Rastros
de carmín, de Greil Marcus
Reivindicación del Anticristo
Hay
escritores que escriben sobre rock. Y esos libros se publican. E
incluso se venden. Parece increíble, pero es cierto. Hay
gente interesada en el rock que no se limita a comprar y escuchar
discos, sino que también lee libros. No se crean que el fenómeno
no es impresionante, ya que hay parcelas de la cultura popular regentadas
por personas que no se acercan a un libro ni aunque se los regalen:
por ejemplo, los lectores de cómics. Pero, por algún
oscuro motivo, incluso en un país como España, hay
editoriales que dedican colecciones enteras al rock. Así,
que si esto que decimos supone un hallazgo para alguien, tenemos
que especificar las condiciones que ha de cumplir una persona que
quiera leer libros de rock:
- Primero, tiene que saber leer. No es tarea que esté al
alcance de todos, porque basta con asistir a un concierto de Amaral
o a una tienda de cómics para descubrir que las tasas de
analfabetismo, que con tanto orgullo esgrimen nuestros gobernantes
de vez en cuando, no son tan bajas como se nos supone.
-
En segundo lugar, hay que saber qué es un libro. Es un objeto
que se abre y no se fuma, sino que se lee. Las hojas, en estos casos,
son para leerse, no para enrollarse petas, canutos ni chinos. Tal
vez no sea el uso más adecuado para el papel, pero bueno,
hay gente para todo, incluso gente que lee.
-
Por último, y más importante, hay que saber leer en
inglés. Porque, en caso contrario, uno se queda expuesto
a leer siempre a los mismos autores (Jordi Sierra i Fabra es uno
de los más prolíficos) que, además, no dicen
demasiadas cosas interesantes. Y es que lo que suelen hacer estos
autores (porque ellos sí saben un poco de inglés)
es traducir mal las obras anglosajonas y forrarse, a la vez, con
la venta de libros, con artículos en prensa, y con un programa
de radio en alguna hora de madrugada o en cualquier disparatada
emisora local que osa cederles espacio. Por si esto fuera poco,
su sabiduría se reduce en citar el mayor número de
artistas y obras en el menor espacio posible. Es común en
los escritores y periodistas rock españoles leer cosas en
plan: “Ah, los Chuchufa Flighters, que grabaron en el 78 con
Chester Dickinson, que pasó, por cierto, sus primeros años
con Mary Bowers and The Fury, antes de grabar la maqueta de su canción
“Looking inside my dog’s cunt”, tema inencontrable
que yo tengo en una cinta pirata”.
Bueno,
a lo que vamos, que si cumple estos tres requisitos, puede leer
sobre rock con un cierto criterio. Con todo, en el mercado español
existen algunas excepciones que nos permiten leer obras importantes
sin tener que recurrir al original inglés: “Rastros
de carmín”, de Greil Marcus es, de hecho, una grandiosa
extrañeza en lo que se suele llamar “nuestro panorama
editorial.”
Porque Marcus es un autor de referencia en los estudios sobre la
cultura
popular del siglo XX, y, más concretamente, sobre el rock.
Y se le considera un gran conocedor de lo que habla sin necesidad
de ametrallar con un sinfín de referencias en plan yo-soy-pepito-piscinas-y-sé-más-que-nadie-sobre-esto.
Mediante un particular estilo en el que va descubriendo relaciones
culturales secretas que se articulan como piezas de un puzzle que
funciona en distintos niveles de transmisión social, Marcus
va trazando lecturas sugerentes sobre los fenómenos más
significativos de la historia del rock.
Si en “Mystery Train” realizaba un recorrido por el
blues y Elvis, en “Rastros de carmín” Marcus
analiza el origen del punk en Gran Bretaña en la segunda
mitad de los 70, centrándose en los Sex Pistols. Partiendo
de un verso de su vocalista Johnny Rotten (“I am an Antichrist”,
del tema “Anarchy in the UK”), Marcus reflexiona sobre
el sentido histórico de esas palabras para encontrar reminiscencias
que no sólo se remontan a los situacionistas y letristas
franceses (movimientos culturales de los años 50, provocadores,
en cierta medida, de mayo del 68) sino que llegan hasta el dadá,
e incluso hasta determinados grupos milenaristas medievales. Son
los ecos discursivos de un pasado que se quedan grabados en la colectividad,
y que surgen, en determinados momentos, cuestionando el orden social.
En un momento en que Gran Bretaña contaba con una importantísima
tasa de desempleo, en un momento en que la escena cultural británica,
dominada por una eterna nostalgia post-beatle, no reflejaba estos
problemas, surgen los Sex Pistols como una reacción y como
una advertencia: “Soy un Anticristo”.
Censurados, ninguneados, prohibidos, la historia de los Sex Pistols
es tan breve como apasionante. En sus escasos nueve meses de vida,
grabaron únicamente un disco, realizaron giras por Gran Bretaña
y EE.UU., y vieron cómo casi ninguna sala se atrevía
a contratarles, al tiempo que la BBC dejaba en blanco el espacio
reservado para poner el nombre del grupo en la lista impresa con
el “top ten” de ventas. Los altercados, además,
fueron numerosos: navajazos, peleas a puñetazo limpio en
los conciertos, duelos de escupitajos con el público... todo
ello sustentado, según Marcus, en unas letras que llevaban
a un callejón sin salida cualquier tipo de discurso político,
al poner voz, por ejemplo, en una canción a un parado que
confesaba que no tenía ninguna intención de trabajar.
De este modo, al alejarse de la protesta fácil y expandir
un nihilismo tan destructivo entre la juventud, los Sex Pistols
se convirtieron en una clara amenaza. Incluso la institución
monárquica (esa misma que le daba medallas a los Beatles)
sintió el peligro por el éxito de ventas de “God
Save the Queen”: “Al maldecir a Dios y al Estado, al
trabajo y el ocio, al hogar y la familia, al sexo y el juego, al
público y a uno mismo, durante un breve tiempo la música
hizo posible experimentar todas estas cosas como si no se tratase
de hechos naturales sino de estructuras ideológicas: cosas
que alguien ha hecho y que consecuentemente pueden ser alteradas,
o incluso eliminadas” (pág. 14).
Marcus no desmiente la versión tantas veces defendida de
que los Pistols fueron un montaje comercial edificado por Malcolm
McLaren, el mánager del grupo y un inteligente y ávido
comerciante de ropa. Pero insinúa que el liderazgo de Johnny
Rotten, tanto artístico como en la toma de decisiones del
grupo, superó las expectativas de McLaren e hizo que el juguete
se le fuera de las manos. En este contexto, la incorporación
de Sid Vicious (conocido por ser un idiota que no sabía ni
tocar) fue un intento forzado de McLaren por seguir poniendo el
acento en la importancia del grupo únicamente como movimiento
estético. La rápida disolución de los Pistols,
atribuible principalmente a Rotten, constituye, según Marcus,
un acierto, por dos motivos:
- El objetivo primordial del punk, como movimiento musical, era
señalar que el pop hacía tiempo que había perdido
su magia, “mediante la cual la relación de ciertos
hechos sociales con ciertos sonidos crea símbolos irresistibles
de la transformación de la realidad social” (pág.
10).
- Por otro lado, la fuerza de las canciones de los Sex Pistols radicaba
en su capacidad para generar relaciones con la realidad social en
cada oyente. Las letras no concretaban gran cosa, pero tenían
más carga política que letras más específicas,
como las de The Clash: “En cuanto que segunda banda punk de
Londres, el proyecto pop de los Clash fue siempre dotar de sentido
a los acertijos de los Sex Pistols, y eso tenía sentido...
sólo que una sola audición del “God Save the
Queen” disolvía todo el sentido que pudiese tener”
(pág 20).
El libro de Marcus resulta estimulante en tanto que dibuja una historia
alternativa, ideal para comprender la cultura alternativa que, en
principio, debía suponer la música popular. Y que
se traduzcan obras como ésta o la historia del rock de Charlie
Gillett siempre son un buen antídoto para escritores patrios,
como Lucía Etxebarría, que cuando se cansa de “intertextualizar”
novelas o de enseñar sus megatetas en posados “sorpresa”
en Interviú, escribe un libro sobre Kurt Cobain y Courtney
Love. Dicho esto, sobran comentarios.
Manuel
de la Fuente
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