NUESTRO
(PATÉTICO) SISTEMA ELECTORAL
Elecciones
Generales 2004
Como todo el mundo que no haya estudiado
bajo la LOGSE conoce, fueron los griegos antiguos los que patentaron
el rollo este de la democracia. Democracia, “gobierno del
pueblo”. Claro, ellos lo tenían muy fácil; despedían
al efebo, se ponían la toga de los domingos, bajaban a la
plaza del pueblo y allí tomaban las decisiones políticas
que regían la vida de las polis.
Con
el crecimiento de la población y el nacimiento de los estados
la cosa se complica bastante, puesto que, por ejemplo, en España
no es concebible que todos los ciudadanos quedemos un domingo por
la tarde para discutir una enmienda presupuestaria o la rebaja del
IRPF en 5 puntos (sobre todo en periodo de Liga, porque si coincide
con el partido del MEMYUC ya tendríamos más del 85%
de abstención y no habría quórum). Ante esto
hay dos únicas soluciones, y como suprimir los partidos del
Madrid los domingos por la tarde resultaría impracticable,
a los pensadores políticos se les ocurrió inventar
eso que llamamos la representación.
En términos políticos,
a través del sistema electoral cada uno elige su representante
para que tome decisiones en su nombre en todos los asuntos generales
que interesan a la nación. Esta es la teoría, pero
¿funciona el invento realmente así? Evidentemente
no. De hecho, nuestro sistema electoral adolece de múltiples
defectos, siendo el de la escasa representatividad uno de los más
graves.
Tomemos el ejemplo de las próximas
elecciones generales. Aunque en la papeleta que depositamos en la
urna vienen los nombres de nuestros representantes en cada circunscripción,
todo el mundo sabe que lo que se dilucida en esas elecciones es
si el próximo presidente del gobierno va a ser Rajoy o ZP.
Para muchos millones de ciudadanos, el contenido real de su voto
no es elegir a tal o cual representante sino elegir un partido político
determinado y por ende a un Presidente del Gobierno. Para hacer
más grosera la ficción, los representantes al Congreso
se eligen en listas cerradas y bloqueadas, es decir, no se pueden
incluir ni quitar nombres; ni siquiera alterar el orden en el que
serán elegidos. Las jerarquías de los partidos son,
por tanto, las que deciden quién nos representa como ciudadanos
en las Cortes.
Pero
si Usted ya está comenzando a espantarse al ver la escasa
creatividad de la ficción partitocrática que padecemos,
sepa que la cosa es más grave todavía debido al problema
de la proporcionalidad. Un hombre, un voto. Cojonudo. Pero si esto
es así ¿por qué unos votos valen mucho más
que otros?. En las últimas elecciones generales, merced a
nuestro sistema electoral, al PP le costó cada diputado 55.903
votos, mientras que al único diputado del Partido Andalucista
le respaldan más de 200.000. Izquierda Unida, con más
de 1.250.000 votos tiene 8 escaños, mientras que CIU, por
ejemplo, con menos de 1.000.000 consigue 15. Está claro que
un votante de CIU vale mucho más que uno de IU. La igualdad
del voto se va también por el retrete. Y eso por no hablar
de los votantes cuyos representantes no salen finalmente elegidos.
Nuestra Ley Orgánica del Régimen Electoral General
dictamina que no se tengan en cuenta los votos de aquellas candidaturas
que no hubieran obtenido, al menos, el 3% de los votos emitidos
en la circunscripción. Así pues, en las pasadas elecciones
generales, en Murcia
más de 40.000 votantes apoyaron a IU, que no consiguió
ningún escaño. Esos más de 40.000 ciudadanos,
técnicamente, no están representados en el Congreso.
El requisito mínimo del 3% es una medida pensada para evitar
la atomización del Congreso, pero a estos ciudadanos que
en primera instancia se quedan sin representación, el sistema
debería proveerles de la posibilidad de elegir a otro representante
como opción secundaria (o como mal menor). Las segundas vueltas
se inventaron precisamente para ello, e incluso algo tan sencillo
como habilitar en las papeletas la posibilidad de una segunda opción
si la candidatura elegida en primer lugar no obtiene ningún
escaño solventaría también esta grave carencia
democrática.
Toda esta serie de deficiencias
se resumen en que nadie sabe en realidad quién es su representante,
y por tanto no tienen a nadie a quien pedir cuentas. El sistema
inglés subsana este aspecto a través de la elección
de un único representante por cada distrito, de forma que
todo el mundo sabe quién ostenta su representación
y pueden exigirle determinadas responsabilidades puntuales. Incluso
los que no han votado a ese representante concreto están
también representados por él y pueden exigir responsabilidades
en completo plano de igualdad con los que sí lo hicieron.
En España no es así, y quizá aquí haya
que buscar las causas de una abstención tan salvaje como
la que disfrutamos en estas tierras. Casi 10.000.000 de ciudadanos
con derecho a voto se abstienen habitualmente. A lo que habría
que sumar los más de 350.000 votos en blanco que en las últimas
elecciones se emitieron válidamente.
No está clara la solución,
pero resulta evidente que algo falla. No es posible que no haya
un sistema electoral un poquito menos malo que el español.
Pero mientras que al consenso partitocrático le vaya bien
como estamos, pierdan Ustedes la esperanza de un cambio. Todos los
partidos insisten en la campaña electoral en su afán
de “profundizar en la democracia”. Podrían empezar
poniéndose de acuerdo en uno de los aspectos cruciales de
la misma, como es hacer un sistema electoral más representativo.
Pablo
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