentralización conocida en Europa (o casi)
hasta el punto de que todos, desde navarros hasta extremeños,
consideran en la actualidad una prioridad de primer nivel tener
las mayores cotas de autogobierno posible.
No
sólo el agravio y la búsqueda del privilegio conducen
a estas situación. También ayuda la incompetencia
del Gobierno central, que durante décadas ha sido incapaz
de solucionar eficazmente los problemas de los españoles
y que únicamente ha dado respuesta a las necesidades de pequeñas
castas de privilegiados. Las Comunidades Autónomas surgen
no sólo como consecuencia de la lógica del privilegio,
son también hijas de la reivindicación general, del
clamor, por disponer de autoridades que se preocupen mínimamente
de los ciudadanos. Algo en lo que históricamente había
fracasado siempre España.
Las
clases políticas de las Comunidades Autónomas pueden
ser ignorantes, poco formadas, corruptas, irresponsables, nepotistas...
De todo se ha dicho sobre ellas y en algunos casos con razón.
¡Imagínense el grado de corrupción y nepotismo
de la Administración centralista española histórica,
que las ha hecho, a todas, por comparación, ejemplares! El
motivo es probablemente muy sencillo: la propia dinámica
política del Estado autonómico convierte a los políticos
de las CCAA en más cercanos, más controlables, más
responsables y, por ello, más preocupados por satisfacer
a los ciudadanos. Su futuro político depende directamente
de ello y este hecho ha provocado que el poder público, por
una vez, haya dedicado una parte no importante de sus esfuerzos
a satisfacer las necesidades de los ciudadanos. Incluso, en ocasiones,
a competir por satisfacerlas, lo que ya es directamente el acabose
en un país como España. Hasta las dinámicas
más perversas del modelo autonómico (la constante
reivindicación agraviada respecto del Estado y en comparación
con otras CCAA) comportan un efecto, dentro de lo chungo del fenómeno,
positivo al retroalimentar esta preocupación por servir a
los ciudadanos. El Gobierno de España de toda la vida nunca
se había orientado a cumplir estos fines, sino a satisfacer
las necesidades-obsesiones de los oligarcas y de sus cofradías
de apoyo (Iglesia, militares y demás excrecencias anejas
a los mismos en entes hoy felizmente desaparecidos de la gestión
de la res publica).
Las
Comunidades Autónomas, junto con la democracia, han acabado,
también, por ayudar a que el Gobierno del Estado vaya poco
a poco mutando. Sigue siendo débil, muy débil, incapaz
de garantizar un funcionamiento óptimo de España como
Estado, pero ha comenzado a rectificar ese rumbo. Mientras no se
asiente sobre la convicción de que la fuerza de un Estado
requiere, primero, de la correcta identificación de sus funciones
y de las necesidades de sus ciudadanos, no es posible que España
sea un país capaz. Afortunadamente, y por primer vez en la
historia, quizá estemos en condiciones de lograrlo.
Las
Comunidades Autónomas, que son parte de España y del
Estado, han ayudado muchísimo. No sólo a gestionar
mejor, sino a modificar radicalmente el sustrato político
sobre el que se había construido la España moderna:
de garantía y defensa del privilegio a servicio a los ciudadanos
y sus necesidades. También han contribuido a que se conozcan
y respeten mejor las necesidades reales de los ciudadanos. Y a que
se valoren. Puede parecer una estupidez (y de hecho, así
se trató durante años desde el Gobierno central) que
un mallorquín de Inca quiera poder dirigirse en catalán
a las autoridades. Entre otras cosas, porque sólo así
siente que puede ejercer de verdad sus derechos. Puede parecer una
tontería pero no lo es. Y basta remitirse a los hechos, que
demuestran que España funciona mucho mejor desde que se preocupa
mínimamente de facilitar la vida a los españoles y
de atender sus deseos.
Indudablemente,
estamos en un momento todavía de transición, en el
que las tensiones y el propio fracaso de España alientan
que las Comunidades Autónomas pretendan, en ocasiones, ir
más allá. No tiene por qué ser algo necesariamente
malo, dado que se ha demostrado que ir más allá ha
favorecido a España y sus ciudadanos. Puede tomarse el caso
de la Sanidad, infinitamente mejor gestionada ahora, como nadie
se atreve a negar. Y, sobre todo, mucho más conectada con
las exigencias ciudadanas, lo que obliga a los políticos
a preocuparse de listas de espera o de la mejora de los servicios.
Cuestiones que ahora son no sólo mejoras graciosas otorgadas
por el Estado sino exigencias ciudadanas a las que la Administración
ha de responder. ¿Alguien duda que el incremento del esfuerzo
presupuestario para la Sanidad tiene su directo origen en la presión
de las CCAA, obligadas a plantearlo y exigirlo como consecuencia
de su posición ante la ciudadanía, mientras que si
el Estado la hubiera seguido gestionando, siendo como son las tradiciones
de gestión estatal, la permeabilidad a estas exigencias habría
sido mucho menor? De nuevo, en este ejemplo, y paradójicamente,
la lógica del agravio entre CCAA ha beneficiado a todos:
yo quiero tanto dinero como este otro; y yo tantos servicios como
puede ofrecer este otro; a ése de allí no se le ha
de garantizar más que a mí... Entre todos, al final,
no ha habido más remedio que sacar dinero para Sanidad de
otras partidas.
Sin
embargo, no es razonable, sino más bien suicida, fiar todo
a los resultados de un modelo basado en la constante "carrera"
por ser mejor y más guapo. Urge que el Estado, que también
son las CCAA pero que es además mucho más, asuma cuáles
son sus funciones en una democracia moderna. Y cuáles sus
obligaciones. Que a partir de una adecuada revisión de sus
actuaciones empiece a valorar de veras, como ya ha empezado a hacer,
las necesidades de los ciudadanos y no las de los grupos de presión
y castas varias. Y que se fortalezca por medio de la autoridad ganada
actuando así para a continuación dotarse de todos
los medios que requiera su actuación.
Es
probablemente el actual debate estatutario un buen momento para
cerrar la ominosa historia de España como fracaso público.
Y ello requiere de la asunción de la existencia de un Estado
descentralizado, federal, que ha funcionado razonablemente bien.
Lo cual obliga a aceptar con toda la naturalidad del mundo que las
CCAA podrán establecer diferencias, según entiendan
en el ejercicio de sus competencias que es más conveniente
a sus intereses y los de sus ciudadanos. España no se rompe
por eso. Estas divergencias normativas han de ser respetadas porque
la base misma de cualquier modelo federal es la existencia de las
mismas. Pero también ha de sentirse como imprescindible forzar
a las Comunidades Autónomas a aceptar la legitimidad de la
intervención estatal, lo que será mucho más
fácil cuando ésta empiece, de veras, a corresponderse
con lo que han de ser sus objetivos. Como, también, aceptar
que se fortalezca, porque es bueno para todos, incluyendo a las
CCAA.
Un
Estado eficaz ha de ser fuerte. Lo cual no significa que tenga muchas
competencias ni que haya de imponer sus políticas a las Comunidades
Autónomas. Significa que ha de tener la posibilidad de desarrollar
políticas destinadas a garantizar como mínimo las
libertades, la seguridad y la igualdad de oportunidades de sus ciudadanos.
No tiene que hacerlo todo por sí mismo. Podrá colaborar,
delegar o limitarse a coordinar en algunos casos algunas de estas
acciones. Pero es importante, básico, que se asuma cuán
esencial es que así sea. Porque los españoles necesitamos
de un Estado central solvente y que abandone su tradicional senda
del fracaso, de la incompetencia y la inacción, de la defensa
sólo de los que menos necesidad tienen de la misma. No nos
basta sólo con Comunidades Autónomas, por buenas gestoras
que sean.
La
actual reforma estatutaria es todavía, en gran parte, reflejo
de la historia española y de nuestra tradición de
Estado débil. De nuestro pasado, que refleja que sólo
se ha logrado avanzar, hasta la fecha, por la vía del desapoderamiento
estatal. Como el Estado se ha demostrado incapaz y débil,
se argumenta, la única forma de mejorar es quitarle cada
vez más funciones. Lógica que conduce, claro, a excesos
indudables. Pero estos excesos no pueden, no deben, responderse
con rétorica hueca y exclamaciones que de nuevo centran todo
en una pretendida ruptura de España y que sólo aspiran
a conservar castas y privilegios. Suena tan raro como escuchar al
Real Madrid quejándose de los robos arbitrales. Han de dar
lugar, por el contrario, a la afirmación de un Estado encargado
de ser el primer garante de la autonomía de sus regiones,
naciones o lo que sean. Y de los derechos de los ciudadanos en todo
el territorio, para lo cual no debe en modo alguno renunciar a la
determinación de los grandes rasgos del diseño.
España
no se rompe porque no ha existido nunca. Quienes alertan sobre el
drama son, de hecho, los primeros que nunca se han preocupado por
España. Escuchar a quien califica a la banda terrorista ETA
de "movimiento de liberación nacional vasco" y
negoció el cupo más generoso con la Hacienda vasca
de la historia denunciar la ruptura de España porque partidos
democráticos independentistas tengan el poder o clamar por
la inexistencia de solidaridad en materia fiscal entre regiones
sería grotesco si no fuera trágico. Trágico
reflejo de que nadie se ha creído nunca España, ni
siquiera quienes con más entusiasmo no dejan de dibujarse
como los únicos que piensan en la patria. Si ni siquiera
ellos se lo creen de veras, no extraña la condena de nuestro
país a su condición segundona y miserable. Escaramuzas
políticas basadas en recuperar o no perder el poder y poco
más son los actuales plañidos. Como lo han sido siempre.
Como lo demostrarán si vuelven a necesitar a los ahora estigmatizados
nacionalistas vascos y catalanes para gobernar. Porque no se creen
España. Sólo son reflejo de esa lógica, felizmente
en retroceso, de emplearla como cauce de garantía de privilegios
y castas. Actitud que sólo debilita a España. Como
la debilitó, por ejemplo, el Caudillo, quien, por supuesto,
no tuvo ningún problema en romperla y truncar un breve episodio
de titubeante intento de afirmación nacional. Amparado, eso
sí, retórica (hueca) obliga, en que "antes roja
que rota". Cuando se trataba, en realidad, de todo lo contrario,
de eliminar cualquier posibilidad de que España se hiciera
fuerte, por el riesgo que ello suponía para terratenientes,
oligarquía y la castas militares y eclesiales.
No
nos engañemos con quienes aparecen como salvadores de la
patria en peligro. Debieran parecernos tan sospechosos como los
defensores de otras patrias. Máxime cuando nunca quienes
como tales se han presentado en España se han preocupado
lo más mínimo por fortalecer el Estado. Que ésta
y no otra es la primera prioridad en un caso como el español,
donde nunca hemos tenido un Estado apto para cumplir sus funciones.
Y así estamos, en consecuencia. Con un Estado débil,
poco a poco reorientando su tradicional mal sentido. Y con excesos
que aprovechan esta debilidad. Probablemente haya llegado el momento
de que los españoles exijamos de una vez que la estructura
de poder público empiece a asumir para qué está
y qué se espera de ella. Que sólo así se fortalecerá
España. Que las Comunidades Autónomas y la posibilidad
de que dispongan de los medios para desarrollar lo mejor posible
sus competencias forman parte de este fortalecimiento. Y que, por
supuesto, es básico para ello, también, un diseño
respetuoso con la igualdad de oportunidades y que prevea la posibilidad
de que el Estado marque y proteja derechos y libertades con un grado
de uniformidad mínima en todo el territorio.
ABP
(València) |