Nacionalidades
históricas y
regiones sin historia
ROBERTO L. BLANCO
VALDÉS
Se rompe
España. Es una mala noticia, en principio, para casi todos.
Con la excepción de quienes viven de que se rompa España,
o lo parezca. Que son muchos más de los que en principio
pudiera pensarse (Federico
Jiménez Losantos, PP Bono, ERC e incluso el tándem
Felipe González-Ánsar si explotaran el buen juicio
y prestigio internacional que les proporcionó su experiencia
como Presidentes) y que a este paso acabarán siendo cada
vez más (obsérvese la transición de Fernando
Savater, de superventas en plan "soy lo más parecido
a un sesentayochista que ha parido el antifranquismo" a superventas
en plan "defensa de la unidad de la patria desde la verdadera
izquierda").
Sin
embargo, la eterna ruptura de España, a la que venimos asistiendo
casi desde su creación, no nos llena el corral sólo
de pelafustanes más o menos indocumentados, sino que ampara
el legítimo interés de oscuros profesores universitarios
de vender libros, incluso, en grandes pilas en las grandes superficies,
casi como si fueran un plurilicenciado-doctor por la Logos University
de la talla de su eminencia César Vidal (la única
persona del planeta de la que puede asegurarse que sería
un tipo cultísimo sólo con haber leído los
libros que él mismo ha escrito).
Algo
semejante ha ocurrido con el libro que brevemente comentamos. Alguien
como Blanco Valdés, uno de los mejores constitucionalistas
españoles, con obras de grandísimo nivel (como su
ensayo El valor de la Constitución, absolutamente
imprescindible para entender las diferencias entre el constitucionalismo
americano y el europeo), no sólo puede gracias a la ruptura
de España publicar sino incluso lograr vender como rosquillas
una obra de divulgación constitucional sobre el Estado de
las Autonomías que al mérito de la actualidad de la
preocupación aúna el rigor intelectual, la exposición
didáctica, la profundidad en el análisis y la aportación
de ideas y propuestas de reforma.
Nacionalidades
históricas y regiones sin historia
es una obra muy recomendable para todo el que desee conocer cuáles
son las bases políticas, jurídicas e históricas
(de historia reciente, entiéndase, referida al proceso constituyente)
de nuestro actual modelo de Estado federal. Y, muy especialmente,
para el que desee contar con bases sólidas que le permitan
enjuiciar críticamente el encaje de las tradicionales pretensiones
diferenciadoras de ciertos nacionalismos españoles.
La
obra es destacable por su realismo. No tanto porque, recordando
a Hobsbawm y Gellner, desmenuce la poca entidad de los mitos fundadores
de la ficción nacional y su pretendida consistencia histórica.
Sino porque los sitúa de forma cabal en el ámbito
que les es propio: el de la legítima reivindicación
política. Que, como tal, puede ser o no atendida, sin que
de ello se deriven grandes cataclismos constitucionales.
Las
bases de cualquier nacionalismo, desde el vasco al español,
desde el catalán al astur-leonés, son una mala interpretación
de la historia, como afortunadamente (o para nuestra desgracia,
según se mire) hemos tenido tantas ocasiones de comprobar
en España de la mano de los grandes constructores ideológicos
de los identitarismos (el Generalísimo, por ejemplo; Sabino
Arana, de la manita; tantos otros que menudean en el entorno del
3-5% en tantas regiones españolas gracias a la democracia).
Pero no es suficiente tal apreciación, por mucho que se base
en la evidente constatación de que en el fondo todos los
individuos y personas, por culpa del puto contínuo espacio-tiempo
en el que las ideologías siguen instaladas incapaces ellas
de asumir la revolución que las ciencias naturales ha alumbrado
al respecto a lo largo del siglo XX, tenemos historia, y que la
importancia que le queramos dar depende más de patologías
propias que de la esencia mítica de unas historias y culturas
en oposición al yermo carácter de otras. No, sólo
con eso no basta. Por que la gracia de la confrontación política
radica en gran parte, justamente, en que cada uno de nosotros puede
defender alegremente cualquier postura, prejuicio, obsesión
y manía. Por absurda que sea. Por carente de fundamento real
que pueda señalarse. Si alguien lo duda ahí está
desde hace décadas el Partido de la Ley Natural presentándose
a elecciones en nuestro país sin que nada ocurra, ni nadie
se rasgue las vestiduras. O, puestos a mencionar freakismos,
la misma Conferencia Episcopal, que hasta dipone de financiación
pública a discreción, licencias varias para tener
teles y radios, beneficios fiscales y solares privilegiados en todos
los núcleos de población del país.
Los
problemas aparecen cuando los dementes, sean los curas o los nacionalistas,
son tomados en serio por demasiadas personas. Ahí entra en
juego, o debiera, el Derecho. Sobre todo aparecen, o hemos de encargarnos
los demás de hacer presentes, aquellos límites básicos
a los desmanes que pueden hacer o consentirse a los grupos de iluminados,
si apoyados por las masas. Porque aquéllos han de quedar,
afortunadamente, en todo caso encuadrados en los legítimos
límites a la convivencia que los valores y principios constitucionales
representan. Al menos, mientras siga la Constitución en vigor.
Lo cual no quiere decir, por otra parte, que las reglas (y los principios
que laten en ellas) de nuestra Constitución hayan de ser
inalterables o que sean necesariamente óptimas. Pero dado
que tampoco están, si se me permite decirlo, tan mal, y sobre
todo teniendo en cuenta que modificarlas a fondo es bastante complejo
(ya saben, acuerdo del PP y del PSOE, nuevas elecciones, de nuevo
acuerdo del PP y del PSOE, por simplificar lo que señala
el art. 168 CE), pues asumamos que el el campo de juego en el que
hemos de movernos es ése y ya está.
Nacionalidades
históricas y regiones sin historia
traza con inteligencia algunas de las ideas básicas que conviene
retener sobre cuál es el verdadero campo de juego que tenemos,
en estos momentos, en España. Nuestro Estado Federal light
tiene sus propias reglas, y conviene sabérselas para poder
entender algunas cosillas de esas que periódicamente alteran
la correcta comprensión de la realidad del debate regional
en España.
Blanco
Valdés señala en este punto con gran claridad algunas
ideas cuya importancia hace que merezcan ser resaltadas. Así,
por ejemplo, la esencia federal del actual modelo, de lo que se
deducen realidades tan obvias como que es imposible reformar para
convertir España en un Estado federal. Porque España
ya es un Estado federal. Otra cosa es que se quiera profundizar
en la federalización, o extraer algunas consecuencias que
todavía puedan faltar (menores) o se decida acometer alguna
modificación de tipo institucional-organizativo (la sempiterna
reforma del Senado) que refuerce esta naturaleza federal de España.
Asumir esta idea tan básica (e incontrovertible jurídicamente,
salvo si uno se pone en plan purista, decidido a cogérsela
con papel de fumar) simplifica enormemente los términos de
algunos de los más apasionantes debates a los que asistimos
desde hace años entre malvados federalistas empeñados
en llevarnos a donde ya estamos (y, de paso, en obtener bicocas
de todo tipo durante el viaje) y no menos inquietantes centralistas
que alertan de los riesgos de un Estado federal, ocultando que ya
estamos en él, pero con la conveniente repercusión
de que sus alaridos logran frenar cualquier proceso de descentralización
(que, claro, es de lo que se trata).
Descentralización
que, por lo demás, está ya más que avanzada
en España (a pesar del parón habido entre 2000 y 2004)
y, es de justicia reconocerlo, ha funcionado de manera sorprendentemente
positiva. España ha logrado en apenas dos décadas
pasar de ser un país centralista burocráticamente
muy ineficaz y débil, extraordinariamente desigual en lo
económico y social y en términos generales muy atrasado,
a ser un país enormemente descentralizado, avanzado, más
cohesionado y menos desigual, dotado de Administraciones públicas
locales y autonómicas que han demostrado gestionar mucho
mejor los servicios públicos de lo que lo hacía el
Estado central. Blanco Valdés recuerda esta realidad y analiza
la importancia que en términos de progreso y democratización
ha tenido el cambio. Asimismo resalta las enormes diferencias existentes
entre un país donde el poder lo tenían unos cuerpos
y castas que venían supraordenadas a todas las regiones (incluyendo
a los simpáticos capitanes generales y arzobispos, que junto
a los gobernadores civiles, todos ellos cuerpos designados directamente
desde Madrid, eran los que cortaban el bacalao) y uno, la España
actual, donde son las elites políticas locales y regionales
las que han desplazado a las antiguas castas. Por poco formadas
e impresentables que sean o hayan podido ser las clases políticas
del terruño surgidas al calor de la descentralización,
la evidencia es clara: han sido mucho mejores que las anteriores.
Y, además, han estado felizmente controladas democráticamente
en instancias referidas a su ámbito de gestión, con
las ventajas que ello supone.
El
caso es que el Estado de las Autonomías ha supuesto un éxito
innegable respecto a lo que nadie podría haber imaginado
nunca en los años setenta: Que en Murcia, en La Rioja, en
Extremadura... se articulasen estructuras de poder eficaces y competentes,
a pesar de la nula tradición histórica y de las inexistentes
ganas iniciales de esos territorios y de su ciudadanía por
disponer de autonomía. Pero la dinámica emuladora
de nuestro peculiar federalismo ha asentado con notable éxito
estas estructuras. Y ha demostrado que por precarias que en algunos
casos fueran en ningún supuesto empeoraban la lamentable
gestión pública asociada al centralismo de corte españolista
de nuestro querido nacional-tradicionalismo.
Paradójicamente,
sin embargo, como también destaca Blanco Valdés, donde
nuestro Estado de las Autonomías ha fracasado ha sido precisamente
al resolver lo que teóricamente tenía que arreglar,
esto es, el encaje constitucional de, sobre todo, Cataluña
y el País Vasco, con sus peculiaridades propias que eran
y son, sobre todo, el potente apoyo electoral que reciben el nacionalismo
y el independentismo en esos territorios. Porque el modelo de Estado
federal pergeñado por el constituyente de 1978 ha permitido
a estas regiones (y les permitirá probablemente más
si cabe en el futuro) contar con un nivel de autogobierno más
que generoso. Que se ha llevado a la práctica y que se ha
demostrado eficaz. Pero que no permite, en el modelo constitucional,
asegurar una distinción con otras autonomías, lo que
obliga a los partidos nacionalistas, por mera superviciencia política,
a una constante surenchère, a una huida hacia adelante
en la pretensión diferenciadora. De eso viven y tampoco se
lo podemos reprochar, por mucho que convenga desenmascararlo.
Estructuralmente,
éste es el problema de nuestro Estado de las Autonomías,
cuya solución pasa únicamente por al asunción
de algunas realidades constitucionales básicas y dolorosamente
evidentes:
- El
modelo territorial de la Constitución de 1978 no permite
blindar diferencias entre unas autonomías y otras. Más
allá de la distinción entre la "vía rápida"
y la "vía lenta", que se sustancia sólo
en un retraso de cinco años en la posibilidad de asumi estatutariamente
todas las competencias no estatales, el marco jurídico de
nuestro Estado dispone que cualquier Comunidad Autónoma tiene,
por definición, el mismo techo competencial teórico
que cualquier otra.
- Un
sistema como el descrito sólo puede ser alterado por previsiones
constitucionales concretas estrictamente contrarias a lo señalado,
como las que excepcionalmente existen para las provincias que ayudaron
al Generalísimo a ganar la guerra y que perpetúan
los privilegios que el Caudillo les concedió a cambio de
su apoyo (el reconocimiento del concierto económico vasco
y del convenio económico navarro, constitucionalmente introducidos
para asegurar el apoyo del nacionalismo vasco a la Constitución,
y que constituyen en la actualidad una alteración única
y difícilmente justificable, pero cuya remoción exige
una reforma constitucional).
- Adicionalmente,
y como es obvio, los "hechos diferenciales" permiten alguna
competencia adicional: es evidente que sólo la existencia
de lengua propia permitirá el ejercicio de competencias en
esta materia (aunque la naturaleza indómita del político
español de provincias no permita asegurar con igual confianza
que sólo haya lenguas oficiales en unas determinadas CC.AA.,
dado que cualquier día nos surge una lengua propia en León,
Asturias, el Pirineo aragonés, Murcia, la provincia de Cádiz
o incluso el barrio de Legazpi); parece sensato que las competencias
autonómicas en materia de puertos sean sólo reconocidas
a las Comunidades Autónomas con costa (y ahí el indómito
carácter español lo tiene mal, por mucho pantanos
que haya en el interior); e incluso es defendible que la condición
de región ultraperiférica no puede predicarse de la
Comunidad de Madrid.
- Sin
embargo, hechos diferenciales no hay tantos. De manera que conviene
asumir que potencialmente sólo unas cuantas competencias,
muy poco relevantes, conformarán la diferencia jurídica
respecto del status de autonomía que pueden alcanzar
unas y otras Comunidades Autónomas (con la diferencia, de
nuevo, del concierto y del convenio económicos de los ex-carlistas).
A este
punto se tendría que llegar cuanto antes en el debate autónomico
español. Asumiendo todos, Comunidades históricas
y las que carecen de tradición; naciones, nacionalidades
y regiones; estatalistas y nacionalistas periféricos; que
en el marco de la Constitución las diferencias, sensatamente,
sólo pueden establecerse por dos vías. Bien porque
el legislador estatal, que es a quien compete en última instancia
la reforma estatutaria y marcar con ello los techos competenciales
de cada autonomía, opte por marcar diferencias por motivos
de oportunidad política, mejor o peor argumentados, pero
en general llamados, por motivos obvios, a ser superados por la
presión democrática. Bien por la vía de asumir
que puedan exisitir Comunidades Autónomas que, sencillamente,
no deseen tales o cuales competencias, estableciéndose así
de forma natural y no traumática la diferencia o, más
sencillo, como consecuencia de que, en un entorno simétrico
de tipo federal haya Comunidades Autónomas que, teniendo
unas competencias homologables a las restantes, sean capaces de
hacer mejor uso de ellas, gestionando mejor, siendo imaginativas
e innovadoras, sirviendo mejor los intereses de los ciudadanos.
Porque ésta, si algún día nos logramos librar
del malhadado legado franquista todavía enquistado en la
Constitución de tan nefastas consecuencias para la cohesión
social, será la única forma de asimetría que
permitirá nuestro sistema.
ABP
(València)
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