Warren
Zevon
Aquí
huele a muerto
No
hay nada que atraiga más a la industria musical que el olor
a vejez y muerte. Es una estrategia comercial tan suculenta como
miserable, y que se pone en marcha cada vez con mayor asiduidad.
Ahí tenemos dos grandes ejemplos en los últimos años:
por un lado, el caso de Sinatra, forzado a grabar duetos con famosos,
muchos de los cuales no se habían cruzado en su vida con
“La Voz”; y en el ámbito hispano, toda la atención
mostrada, de repente, hacia Compay Segundo, sobre todo el disco
producido por Ry Cooder. Este último caso es bastante significativo:
Cooder se dio un paseo por Cuba buscando intérpretes populares
con la condición de que ninguno de ellos tuviera menos de
ochenta años de edad. La lista de homenajes póstumos
en vida sería interminable, pero podemos ver en todos ellos
una serie de características comunes:
- De repente, algún músico o productor en horas bajas
“descubre” a algún artista que o bien no ha sido
nunca conocido o bien ha pasado por una larga etapa de olvido. Entonces
se lanza una campaña publicitaria enorme destacando que tal
artista fue el creador único de un cierto estilo musical
que ha tenido infinidad de seguidores.
-
Acto seguido, se graba un disco. En vez de contar con el equipo
habitual de músicos del artista homenajeado, se realiza un
cásting entre músicos de primera línea para
tocar la guitarra o aportar su voz en una única canción
del disco (así, a una canción por cabeza, caben todos).
-
Importa un pimiento si los músicos seleccionados conocen
al anciano homenajeado o no, e incluso da igual que no graben las
canciones siquiera en el mismo estudio (el Duets de Sinatra está
grabado con las voces separadas, de manera que casi nadie llegó
a cruzarse con el capo).
-
No faltan las fotos promocionales. Cuando alguien graba con el moribundo
nunca se olvida de fotografiarse a su lado, siempre sonriendo (para
que veamos lo grandes amigos que son) o tocando algún instrumento
(señal de profesionalidad y respeto).
-
Grabado el disco, sólo basta que el artista homenajeado se
muera, para que las ventas se disparen aún más. Tengamos
en cuenta que siempre se elige a un artista del que se sabe a ciencia
cierta que está a punto de morirse, bien por edad (Compay
Segundo) o por enfermedad (Roy Orbison).
Y
a esto, ¿qué tiene que decir el artista? Nada. Porque,
¿a quién le duele de repente tantas atenciones por
parte de todo el mundo? Después de años ninguneados
por el público y por la industria, cuando esa misma industria
se acuerda de uno, pues nada, a disfrutar de los momentos de gloria.
Existe un pequeño problema: cuando el moribundo aguanta demasiado.
Entonces la lista de aduladores se hace tan larga que habrá
demasiadas medallas para repartir y estará muy disputado
el puesto de superamigo-especial-y-único a la hora del entierro.
Por ejemplo: Chavela Vargas. Pero, claro, ese fallo de cálculo
sólo ocurre en España, donde no saben ni hacer estrategias
tan pulidas como la de los norteamericanos.
Una
de las últimas muestras más crueles y espantosas de
esta pulsión económico-necrófila se ha cebado
sobre Warren Zevon. Cantante que comenzó su carrera en los
años 60, Zevon fue un adicto a la heroína y al alcohol
que, a pesar de una vida al límite, aguantó bastante.
Zevon cayó en un cierto olvido en los 80, y su devolución
a la vida pública por parte de REM no tuvo el éxito
que se esperaba. En 2002, los médicos le diagnosticaron un
cáncer terminal de pulmón, pronosticándole
tres meses de vida. Entonces hubo quien se frotó las manos
ante el interés que, a pesar de sus expectativas vitales,
tenía Zevon en acabar su último disco. Y más
ajustado imposible: Zevon moriría el 7 de septiembre de 2003,
un mes después de salir a la venta el CD, titulado “The
Wind”.
Son
muchos los que se han arrimado a hacerse la foto con Zevon: Ry Cooder
(éste no se pierde ni una; se ve que algo aprendió
de cuando hacía bandas sonoras para Wim Wenders, el más
célebre enterrador de cineastas ancianos: Ray, Antonioni),
Billy Bob Thornton (empezó su carrera musical tocando en
una banda que homenajeaba a ZZ Top), Bruce Springsteen (quien también
siguió de cerca los últimos homenajes de Roy Orbison)
y Tom Petty (que se apunta también a lo que sea, se llame
Johnny Cash o el concierto del 30 aniversario de Bob Dylan en la
música) y un largo etcétera. Vamos, todos unos grandes
profesionales del negocio.
El
CD en cuestión da miedo. Porque sabido esto, uno se encuentra
con sus peores pesadillas y temores: un álbum de una tristeza
superlativa, que roza en muchísimas ocasiones el patetismo,
un ejercicio auspiciado por todo el entorno para complacer a un
enfermo que no se tiene en pie. No se trata de valorar que Zevon
tenga derecho a editar lo que le dé la gana. En absoluto.
El tema de fondo son las concesiones que se le hacen porque todo
ello supone grandes beneficios económicos, pero no por méritos
musicales, sino por el morbo que se vende. Así, por ejemplo,
la voz de Zevon está destrozada (lo que es normal) pero hay
canciones en las que parece que se ha intentado acentuar su estado:
basta con escuchar “El amor de mi vida” para constatar
que Zevon apenas llega al final de los versos. Y esto es algo que
aparece grabado y editado porque se vende como síntoma de
las condiciones en que grabó Zevon “The Wind”.
En definitiva, se genera un morbo a costa de un enfermo terminal.
Y
la estrategia ha dado, una vez más sus frutos. El disco se
ha vendido un montón, apareciendo, por ejemplo, en las primeras
posiciones de la lista de Billboard. En las principales tiendas
de discos de nuestro país se puede ver en lugar destacado,
cuando Warren Zevon era por aquí prácticamente un
desconocido y, los que más, lo recordaban por canciones como
“Werewolves of London”, una simpática y original
composición de los 70 que daría base, poco después,
al “Lobo-hombre en París”, el exitazo de La Unión.
La
última obra de Zevon está impregnada de referencias
a su vida y a su estado de salud, desde el principio (la primera
canción se inicia con el verso “Some days I feel like
my shadow’s casting me”), hasta el final (con el tema
“Keep Me in Your Heart”, en que el músico implora
a sus seguidores que siempre le recuerden). No faltan confesiones
sobre su pasado de vicios y adicciones (“Dirty Life and Times”),
alegorías sobre la inmediata llegada de la muerte (“Disorder
in the House”), cantos de despedida a los seres queridos (“Numb
As A Statue”), y al mundo en general (“Prison Grove”),
e intentos de mostrarse animado a pesar de no poder ocultar las
referencias al tiempo que se consume (“The Rest of the Night”).
Sin olvidar las súplicas descarnadas de “Please Stay”.
Y, por supuesto, reseñable resulta que haga una revisión
del “Knockin’ on Heaven’s Door”, una de
las peores canciones de Dylan que, con todo, es de las más
versioneadas a raíz de lo que hizo en su momento Guns’n’Roses.
La letra de la canción justifica la elección por parte
de Zevon y da cuenta de la larga sombra que proyecta Dylan en todo
el grupo de cantautores norteamericanos surgidos a finales de los
60.
Disco
tristísimo, deprimente, en que las canciones que intentan
ser animadas consiguen el mismo efecto que un chiste verde contado
por un funcionario: más que levantar el ánimo, deprime
aún más. El aire country lacónico que recorre
todo el álbum subraya unas letras depresivas con las que
Zevon quiere decir adiós y arreglar posibles cuentas pendientes.
Ignoramos si el estribillo en español de “El amor de
mi vida” es una estrategia para el mercado hispano. Tanto
da. Lo que podía haber sido un disco intimista con el que
un artista irregular cierra su carrera se convierte en un puro ejercicio
de morbo gratuito merced a una industria dispuesta a levantar caballeros
cuales Cid Campeador que sigan recaudando millonadas incluso después
de muertos. Descanse en paz Zevon, aunque algunos no estén
dispuestos a ello.
Manuel
de la Fuente
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