Apuntes
sobre fiscalidad
LA
QUIMERA DE LA REDISTRIBUCIÓN DE LA RENTA
Entre las destacables aportaciones
francesas a la cultura mundial (los croissants, el foie, el existencialismo,
ciertas prácticas sexuales, Bernard Henri-Lévy y la falta de decoro
con que son educadas las enfants de la patrie) destaca con méritos
propios uno de esos exquisitos enmerdements gabachos: la idea de
redistribución de la renta a través del sistema impositivo. Como
es obvio en un país y época donde tan turbadoras ocurrencias podían
aparecer no podía tardar en llegar una
intervención saneadora. Pero, desgraciadamente, tras la enfermedad
quedaron secuelas, y el germen de las exigencias de justicia social
no fue una de las menos malas.
Gracias a los revolucionarios franceses y sus entusiastas seguidores
(partidos obreristas de todo tipo y condición, así como ciertos
intelectuales con asesores fiscales bien remunerados) todos los
pobres trabajadores de este país se ven obligados, allá por el mes
de junio, a perder uno o dos fines de semana (si tienen suerte)
con esos maléficos sobres de la Agencia Tributaria. Parece evidente
que si a alguien entretiene el Derecho tributario se trata de un
vicio privado en el que sin duda lleva la penitencia. Pero, ¿es
justo extender esa tortura a una gran cantidad de inocentes e indefensos
ciudadanos?
La cuestión es que esta pesada carga sería sobrellevada con estoica
resignación si, al menos, sirviera de un modo eficaz para redistribuir
renta. Pero hace años que esto no es así. Si tenemos en cuenta que
los rendimientos del capital no están gravados en muchas ocasiones
y que cuando lo están es a unos tipos ridículos ya podemos aventurar
por dónde van los tiros. La coyuntura internacional, al parecer,
impide que un Estado, por su cuenta, se líe la manta a la cabeza
y cometa la osadía de hacer pagar a los ricos. Como es lógico ese
país quedaría ayuno del productivo esfuerzo inversor internacional,
desalentado por las trabas que el rojerío impone a la creación de
riqueza. El misántropo de turno, lógicamente optaría por invertir
y beneficiar graciosamente a los nacionales de países con gobernantes
menos exigentes (que son todos los restantes). Este impecable razonamiento
no esconde la realidad de que, además, para que esas generosas y
desinteresadas inversiones sean todavía más beneficiosas para un
país cualquiera conviene que exista en el mismo una infraestructura
mínima (una administración, carreteras, ferrocarriles, urinarios
públicos) que, claro, alguien debe pagar. Dado que, como ya hemos
visto, a los señores tan dadivosos arriba mencionados no se les
puede ni mentar la bicha, las alternativas no son muchas. Habrá
de pagar el resto. Así que nuestro sistema impositivo se basa en
la idea de que para redistribuir conviene obtener los ingresos por
medio del impuesto sobre las rentas del trabajo. Este impuesto,
además, es progresivo. De modo que a los que trabajan más, y ganan
más por ello, se les detrae una mayor cantidad, lo que es de justicia.
Tan hábil sistema provoca un indudable aliento a todos aquellos
que trabajan, pues saben que cuanto más produzcan más contribuirán
a mejorar la infraestructura de la que se aprovechan los patriotas
que obtienen sus rentas gracias a inversiones diversas, pero sin
mover más de los dedos precisos para usar el teléfono. Más enrevesado
y maquiavélico es por qué a ciertos tipos que también trabajan la
tortura se les hace más liviana (hoy te dejo declarar por módulos,
mañana te elimino el IAE ..). La explicación es que, como esta gente
tiene más fácil defraudar, tampoco vale la pena insistir mucho en
que paguen.
La necesaria brevedad que impone esta página no permite ir mucho
más allá. La arquitectura del sistema expuesto, con todo, no es
más que un tributo formal a esos locos de 1789. En realidad no sirve
para mucho más que para obligar a los TRABAJADORES ASALARIADOS (que
son los que tienen pocas vías de escape) a pagar religiosamente.
Esto lo saben hoy hasta los políticos que han estudiado en colegio
de pago (sorprendentemente alguien olvidó explicárselo a Jordi Pujol,
que montó una buena para obtener parte del IRPF y acabar dándose
cuanta de que lo bueno está en el IVA, impuestos especiales etc...).
La tributación directa estructurada como lo está hoy en día es una
burla a los ciudadanos que hace incluso más justos a los procedimientos
de imposición indirecta. Por otro lado son estos los que, cada vez
más, emplean masivamente los Gobiernos. Tampoco es que tengamos
que estarles por ello muy agradecidos. Simplemente, conservada formalmente
la fachada redistributiva, nuestro sistema fiscal ha optado por
la injusta sencillez de la vía indirecta de recaudar. En ella, y
defraudadores al margen, al menos pocos pueden escaparse.
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