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ACTUALIDAD DE ESPAÑA                          FEBRERO DE 2003

 

02/02/04: Es cosa de hombres

La Sala Primera del Tribunal Supremo, encargada de hacer respetar los sacrosantos principios de nuestro orden jurídico-civil, se ha liado la manta a la cabeza y ha endiñado una Sentencia a la línea de flotación de sus colegas y sin embargo colegas del Tribunal Constitucional. En el fondo, y perdonen por el abrupto chapapote que les va a pringar el día a partir del próximo párrafo, el asunto tiene implicaciones interesantes (lástima que no hayan sido desarrolladas, pena que no tengan nada que ver con las razones que oculta la sentencia). Otra cosa es que convenga mantenerlas en silencio para poder seguir disfrutando con tranquilidad de la campaña electoral, espectáculo mucho más ameno. Si siguen leyendo, luego no se quejen.

La soberanía, cualidad jurídica muy complicada o muy sencilla, según se quiera uno liar con pruritos esencialistas o se deje llevar por el sentido común (y que viene a significar capacidad de hacer lo que le sale a uno de las pelotas), es algo que se tiene o no se tiene. Viene a ser como la omnipotencia del Altísimo, que en cuanto se enfrenta a un imposible bien lo resuelve (y no era tal imposible) bien no (en cuyo caso no era tal, la pretendida omnipotencia). O la hombría de Ánsar (que, en este caso, o se tiene o se tiene).

Si bien de importancia menor que asuntos tan trascendentales como la existencia de Él o lo larga que la tiene el Presidente, la cosa esa de la soberanía no es moco de pavo. Viene a significar la capacidad de hacer, dentro de un Estado, lo que le dé a uno la gana. Históricamente, como es lógico y razonable, se ganaba uno a pulso el título de soberano repartiendo yoyah (puede consultarse, a estos efectos, nuestra Histeria de España). Con el tiempo la civilización avanzó y bastaba que hubiera dado yoyah tu padre o tu abuelo, si lo había hecho con clase, para asegurarte un puesto soberano. Weber, que era un cachondo, lo definió como el proceso de transformación de la legitimidad carismática en legitimidad dinástica. De esta época procede la situación que nos permite disfrutar en la actualidad de un Borbón. Y más o menos en fase de transición a la misma está el Derecho internacional, que como es sabido sigue una evolución pareja pero retrasada a lo que fue la conformación de los Derechos estatales. De Bush junior todavía no se sabe si es Soberano por su capacidad para invadir países con reservas de petróleo en cuanto se decide a hacerlo, por la gracia demostrada por su familia en el pasado en estas labores o por su afición, pretérita, a inclinar el codo y amañar elecciones.

Posteriormente, en momentos de confusión y mudanza, se guillotinó a un par de soberanos, en clara demostración de que, perdidos sus atributos, ya no eran tales. El triunfo de la chusma llevó a plantear por un tiempo la posibilidad de considerar soberano al pueblo y, en su representación, a lo que la buena voluntad de casi todos acordó en considerar expresión de sus deseos: la ley soberana. En esa ficción llevamos un tiempo viviendo. Pues vale. No conviene adentrarse mucho en desmontar la propaganda habitual, llevaría demasiado tiempo. Pero sí conviene perfilar un par de cosillas. A saber:
- la ley soberana ha acabado siendo aceptada porque, en la práctica, y con su cobertura, se ha logrado alcanzar un equilibrio que permite que verdaderos caudillos carismáticos y salvíficos hagan lo que les plazca sin mayores problemas (es decir, que no es, para las cosas importantes, impedimento relevante; ahí tienen al Presidente del Gobierno enviando tropas en misión humanitaria sin dar explicaciones ni pedir autorización no ya a la opinión pública sino ni siquiera al Parlamento).
- la ley soberana fue, pasada la euforia inicial, rápidamente asimilada por la casta de oligarcas que compró oficios judiciales en el Antiguo Régimen y los legó a sus descendientes. Esta casta luego ha venido comprando oposiciones de forma más o menos descarada y perpetuándose en una amplia panoplia de puestos aparentes pero donde no hay que trabajar apenas, se cobra bien y de vez en cuando se le da un gusto al cuerpo arreándole a un descamisado. De manera que, si para las cosas importantes ya estaba y está el Caudillo, para las cosillas de la vida diaria está la judicatura, que ha seguido y sigue haciendo lo que le da la gana, sintiéndose por ello muy importante, y eximida de estudiar Derecho, de leer o de pensar.

Este estado de cosas ha permitido a todo el mundo vivir tranquilo. Y, especialmente, a la miserable casta judicial española. Que, dentro de lo que cabe, sabía que su capacidad de ser en última instancia todo lo arbitraria e inicua que quisiera (siempre y cuando, eso sí, respetara a los poderosos) estaba garantizada. Ahora bien, claro, para ello la ley tenía que seguir siendo soberana.

Sin embargo, este estado de cosas fue modificado por la Constitución y, a partir de ahí, queda claro que tal ficción se resquebraja. La pretendida soberanía de la ley queda en agua de borrajas. Y la fuerza de sus intérpretes se ve con ello disminuida. Serán otros exégetas, de otra casta de diferente filiación y más reducida, los que obviamente controlarán el percal. O debiera quedar claro, porque no se suele comentar en voz alta. Quizás porque la cosa es un poco liosa y contradice la esencia democrática de los regímenes con la que estamos empeñados en vivir.

La ausencia de debate jurídico al respecto, con todo, no implica, ni mucho menos, que se haya resuelto satisfactoriamente la aparente aporía que supone que el Derecho establezca límites al poder que se le otorga al legislador (con base en su legitimidad democrática) para ordenar la vida social. En última instancia ello lleva a negar el carácter soberano a los representantes de la ciudadanía en tanto que poder legislativo, quedando como soberano único el poder constituyente. Sin embargo, es complejo encontrar una razón suficiente que justifique la subsistencia de estos límites en la medida en que el soberano (poder constituyente) extraiga su legitimidad (y en ese caso sí se considera bastante para poder operar cualquier modificación) exactamente de esa misma representatividad que, con el legislador (poder constituido), no es en cambio tenida por suficiente para dotarle de un poder soberano. Se trata de un problema conocido y constante, de difícil resolución en el plano jurídico, que ha sido estudiado a fondo por poca gente (hay un librito bastante didáctico e interesante de José Luis Pérez Triviño).

Es evidente que la causa última de reconocer a la representación cuando constituyente una capacidad limitadora sobre la representación constituida radica en que la primera contiene un elemento adicional jurídicamente relevante que permite establecer esta diferencia. Habitualmente no se reseña, pero parece importante a estos efectos el hecho de que, y de ahí es de donde extrae su capacidad normadora la Constitución, la configuración del Derecho y la sociedad que supone la aprobación de la Norma Primera va más allá de la mera representación. Traduciendo, que para salir del embrollo sólo queda recurrir a las mistificaciones idealizadas de nuestro subconsciente colectivo. Es interesante recurrir a la explicación de un fenomenólogo belga, el brillante Marc Richir, que distingue a tales efectos entres "incorporación" y "encarnación" (incorporation et incarnation). Ambas nociones se hallan confundidas en la tradición filosófica occidental desde el empleo conjunto que de lo teológico y lo político hicieron las monarquías medievales europeas, cuyos perfiles trazó tan certera y amenamente Kantorowicz. Como de aquellos polvos vienen estos lodos la utilización del recurso viene al pelo. Y es que la confusión, trasladada a la antropología política, ha acabado por tomar la mera incorporación comunitaria como código significativo ciego de la encarnación. Y no tiene porqué, claro. A la vista está.

El caso es que esta sencilla (?) explicación no la han acabado nunca de ver clara los jueces. Y menos todavía los españoles. Algo que les humaniza y honra, podrán pensar muchos de Ustedes, y con razón. Pero es que en realidad a ellos lo que les fastidia es que, como sumos tergiversadores de la voluntad soberana, su poder queda reducido a efectos prácticos a la nada si hay otra voluntad soberana "más mejor" (la Constitución) y unos intérpretes definitivos de la misma que, por ello, quedan situados por encima de la casta de burócratas de la Justicia (así, con mayúsculas, como se ven ellos) de toda la vida. Y eso jode. Pues claro. Que no venimos señoreando estos mundos para que vengan advenedizos colocados por politicastros a enmendar la plana a unos tipos que han aprobado limpias y meritorias oposiciones. Hasta ahi podríamos llegar.

Al Supremo nunca le ha acabado de gustar el Constitucional. Y es lógico. Por el mismo por el que los Magistrados del Supremo aspiran a su vez, todos ellos, a dar el paso definitivo de armonización de lo jurídico con la lógica partidista y merecer un dedazo que les lleve al Constitucional: porque desde que existe el TC el Supremo ha dejado de serlo. Con lo bonito que era el nombre. El caso es que, mientras anhelan llegar a ser de la Nueva Casta de Divinos Jueces, los miembros del Supremo, anidan envidia y odio, legítimos, a sus mayores. Éstos, por su parte, tienen claro que sus subalternos son meros banderilleros del Derecho, vulgares juecillos de provincias venidos a más. Estas rencillas y tensiones se dirimen en ocasiones a golpe de sentencia, aunque con moderación, porque los del Supremo, por la propia lógica de las cosas, llevan las de perder, y lo saben.

No vale la pena perderse en las chiquillerías de parvulario que puedan haber motivado la más reciente decisión a la que hemos hecho referencia. Son eso, banalidades. Tampoco, y es lo más grave, en la Sentencia en sí, por ser de una indigencia jurídica pavorosa. Uno esperaría que si la Sala de lo Civil del Supremo decide montar el espectáculo Soberano y condenar al TC lo haga al menos alejándose de sus maneras habituales (sentencias no motivadas más allá del "porque yo lo valgo", errores ortográficos y sintácticos, ausencia de debate de calado jurídico), pero ni en un caso como este parece posible. La fuerza de la costumbre les impide elevarse más de lo común aunque lo intenten. O será que ni siquiera queriendo pueden, vaya Usted a saber. De manera que la Sentencia carece de la solidez jurídica mínima exigible, reduciendo todo su meollo a una discutible y extensiva aplicación de la responsabilidad civil extracontractual, que para estos señores haraganes y faltos de ganas de estudiar sirve tanto para condenar a la señora a la que se le cae una maceta del balcón como para empurar a los magistrados del TC.

No está claro si los magistrados del Constitucional son o no inviolables en el ejercicio de sus funciones (o sea, que parece que el Supremo sí lo tiene claro, clarísimo y actúa en consecuencia, pero no estaría de más que esta cuestión discutida y clave hubiera sido resuelta con más detalle, y no solventada de mala manera en la negativa a la declinatoria de jurisdicción planteada), si son o no magistrados cuyo régimen es equiparable al de los ordinarios (porque primero dice el Supremo que no, a efectos de poder acudir a la responsabilidad civil extracontractual, pero luego que sí, a efectos de evaluar sus deberes de diligencia, ¿en qué quedamos?), si cabe que un tribunal como el supremo enjuicie la lex artis de la que han hecho gala o no los miembros del TC... Realmente, para una sentencia como esta, una primicia a nivel mundial (porque en el mundo civilizado las bullas de patio de colegio no se judicializan hasta estos extremos y en el no civilizado se resuelven en la calle, como los hombres; sólo España mantiene una apasionante posición intermedia), habría sido de agradecer un mínimo de dedicación por parte del Tribunal Supremo dedicado a razonar y fundamentar su decisión. Así, quedando las cosas como han quedado, no pasa todo el asunto de ser una reyerta intrascendente, de la que el Constitucional se repondrá tarde o temprano con otra chinita en el zapato del Supremo, tampoco de gran trascendencia para los ciudadanos. Cosas de viejos oligarcas.

ABP (València)

 

 
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