ACTUALIDAD
INTERNACIONAL
FEBRERO
DE 2005
20/02/2005:
La aprobación en España de la Constitución
Europea
El
20 de febrero de 2005 los españoles aprobamos en referéndum consultivo
el Tratado por el que se aprueba una Constitución para Europa. Se
trata del último de los Tratados destinado a organizar el funcionamiento
de la Unión Europea, readaptación, compendio y mejora de los textos
primigenios (Tratados de París de 1951 y Roma de 1957), así como
de sus posteriores reformas (Acta Única Europea, Tratado de Maastricht,
Tratado de Amsterdam, Tratado de Niza). Aunque formalmente no nos
encontramos ante un texto constitucional sino en presencia de un
Tratado negociado y aprobado por los Gobiernos de los diferentes
Estados que se obligan a su respeto, esta reforma ha ido acompañada
de una ambiciosa campaña de explicación y legitimación del texto
ante la ciudadanía europea, con la intención de presentar el proceso
de codificación del Derecho originario europeo que se ha acometido
como una suerte de transnacional proceso constituyente, a partir
del cual el demos europeo podría sentirse regido en su destino común
por una norma que, intencionadamente, es denominada "Constitución".
Consideraciones
sobre la esencia constitucional del Tratado
Una
de las críticas más frecuentes al Tratado por el que se establece
una Constitución para Europa ha estado fundamentada, precisamente,
en la pretensión de un texto marcadamente intergubernamental como
el que es en el fondo la "Constitución Europea" de arrogarse la
legitimidad asociada a un proceso constituyente. Estas consideraciones
han dado lugar a un debate sin duda desenfocado, entre quienes se
aferraban a la constatación de lo obvio para pretender convertir
esta situación en una descalificación de raíz del Tratado y quienes,
partidarios del sí, intentaban justificar lo injustificable, argumentando
de manera enrevesada y poco responsable para tratar de encuadrar
un texto como el que nos ocupa en los caracteres históricamente
predicados de los textos constitucionales.
La
llamada Constitución Europea es un Tratado internacional, negociado
y aprobado por los Estados miembros de la Unión Europea (los mecanismos
internos por los que, dentro de cada Estado, se apruebe o rechace
el texto, no suponen a estos efectos más que un problema de Derecho
interno), es de origen indudablemente intergubernamental. E instaura,
por otra parte, una estructura política (más que instaura reafirma)
en la que, también, el poder de decisión queda residenciado, en
gran parte, en estructuras intergubernamentales. Es decir, donde
las decisiones finales no son adoptadas a partir de mecanismos de
representación de las voluntades de los ciudadanos sino de las de
los diferentes representantes de los Estados miembros (Gobiernos).
Por muchos que éstos sean los depositarios, en segunda instancia,
de una indudable legitimidad democrática, es evidente que una estructura
de este tipo no se corresponde con el nacimiento y consolidación
de una comunidad política madura y acabada. Tampoco una Constitución
como la que nos ocupa puede, en consecuencia, aspirar a serlo en
sentido clásico.
Adicionalmente,
numerosas previsiones del Derecho de la Unión Europea son radicalmente
contrarias a las que rigen o han regido tradicionalmente el Derecho
Constitucional de cualquier Estado. Incluso, algunas de ellas, anteriormente
existentes pero sólo de modo tácito (pues no estaban expresamente
referidas en el texto de los Tratados y se deducían simplemente
de la constatable realidad de los mismos como Tratados Internacionales
o se habían ido explicitando por la labor de la jurisprudencia del
Tribunal de las Comunidades Europeas), aparecen en la Constitución
Europea por primera vez, negando con ello, en apariencia, el carácter
constitucional del texto. Es el caso, por ejemplo, y se trata de
una cuestión que desde España puede entenderse muy bien por su peculiar
situación política, de la expresa mención que contiene el texto
a la posibilidad de que cualquier Estado miembro pueda salir de
la Unión. Característica esta radicalmente excluida de la noción
de Constitución clásica, en tanto que vertebradora y fundadora de
una comunidad política única, que por ser plasmación de una única
voluntad no admite su compartimentación a efectos de aceptación
de la misma ni, mucho menos, prevé el opting out. La Constitución
Europea, en cambio, es desde el principio un acuerdo de diversas
voluntades, de origen estatal, que se comprometen a trabajar en
común para la consecución de determinados objetivos pero sin fundirse
en una. Como en cualquier texto de estas características, como en
todo Tratado Internacional, el Estado firmante es libre de, en el
futuro, desligarse de la organización (otra cosa es que esto sea
sencillo o que no hayan de respetarse en todo caso compromisos adquiridos
y hacer frente a las responsabilidades derivadas de los incumplimientos).
No
obstante todo lo dicho, no parece que esta característica de la
Constitución Europea sea verdaderamente crucial a la hora de formarse
un juicio sobre la misma. Que no sea una Constitución en sentido
clásico no quita valor a un texto que tampoco pretende ser más de
lo que es. Lo que habitualmente se llama "método comunitario" designa
precisamente esta peculiar manera en que las Comunidades Europeas
se han organizado históricamente, a partir de un complejo proceso
de conciliación de voluntades basado en la negociación entre Estados,
en la interposición de estructuras permanentes donde los representantes
de los Gobiernos ventilan sus diferencias y en la participación
en la toma de decisiones de órganos de estructura, esta vez sí,
comunitaria, que basados en la legitimación burocrático-técnica
(si es que ésta puede existir) como la Comisión o en la democrática
(Parlamento Europeo) participan de diversas maneras en el proceso.
Se trata de un sistema complejo, paralizante en ocasiones, frustrante
desde la perspectiva que hace hincapié en la participación y control
ciudadanos (por ello se habla siempre del déficit democrático que
aqueja al sistema de adopción de decisiones de las Instituciones
Comunitarias), pero que ha demostrado durante medio siglo que, si
bien poco a poco, ha sido capaz de ir integrando voluntades de diferentes
naciones e ir avanzando en la unión de los europeos. Quienes consideran
que esta vía es la única posible, y confían en la conveniencia de
optar por reformas poco ambiciosas y seguir con el "método Monnet"
de ir logrando pequeñas realizaciones que tejan lazos de efectiva
solidaridad e interdependencia paulatinamente mayores tienen, en
este sentido, el indudable aval de la Historia. Cuestión diferente
es si otra manera de construir Europa es posible.
Los
Tratados Comunitarios en su texto actualmente en vigor, y la nueva
Constitución Europea con ellos, no son constitucionales si nos atenemos
a lo que históricamente ha venido significando la expresión. No
obstante lo cual, a partir del momento en que puede constarse, por
el desarrollo del Derecho Comunitario que estamos ante un entramado
jurídico válido y eficaz, que prima en su ámbito de competencias
sobre los Derechos internos y que garantiza los derechos de los
ciudadanos y la división y control del ejercicio del poder, es obvio
que no ha de negársele la justa importancia que tiene. La Declaración
francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que contiene
la primera definición de las exigencias constitucionales de una
sociedad desarrollada, decía en su conocido artículo 16 que toda
comunidad política donde los derechos del hombre no están garantizados
ni el poder dividido "no tiene Constitución". A la luz de esta visión,
y aunque falte en la Constitución Europea como en todo el proceso
de construcción europea el germen comunitarista que legitima la
consideración de una comunidad política de base, no es posible negar
que algunas de las exigencias, el estatuto de mínimos, a que ha
de responder una Constitución no sólo son cumplidas por el texto
sino que vienen siéndolo desde hace años por todo el Derecho Comunitario.
De
facto la Unión Europea, que garantiza la aplicación de su Derecho,
protege los derechos de los ciudadanos, establece una compleja división
del poder político es una estructura dotada de Constitución. Así
lo explican quienes, como Muñoz Machado, dan más valor a esta realidad,
conscientes de que la evolución de nuestras sociedades ha hecho
mutar la noción de "Constitución" y de que, a efectos prácticos,
no es realista pretender asistir a taumatúrgicos bautizos constitucionales
de nuevas y repentinas comunidades políticas. De la Constitución
Europea no es importante, como no lo es de la tradición y acervo
comunitario que recoge, que sean el origen del pacto social constituyente,
sino que recojan las exigencias y garantías que a toda norma que
organiza y estructura las bases de la convivencia política les son
exigibles, como mínimo, desde la Revolución Francesa.
El
procedimiento de elaboración del texto de la Constitución
Las
pequeñas realizaciones que, poco a poco, han ido construyendo la
Unión Europea alcanzan dos hitos de enorme importancia con el Tratado
de Maastricht, a partir del cual se puede entender cerrado el proceso
de integración económica (y conseguida la primera aspiración funcionalista
de las Comunidades Europeas, como era la creación de un "Mercado
Común", expresión caída en la actualidad en franco desuso precisamente
por haber sido ya plenamente alcanzado), y la ampliación a los Países
de la Europa Central y Occidental, momento en que se cierra la herida
que la II Guerra Mundial infringió a Europa y se sientan las bases
para la integración de los Estados del antiguo bloque soviético.
A la espera de que Bulgaria, Rumanía y los países de la antigua
Yugoslavia todavía ajenos a la Unión acaben ingresando en la misma,
es evidente que el escollo cualitativo que en algún momento pudo
existir ha quedado definitivamente arrumbado.
La
consecución del objetivo económico de integración y la admisión
de los países de Europa del Este conllevan inevitablemente dos dilemas
que inmediatamente la Unión hubo de afrontar:
- Instaurado
un mercado común, una unión económica y monetaria, la Unión Europea
podía optar por mantenerse como una estructura encargada de la gestión
de las mismas o, por el contrario, podía aspirar a avanzar, siquiera
fuera poco a poco, a la manera comunitaria, en pos de mayores cotas,
que ahora sólo podían ser políticas. El logro de sus primeros objetivos
obligaba a la UE a repensarse.
- Ampliada
a 25 países, en primera instancia (y en un futuro próximo a una
treintena), las estructuras comunitarias y el tejido institucional
en vigor quedaban desbordadas y prácticamente inutilizadas, con
el riesgo de bloqueo de ello derivado, como consecuencia del gigantismo
derivado de la integración.
Frente
a esta disyuntiva, la Unión Europea, a su peculiar manera, trató
de adaptarse empleando en procedimiento habitual (método comunitario,
composición de decisiones, pequeños pasos...). El resultado de ello
fue el intento de sentar las bases, muy tímidos, para intentos posteriores
de profundizar en la unión política y una reforma de mínimos de
los Tratados para adaptarlos a la nueva realidad numérica de la
Unión Europea (pero sin analizar en absoluto si la UE-25 requería
de una revisión más profunda de sus estructuras), traducidos en
la reforma aprobada por el Tratado de Niza. Desde su mismo origen
ésta dio origen a recelos y exigencias de revisión, que quedan en
su misma declaración plasmadas como consecuencia de las presiones
de los Länder alemanes (que obligan a su Gobierno a presionar para
que se inicie un proceso de reforma destinado a garantizar el respeto
a los mismos en el ejercicio de sus competencias).
Más
allá de cuestiones en el fondo técnicas como las reticencias de
Länder en relación a la correcta aplicación del principio de subsidiaridad,
el unánime juicio político sobre la insatisfacción generada por
el proceso de reforma culminado en Niza es el origen de la Constitución
Europea. Constatado el fracaso de la revisión y puesta al día por
el mecanismo tradicional de los Tratados, la Unión Europea decide
adentrarse en una renovación mayor, como mínimo en lo que respecta
a sus aspectos procedimentales, para lo que son las pautas al uso.
Con la nueva Constitución se pretende, sobre todo:
-
Compendiar todo el Derecho vigente, mediante la aprobación de un
único texto que permita (al menos por un tiempo) abandonar la compleja
arquitectura jurídica de la Unión Europea (con Tratados, reformas
de Tratados, Tratados de adhesión, Protocolos...)
- Simplificar
el Derecho, aprovechando la labor de síntesis, eliminando reiteraciones,
mejorando y aclarando la redacción para que sea más accesible a
los ciudadanos y deje de constituir un oscuro arcano patrimonio
de burócratas europeos y juristas especializados
- Avanzar
en la integración política, para lo cual además es imprescindible
la reforma institucional, adaptada a una Unión Europea de 25 ó más
miembros, y por ello la superación de mecanismos de toma de decisión
excesivamente rígidos y facilitadores del bloqueo.
- Legitimar
políticamente la Unión Europea, por medio de un procedimiento con
visos de constituyente y tratando de implicar más a la ciudadanía
europea, hacerla más partícipe, del proceso de novación en curso.
La multiplicación de refrendos populares en algunos países, como
España, a pesar de la innecesariedad jurídica de los mismos en la
mayor parte de los casos es una manifestación adicional de este
cuatro objetivo, que tiene su primera consecuencia en el método
elegido para preparar la redacción del Tratado.
Aunque
la adopción final del mismo, a la espera de su ratificación (ineluctable)
por los distintos Estados, fue realizada en el seno de una Conferencia
Intergubernamental (es decir, como siempre, por medio de representantes
gubernamentales de los Estados, a la manera de cualquier Tratado
internacional y a la manera en que se han aprobado también todas
las reformas de los Tratados europeos), encargada también de la
redacción definitiva del texto, se optó por encargar la elaboración
del Proyecto a partir del cual se iniciaría la discusión a una Convención
integrada no sólo por representantes de los Gobiernos sino también
por parlamentarios nacionales y europeos, representantes de otros
órganos comunitarios e incluso, por vía indirecta, de los ciudadanos.
Al efecto, por ejemplo, se establecieron toda una serie de mecanismo
de intervención empleando Internet que, si bien en un inicio se
pretendían ambiciosos, acabaron por configurarse más como una ventana
de difusión de los trabajos de la Convención que como un verdadero
y eficaz instrumento de participación.
De
manera que la gran diferencia entre el procedimiento de elaboración
del Proyecto llevado a cabo en la Convención respecto de lo que
habría sido una Conferencia Intergubernamental más al uso radicó
en las personalidades participantes y su mayor representatividad.
El modelo, por lo demás, no era estrictamente nuevo en la Unión
Europea. Ya había sido empleado por la Convención que redactó la
Carta de Derechos de la UE que se elaboró en paralelo a la Reforma
de Niza y que, presidida por el jurista y ex-Presidente de la R.F.A.
Roman Herzog, y compuesta de forma semejante, reunió a especialistas
y acabó dando a luz un texto de síntesis que, si bien sin valor
jurídico, fue asumido por los Estados miembros y las Instituciones
Europeas en Niza.
La
Convención para la elaboración del Tratado Constitucional no ha
funcionado, sin embargo, tan correctamente como lo hizo la precedente.
Probablemente ha influido en ello la mayor complejidad y ambición
de la tarea, su mayor importancia política (que provocó una merma
en la especialización de sus miembros, en esta ocasión más políticos,
como es lógico) y las mismas pautas organizativas, con el excesivo
peso dado al Presidium de la misma y en particular a su Presidente,
el ex-Presidente de la República francesa Valéry Giscard d'Estaing.
El caso es que el texto final adoptado por la Convención, al margen
de contener errores técnicos notables en algún caso, se centró esencialmente
en la consecución de la mencionada labor de síntesis y compendio,
no siempre de manera afortunada. El texto final no es todo lo breve
que podría ser (subsisten reiteraciones) ni todo lo claro que podría
haber sido. Por lo demás, tampoco parece que la Convención haya
logrado un gran impulso unificador, si bien es cierto que su reforma
institucional (por lo demás, cuestionadísima, objeto de una gran
polémica política y finalmente muy atenuada por la decisión final
de los Estados) era un intento de avanzar en esa línea.
Respecto
a las pretensiones legitimadoras, es cierto que el gran fracaso
de todo el proceso radica quizá ahí. Ni la Convención logró implicar
a la ciudadanía, ni tampoco se esforzó excesivamente en incentivar
su participación, ni logró generar excesiva fuerza crítica. Por
lo demás, el proceso final de adopción del Tratado, con las correcciones
en los puntos críticos adoptadas por los Gobiernos en el Consejo
Europeo de Dublín, tampoco fue en este sentido excesivamente brillante.
Buena prueba de ello es, por ejemplo, la adopción de numerosos cambios
en la redacción final que se fueron introduciendo hasta el último
momento previo a la firma en Roma del Tratado, bajo la excusa de
que se trataba de meros "ajustes técnicos" o una "armonización de
las traducciones". Quien compare el Texto aprobado en la Convención
y sus modificaciones introducidas en Dublín con la Constitución
que finalmente se aprobó puede dar cuenta de estos excesos y de
su falta de transparencia.
Principales
críticas al producto final: valor y coste de oportunidad de la Constitución
Europea
El
debate suscitado en torno al juicio positivo o negativo que merece
la Constitución Europea depende, en el fondo, de la consideración
que se tenga en punto a la conveniencia de, en el momento actual
de desarrollo de la Unión Europea, proseguir con el modelo de pequeños
pasos. Que, si bien exitoso hasta la fecha, parece a muchos insuficiente
en el estado actual, una vez alcanzada la unidad económica.
Las
críticas al Tratado provienen fundamentalmente, al menos en España,
de las posiciones euro-exigentes, pues el posicionamiento de las
principales formaciones políticas y movimientos sociales contrarios
al texto lo son por creer que "otra Europa es posible" y no, a diferencia
de lo que ocurre en países como el Reino Unido o los países escandinavos,
porque se defiendan posiciones euroescépticas. Incluso los partidos
nacionalistas tibios en su apoyo al texto (PNV-EAJ y CiU) o directamente
contrarios (EA, ERC) lo son como consecuencia más de la insatisfacción
de sus siempre peculiares reivindicaciones diferenciales que por
un desacuerdo de fondo con la idea de Europa.
Los
partidos mayoritarios, en general instaurados en una posición formalmente
coincidente con los postulados derivados de la ética de la responsabilidad,
han apoyado el texto (PSOE, PP), más allá de escaramuzas partidistas
menores y más o menos lamentables (y poco inteligentes). La valoración
que estas posturas traslucen, más allá de la retórica un tanto demagógica
de campaña (en la que la Constitución Europea se identifica con
la misma noción de Europa y los años de paz logrados en el pasado),
se basa en el fondo en la existencia de un juicio ante todo posibilista:
la UE ha demostrado a lo largo de su existencia la vigencia de un
modelo que, indudablemente, ha logrado modificar la faz política
del continente.
Desde
posiciones más euro exigentes, por el contrario, se ha entendido
que el momento político permitía (por madurez de la idea europea,
por bonanza económica, por el tirón de la ampliación, por ser, quizás,
la última oportunidad de dar con facilidad un importante empujón
a la superación de estructuras intergubernamentales) intentar avanzar,
tanto en la integración política europea como en la profundización
en el establecimiento de órganos más democráticos y dependientes
directamente de la ciudadanía. Igualmente, y afianzada la unión
económica, otra de las reivindicaciones de ciertos sectores políticos
han ido en la línea de exigir una mejora de las garantías sociales.
En
el fondo, el debate político ha girado entre estos dos polos, asumido
que un Tratado con aspiraciones de constituirse en norma rectora
básica no puede nunca dar entera satisfacción a nadie ni orientarse
de manera en exceso sesgada en un sentido u otro. No obstante, algunas
cuestiones puntuales han aparecido episódicamente en el debate,
por lo general dejando patente que el nivel de información sobre
la Unión Europea del ciudadano medio (e incluso de la clase política)
es bastante insuficiente (así, debates como el surgido en torno
a la OTAN o a la pena de muerte sólo pueden entenderse en tal situación).
La
Constitución Europea cuenta con una primera parte que es el producto
esencial del trabajo de la Convención, donde en unas docenas de
preceptos se tratan de fijar los objetivos políticos esenciales
de la Unión y se organiza la estructura de funcionamiento básica.
En esta parte se han concentrado las discusiones políticas, como
la que se ha desarrollado en torno al reparto de votos en las decisiones
del Consejo, y allí se encuentran algunas de las (escasas) novedades
del Tratado. La nueva denominación de las fuentes de Derecho europeo
(leyes y leyes marco sustituyen a las tradicionales denominaciones
de reglamentos y directivas, respectivamente) y la inclusión de
algunos instrumentos nuevos (reglamentos delegados, como inclusión
más significativa) no han logrado mejorar la comprensión de la ciudadanía
del proceso de adopción de decisiones en el seno de la UE, ni parece
un gran acierto introducir nuevas complicaciones en un ya de por
sí enrevesado sistema. No obstante la trascendencia de estas cuestiones,
junto con el desarrollo del control de los Parlamentos nacionales
del cumplimiento del principio de subsidiaridad y el nuevo reparto
de poder, las más importantes de la reforma, el nivel de debate
sobre las mismas ha sido inexistente.
Otra
de las novedades del texto ha sido el paradójico, por lo general,
afianzamiento de las estructuras intergubernamentales en detrimento
de las comunitarias (la Comisión Europea es la gran perdedora del
proceso de reforma), con el leve contrapeso del aumento del peso
político del Parlamento europeo (coincidente con su más descarnada
época de decadencia social desde que a finales de los setenta se
optó por confiar su elección a los ciudadanos por medio del sufragio
directo). A la tradicional estructura de un poder judicial especializado
en la aplicación del Derecho comunitario (Tribunal de Justicia),
un poder Ejecutivo compartido por un órgano de gestión burocrática
de tipo comunitario (Comisión) y un órgano decisorio de naturaleza
intergubernamental (Consejo de Ministros de la Unión) y un poder
legislativo compartido por este mismo Consejo y un órgano comunitario
de indudable peso democrático (Parlamento Europeo) la Constitución
Europea ha añadido, ya con carta jurídica de naturaleza definitiva,
al Consejo Europeo (dotándolo incluso de una Presidencia en la que
se visualizará el poder político de la Unión), realidad preexistente
y cada vez más decisoria de facto pero a la que se da un espaldarazo
definitivo. El Consejo, incluso, introduce en la Comisión al Vicepresidente
y Ministro de Asuntos Exteriores, al que nombra directamente y que
es responsable ante él, quebrando la colegialidad de la responsabilidad
de la Comisión.
Junto
a esta primera parte, la Constitución contiene una segunda parte
que integra in toto la Carta de Derechos desarrollada por la primera
Convención. Pocas novedades pues a este respecto, aunque es indudable
el plus de legitimidad que otorga su plena validez jurídica. Con
todo, y pese a no disponer de ella, hay que notar que el Tribunal
de Justicia llevaba más de tres décadas declarando que las Instituciones
Europeas estaban vinculadas a los derechos fundamentales declarados
en las Constituciones nacionales y el Convenio Europeo, con lo que
el mérito de la carta es más de visibilidad y de síntesis que un
verdadero incremento de garantías. Además, el ámbito de vigencia
de los mismos está expresamente reducido a la aplicación del Derecho
comunitario, por lo que no obligan a los Estados miembros respecto
del Derecho exclusivamente interno.
La
tercera parte es, por otro lado, la refundición de los Tratados
ya existentes. Ha sido en realidad obra de técnicos, y su valor
político es, en lo que se refiere a la existencia de novedades,
nulo. Semejantes apreciaciones pueden hacerse también sobre la cuarta
parte, que contiene declaraciones adicionales y finales. Las críticas,
que las ha habido, a estas partes han sido en ocasiones verdaderas
muestras de desinformación, por cuanto es una estricta falsedad
basarse en ellas para criticar que la Constitución introdujera tal
o cual cosa. Porque, sencillamente, en este punto el Tratado no
pretendía novedad de fondo alguna, sino una mejor sistematización
y la eliminación en algunas cuestiones de las exigencias de adopción
de decisiones por unanimidad (sustituyéndola por la mayoría cualificada).
Este
breve y sintético recorrido por el Texto del Tratado constitucional
permite comprender, creemos, que el debate de fondo es pues el siguiente:
¿es suficiente un pequeño avance y la labor de clarificación y consecución
de mayor visibilidad política para, desde posiciones europeístas
e incluso euro exigentes, darse por satisfecho con este texto? O,
por el contrario, ¿el coste de oportunidad de haber dejado pasar
esta oportunidad para profundizar en un fortalecimiento de los vínculos
europeos y las instituciones de corte más comunitario es tal que
obliga a juzgar negativamente el Tratado en su conjunto?
La
aprobación de la Constitución europea en España: de la necesidad
de un referéndum al debate político interno
En
España, y a pesar de que "los referéndums los carga el diablo" (según
comentó el Presidente del Parlamento Europeo), el Gobierno de Rodríguez
Zapatero optó por consultar a la ciudadanía sobre su parecer respecto
del Texto del Tratado. Lo que añadía, probablemente, un elemento
de crítica y discusión adicional a los ya señalados, como puede
ser el de la efectiva necesidad o no de convocar un referéndum sobre
un texto que, como se ha comentado, no introduce novedades sustanciales.
Excepción hecha de esa pretensión legitimadora, a la que probablemente
es a lo único que obedece la convocatoria.
Con
el aval del Tribunal Constitucional, que en una controvertida decisión
estimó la reforma constitucional innecesaria para poder adoptar
el Tratado, el referéndum se ha convertido en una operación que
sólo ha servido para cubrir las lagunas de visibilidad e implicación
de la ciudadanía en un proceso que, como ya se ha expuesto, fracasó
en este sentido. El juicio sobre que tal cosa se haya conseguido
es probablemente aventurado a estas alturas, pero más allá de luchas
de partido y pequeñas miserias partidistas, un 80% de los votantes
han sancionado la Constitución Europea, cifra de apoyo ciertamente
notable que, por lo demás, se magnifica si tenemos en cuenta que
el 20% de votos críticos lo son en su mayor parte de "euro-exigentes".
No
obstante, no parece que pueda considerarse un verdadero éxito tal
resultado si la participación en el referéndum, como ya ocurrió
en las últimas Elecciones Europeas, no llega al 50% del censo. La
labor de concienciación y la búsqueda de un aval ciudadano participativo
requiere de un esfuerzo de explicación más constante y profundo.
Porque la importancia de la cuestión, sin duda, lo requiere
ABP
(València)
(Este
texto proviene del Debate y la documentación que se ha ido
desarrollando a lo largo de 2004 y los primeros meses de 2005 en
la web del Grupo de Análisis "Democracia
y Poder", donde aparecerá en breve el documento
de síntesis definitivo). Más
información
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