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FEBRERO DE 2005

 

20/02/2005: La aprobación en España de la Constitución Europea

El 20 de febrero de 2005 los españoles aprobamos en referéndum consultivo el Tratado por el que se aprueba una Constitución para Europa. Se trata del último de los Tratados destinado a organizar el funcionamiento de la Unión Europea, readaptación, compendio y mejora de los textos primigenios (Tratados de París de 1951 y Roma de 1957), así como de sus posteriores reformas (Acta Única Europea, Tratado de Maastricht, Tratado de Amsterdam, Tratado de Niza). Aunque formalmente no nos encontramos ante un texto constitucional sino en presencia de un Tratado negociado y aprobado por los Gobiernos de los diferentes Estados que se obligan a su respeto, esta reforma ha ido acompañada de una ambiciosa campaña de explicación y legitimación del texto ante la ciudadanía europea, con la intención de presentar el proceso de codificación del Derecho originario europeo que se ha acometido como una suerte de transnacional proceso constituyente, a partir del cual el demos europeo podría sentirse regido en su destino común por una norma que, intencionadamente, es denominada "Constitución".

Consideraciones sobre la esencia constitucional del Tratado

Una de las críticas más frecuentes al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa ha estado fundamentada, precisamente, en la pretensión de un texto marcadamente intergubernamental como el que es en el fondo la "Constitución Europea" de arrogarse la legitimidad asociada a un proceso constituyente. Estas consideraciones han dado lugar a un debate sin duda desenfocado, entre quienes se aferraban a la constatación de lo obvio para pretender convertir esta situación en una descalificación de raíz del Tratado y quienes, partidarios del sí, intentaban justificar lo injustificable, argumentando de manera enrevesada y poco responsable para tratar de encuadrar un texto como el que nos ocupa en los caracteres históricamente predicados de los textos constitucionales.

La llamada Constitución Europea es un Tratado internacional, negociado y aprobado por los Estados miembros de la Unión Europea (los mecanismos internos por los que, dentro de cada Estado, se apruebe o rechace el texto, no suponen a estos efectos más que un problema de Derecho interno), es de origen indudablemente intergubernamental. E instaura, por otra parte, una estructura política (más que instaura reafirma) en la que, también, el poder de decisión queda residenciado, en gran parte, en estructuras intergubernamentales. Es decir, donde las decisiones finales no son adoptadas a partir de mecanismos de representación de las voluntades de los ciudadanos sino de las de los diferentes representantes de los Estados miembros (Gobiernos). Por muchos que éstos sean los depositarios, en segunda instancia, de una indudable legitimidad democrática, es evidente que una estructura de este tipo no se corresponde con el nacimiento y consolidación de una comunidad política madura y acabada. Tampoco una Constitución como la que nos ocupa puede, en consecuencia, aspirar a serlo en sentido clásico.

Adicionalmente, numerosas previsiones del Derecho de la Unión Europea son radicalmente contrarias a las que rigen o han regido tradicionalmente el Derecho Constitucional de cualquier Estado. Incluso, algunas de ellas, anteriormente existentes pero sólo de modo tácito (pues no estaban expresamente referidas en el texto de los Tratados y se deducían simplemente de la constatable realidad de los mismos como Tratados Internacionales o se habían ido explicitando por la labor de la jurisprudencia del Tribunal de las Comunidades Europeas), aparecen en la Constitución Europea por primera vez, negando con ello, en apariencia, el carácter constitucional del texto. Es el caso, por ejemplo, y se trata de una cuestión que desde España puede entenderse muy bien por su peculiar situación política, de la expresa mención que contiene el texto a la posibilidad de que cualquier Estado miembro pueda salir de la Unión. Característica esta radicalmente excluida de la noción de Constitución clásica, en tanto que vertebradora y fundadora de una comunidad política única, que por ser plasmación de una única voluntad no admite su compartimentación a efectos de aceptación de la misma ni, mucho menos, prevé el opting out. La Constitución Europea, en cambio, es desde el principio un acuerdo de diversas voluntades, de origen estatal, que se comprometen a trabajar en común para la consecución de determinados objetivos pero sin fundirse en una. Como en cualquier texto de estas características, como en todo Tratado Internacional, el Estado firmante es libre de, en el futuro, desligarse de la organización (otra cosa es que esto sea sencillo o que no hayan de respetarse en todo caso compromisos adquiridos y hacer frente a las responsabilidades derivadas de los incumplimientos).

No obstante todo lo dicho, no parece que esta característica de la Constitución Europea sea verdaderamente crucial a la hora de formarse un juicio sobre la misma. Que no sea una Constitución en sentido clásico no quita valor a un texto que tampoco pretende ser más de lo que es. Lo que habitualmente se llama "método comunitario" designa precisamente esta peculiar manera en que las Comunidades Europeas se han organizado históricamente, a partir de un complejo proceso de conciliación de voluntades basado en la negociación entre Estados, en la interposición de estructuras permanentes donde los representantes de los Gobiernos ventilan sus diferencias y en la participación en la toma de decisiones de órganos de estructura, esta vez sí, comunitaria, que basados en la legitimación burocrático-técnica (si es que ésta puede existir) como la Comisión o en la democrática (Parlamento Europeo) participan de diversas maneras en el proceso. Se trata de un sistema complejo, paralizante en ocasiones, frustrante desde la perspectiva que hace hincapié en la participación y control ciudadanos (por ello se habla siempre del déficit democrático que aqueja al sistema de adopción de decisiones de las Instituciones Comunitarias), pero que ha demostrado durante medio siglo que, si bien poco a poco, ha sido capaz de ir integrando voluntades de diferentes naciones e ir avanzando en la unión de los europeos. Quienes consideran que esta vía es la única posible, y confían en la conveniencia de optar por reformas poco ambiciosas y seguir con el "método Monnet" de ir logrando pequeñas realizaciones que tejan lazos de efectiva solidaridad e interdependencia paulatinamente mayores tienen, en este sentido, el indudable aval de la Historia. Cuestión diferente es si otra manera de construir Europa es posible.

Los Tratados Comunitarios en su texto actualmente en vigor, y la nueva Constitución Europea con ellos, no son constitucionales si nos atenemos a lo que históricamente ha venido significando la expresión. No obstante lo cual, a partir del momento en que puede constarse, por el desarrollo del Derecho Comunitario que estamos ante un entramado jurídico válido y eficaz, que prima en su ámbito de competencias sobre los Derechos internos y que garantiza los derechos de los ciudadanos y la división y control del ejercicio del poder, es obvio que no ha de negársele la justa importancia que tiene. La Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que contiene la primera definición de las exigencias constitucionales de una sociedad desarrollada, decía en su conocido artículo 16 que toda comunidad política donde los derechos del hombre no están garantizados ni el poder dividido "no tiene Constitución". A la luz de esta visión, y aunque falte en la Constitución Europea como en todo el proceso de construcción europea el germen comunitarista que legitima la consideración de una comunidad política de base, no es posible negar que algunas de las exigencias, el estatuto de mínimos, a que ha de responder una Constitución no sólo son cumplidas por el texto sino que vienen siéndolo desde hace años por todo el Derecho Comunitario.

De facto la Unión Europea, que garantiza la aplicación de su Derecho, protege los derechos de los ciudadanos, establece una compleja división del poder político es una estructura dotada de Constitución. Así lo explican quienes, como Muñoz Machado, dan más valor a esta realidad, conscientes de que la evolución de nuestras sociedades ha hecho mutar la noción de "Constitución" y de que, a efectos prácticos, no es realista pretender asistir a taumatúrgicos bautizos constitucionales de nuevas y repentinas comunidades políticas. De la Constitución Europea no es importante, como no lo es de la tradición y acervo comunitario que recoge, que sean el origen del pacto social constituyente, sino que recojan las exigencias y garantías que a toda norma que organiza y estructura las bases de la convivencia política les son exigibles, como mínimo, desde la Revolución Francesa.

El procedimiento de elaboración del texto de la Constitución

Las pequeñas realizaciones que, poco a poco, han ido construyendo la Unión Europea alcanzan dos hitos de enorme importancia con el Tratado de Maastricht, a partir del cual se puede entender cerrado el proceso de integración económica (y conseguida la primera aspiración funcionalista de las Comunidades Europeas, como era la creación de un "Mercado Común", expresión caída en la actualidad en franco desuso precisamente por haber sido ya plenamente alcanzado), y la ampliación a los Países de la Europa Central y Occidental, momento en que se cierra la herida que la II Guerra Mundial infringió a Europa y se sientan las bases para la integración de los Estados del antiguo bloque soviético. A la espera de que Bulgaria, Rumanía y los países de la antigua Yugoslavia todavía ajenos a la Unión acaben ingresando en la misma, es evidente que el escollo cualitativo que en algún momento pudo existir ha quedado definitivamente arrumbado.

La consecución del objetivo económico de integración y la admisión de los países de Europa del Este conllevan inevitablemente dos dilemas que inmediatamente la Unión hubo de afrontar:

- Instaurado un mercado común, una unión económica y monetaria, la Unión Europea podía optar por mantenerse como una estructura encargada de la gestión de las mismas o, por el contrario, podía aspirar a avanzar, siquiera fuera poco a poco, a la manera comunitaria, en pos de mayores cotas, que ahora sólo podían ser políticas. El logro de sus primeros objetivos obligaba a la UE a repensarse.

- Ampliada a 25 países, en primera instancia (y en un futuro próximo a una treintena), las estructuras comunitarias y el tejido institucional en vigor quedaban desbordadas y prácticamente inutilizadas, con el riesgo de bloqueo de ello derivado, como consecuencia del gigantismo derivado de la integración.

Frente a esta disyuntiva, la Unión Europea, a su peculiar manera, trató de adaptarse empleando en procedimiento habitual (método comunitario, composición de decisiones, pequeños pasos...). El resultado de ello fue el intento de sentar las bases, muy tímidos, para intentos posteriores de profundizar en la unión política y una reforma de mínimos de los Tratados para adaptarlos a la nueva realidad numérica de la Unión Europea (pero sin analizar en absoluto si la UE-25 requería de una revisión más profunda de sus estructuras), traducidos en la reforma aprobada por el Tratado de Niza. Desde su mismo origen ésta dio origen a recelos y exigencias de revisión, que quedan en su misma declaración plasmadas como consecuencia de las presiones de los Länder alemanes (que obligan a su Gobierno a presionar para que se inicie un proceso de reforma destinado a garantizar el respeto a los mismos en el ejercicio de sus competencias).

Más allá de cuestiones en el fondo técnicas como las reticencias de Länder en relación a la correcta aplicación del principio de subsidiaridad, el unánime juicio político sobre la insatisfacción generada por el proceso de reforma culminado en Niza es el origen de la Constitución Europea. Constatado el fracaso de la revisión y puesta al día por el mecanismo tradicional de los Tratados, la Unión Europea decide adentrarse en una renovación mayor, como mínimo en lo que respecta a sus aspectos procedimentales, para lo que son las pautas al uso. Con la nueva Constitución se pretende, sobre todo:

- Compendiar todo el Derecho vigente, mediante la aprobación de un único texto que permita (al menos por un tiempo) abandonar la compleja arquitectura jurídica de la Unión Europea (con Tratados, reformas de Tratados, Tratados de adhesión, Protocolos...)

- Simplificar el Derecho, aprovechando la labor de síntesis, eliminando reiteraciones, mejorando y aclarando la redacción para que sea más accesible a los ciudadanos y deje de constituir un oscuro arcano patrimonio de burócratas europeos y juristas especializados

- Avanzar en la integración política, para lo cual además es imprescindible la reforma institucional, adaptada a una Unión Europea de 25 ó más miembros, y por ello la superación de mecanismos de toma de decisión excesivamente rígidos y facilitadores del bloqueo.

- Legitimar políticamente la Unión Europea, por medio de un procedimiento con visos de constituyente y tratando de implicar más a la ciudadanía europea, hacerla más partícipe, del proceso de novación en curso. La multiplicación de refrendos populares en algunos países, como España, a pesar de la innecesariedad jurídica de los mismos en la mayor parte de los casos es una manifestación adicional de este cuatro objetivo, que tiene su primera consecuencia en el método elegido para preparar la redacción del Tratado.

Aunque la adopción final del mismo, a la espera de su ratificación (ineluctable) por los distintos Estados, fue realizada en el seno de una Conferencia Intergubernamental (es decir, como siempre, por medio de representantes gubernamentales de los Estados, a la manera de cualquier Tratado internacional y a la manera en que se han aprobado también todas las reformas de los Tratados europeos), encargada también de la redacción definitiva del texto, se optó por encargar la elaboración del Proyecto a partir del cual se iniciaría la discusión a una Convención integrada no sólo por representantes de los Gobiernos sino también por parlamentarios nacionales y europeos, representantes de otros órganos comunitarios e incluso, por vía indirecta, de los ciudadanos. Al efecto, por ejemplo, se establecieron toda una serie de mecanismo de intervención empleando Internet que, si bien en un inicio se pretendían ambiciosos, acabaron por configurarse más como una ventana de difusión de los trabajos de la Convención que como un verdadero y eficaz instrumento de participación.

De manera que la gran diferencia entre el procedimiento de elaboración del Proyecto llevado a cabo en la Convención respecto de lo que habría sido una Conferencia Intergubernamental más al uso radicó en las personalidades participantes y su mayor representatividad. El modelo, por lo demás, no era estrictamente nuevo en la Unión Europea. Ya había sido empleado por la Convención que redactó la Carta de Derechos de la UE que se elaboró en paralelo a la Reforma de Niza y que, presidida por el jurista y ex-Presidente de la R.F.A. Roman Herzog, y compuesta de forma semejante, reunió a especialistas y acabó dando a luz un texto de síntesis que, si bien sin valor jurídico, fue asumido por los Estados miembros y las Instituciones Europeas en Niza.

La Convención para la elaboración del Tratado Constitucional no ha funcionado, sin embargo, tan correctamente como lo hizo la precedente. Probablemente ha influido en ello la mayor complejidad y ambición de la tarea, su mayor importancia política (que provocó una merma en la especialización de sus miembros, en esta ocasión más políticos, como es lógico) y las mismas pautas organizativas, con el excesivo peso dado al Presidium de la misma y en particular a su Presidente, el ex-Presidente de la República francesa Valéry Giscard d'Estaing. El caso es que el texto final adoptado por la Convención, al margen de contener errores técnicos notables en algún caso, se centró esencialmente en la consecución de la mencionada labor de síntesis y compendio, no siempre de manera afortunada. El texto final no es todo lo breve que podría ser (subsisten reiteraciones) ni todo lo claro que podría haber sido. Por lo demás, tampoco parece que la Convención haya logrado un gran impulso unificador, si bien es cierto que su reforma institucional (por lo demás, cuestionadísima, objeto de una gran polémica política y finalmente muy atenuada por la decisión final de los Estados) era un intento de avanzar en esa línea.

Respecto a las pretensiones legitimadoras, es cierto que el gran fracaso de todo el proceso radica quizá ahí. Ni la Convención logró implicar a la ciudadanía, ni tampoco se esforzó excesivamente en incentivar su participación, ni logró generar excesiva fuerza crítica. Por lo demás, el proceso final de adopción del Tratado, con las correcciones en los puntos críticos adoptadas por los Gobiernos en el Consejo Europeo de Dublín, tampoco fue en este sentido excesivamente brillante. Buena prueba de ello es, por ejemplo, la adopción de numerosos cambios en la redacción final que se fueron introduciendo hasta el último momento previo a la firma en Roma del Tratado, bajo la excusa de que se trataba de meros "ajustes técnicos" o una "armonización de las traducciones". Quien compare el Texto aprobado en la Convención y sus modificaciones introducidas en Dublín con la Constitución que finalmente se aprobó puede dar cuenta de estos excesos y de su falta de transparencia.

Principales críticas al producto final: valor y coste de oportunidad de la Constitución Europea

El debate suscitado en torno al juicio positivo o negativo que merece la Constitución Europea depende, en el fondo, de la consideración que se tenga en punto a la conveniencia de, en el momento actual de desarrollo de la Unión Europea, proseguir con el modelo de pequeños pasos. Que, si bien exitoso hasta la fecha, parece a muchos insuficiente en el estado actual, una vez alcanzada la unidad económica.

Las críticas al Tratado provienen fundamentalmente, al menos en España, de las posiciones euro-exigentes, pues el posicionamiento de las principales formaciones políticas y movimientos sociales contrarios al texto lo son por creer que "otra Europa es posible" y no, a diferencia de lo que ocurre en países como el Reino Unido o los países escandinavos, porque se defiendan posiciones euroescépticas. Incluso los partidos nacionalistas tibios en su apoyo al texto (PNV-EAJ y CiU) o directamente contrarios (EA, ERC) lo son como consecuencia más de la insatisfacción de sus siempre peculiares reivindicaciones diferenciales que por un desacuerdo de fondo con la idea de Europa.

Los partidos mayoritarios, en general instaurados en una posición formalmente coincidente con los postulados derivados de la ética de la responsabilidad, han apoyado el texto (PSOE, PP), más allá de escaramuzas partidistas menores y más o menos lamentables (y poco inteligentes). La valoración que estas posturas traslucen, más allá de la retórica un tanto demagógica de campaña (en la que la Constitución Europea se identifica con la misma noción de Europa y los años de paz logrados en el pasado), se basa en el fondo en la existencia de un juicio ante todo posibilista: la UE ha demostrado a lo largo de su existencia la vigencia de un modelo que, indudablemente, ha logrado modificar la faz política del continente.

Desde posiciones más euro exigentes, por el contrario, se ha entendido que el momento político permitía (por madurez de la idea europea, por bonanza económica, por el tirón de la ampliación, por ser, quizás, la última oportunidad de dar con facilidad un importante empujón a la superación de estructuras intergubernamentales) intentar avanzar, tanto en la integración política europea como en la profundización en el establecimiento de órganos más democráticos y dependientes directamente de la ciudadanía. Igualmente, y afianzada la unión económica, otra de las reivindicaciones de ciertos sectores políticos han ido en la línea de exigir una mejora de las garantías sociales.

En el fondo, el debate político ha girado entre estos dos polos, asumido que un Tratado con aspiraciones de constituirse en norma rectora básica no puede nunca dar entera satisfacción a nadie ni orientarse de manera en exceso sesgada en un sentido u otro. No obstante, algunas cuestiones puntuales han aparecido episódicamente en el debate, por lo general dejando patente que el nivel de información sobre la Unión Europea del ciudadano medio (e incluso de la clase política) es bastante insuficiente (así, debates como el surgido en torno a la OTAN o a la pena de muerte sólo pueden entenderse en tal situación).

La Constitución Europea cuenta con una primera parte que es el producto esencial del trabajo de la Convención, donde en unas docenas de preceptos se tratan de fijar los objetivos políticos esenciales de la Unión y se organiza la estructura de funcionamiento básica. En esta parte se han concentrado las discusiones políticas, como la que se ha desarrollado en torno al reparto de votos en las decisiones del Consejo, y allí se encuentran algunas de las (escasas) novedades del Tratado. La nueva denominación de las fuentes de Derecho europeo (leyes y leyes marco sustituyen a las tradicionales denominaciones de reglamentos y directivas, respectivamente) y la inclusión de algunos instrumentos nuevos (reglamentos delegados, como inclusión más significativa) no han logrado mejorar la comprensión de la ciudadanía del proceso de adopción de decisiones en el seno de la UE, ni parece un gran acierto introducir nuevas complicaciones en un ya de por sí enrevesado sistema. No obstante la trascendencia de estas cuestiones, junto con el desarrollo del control de los Parlamentos nacionales del cumplimiento del principio de subsidiaridad y el nuevo reparto de poder, las más importantes de la reforma, el nivel de debate sobre las mismas ha sido inexistente.

Otra de las novedades del texto ha sido el paradójico, por lo general, afianzamiento de las estructuras intergubernamentales en detrimento de las comunitarias (la Comisión Europea es la gran perdedora del proceso de reforma), con el leve contrapeso del aumento del peso político del Parlamento europeo (coincidente con su más descarnada época de decadencia social desde que a finales de los setenta se optó por confiar su elección a los ciudadanos por medio del sufragio directo). A la tradicional estructura de un poder judicial especializado en la aplicación del Derecho comunitario (Tribunal de Justicia), un poder Ejecutivo compartido por un órgano de gestión burocrática de tipo comunitario (Comisión) y un órgano decisorio de naturaleza intergubernamental (Consejo de Ministros de la Unión) y un poder legislativo compartido por este mismo Consejo y un órgano comunitario de indudable peso democrático (Parlamento Europeo) la Constitución Europea ha añadido, ya con carta jurídica de naturaleza definitiva, al Consejo Europeo (dotándolo incluso de una Presidencia en la que se visualizará el poder político de la Unión), realidad preexistente y cada vez más decisoria de facto pero a la que se da un espaldarazo definitivo. El Consejo, incluso, introduce en la Comisión al Vicepresidente y Ministro de Asuntos Exteriores, al que nombra directamente y que es responsable ante él, quebrando la colegialidad de la responsabilidad de la Comisión.

Junto a esta primera parte, la Constitución contiene una segunda parte que integra in toto la Carta de Derechos desarrollada por la primera Convención. Pocas novedades pues a este respecto, aunque es indudable el plus de legitimidad que otorga su plena validez jurídica. Con todo, y pese a no disponer de ella, hay que notar que el Tribunal de Justicia llevaba más de tres décadas declarando que las Instituciones Europeas estaban vinculadas a los derechos fundamentales declarados en las Constituciones nacionales y el Convenio Europeo, con lo que el mérito de la carta es más de visibilidad y de síntesis que un verdadero incremento de garantías. Además, el ámbito de vigencia de los mismos está expresamente reducido a la aplicación del Derecho comunitario, por lo que no obligan a los Estados miembros respecto del Derecho exclusivamente interno.

La tercera parte es, por otro lado, la refundición de los Tratados ya existentes. Ha sido en realidad obra de técnicos, y su valor político es, en lo que se refiere a la existencia de novedades, nulo. Semejantes apreciaciones pueden hacerse también sobre la cuarta parte, que contiene declaraciones adicionales y finales. Las críticas, que las ha habido, a estas partes han sido en ocasiones verdaderas muestras de desinformación, por cuanto es una estricta falsedad basarse en ellas para criticar que la Constitución introdujera tal o cual cosa. Porque, sencillamente, en este punto el Tratado no pretendía novedad de fondo alguna, sino una mejor sistematización y la eliminación en algunas cuestiones de las exigencias de adopción de decisiones por unanimidad (sustituyéndola por la mayoría cualificada).

Este breve y sintético recorrido por el Texto del Tratado constitucional permite comprender, creemos, que el debate de fondo es pues el siguiente: ¿es suficiente un pequeño avance y la labor de clarificación y consecución de mayor visibilidad política para, desde posiciones europeístas e incluso euro exigentes, darse por satisfecho con este texto? O, por el contrario, ¿el coste de oportunidad de haber dejado pasar esta oportunidad para profundizar en un fortalecimiento de los vínculos europeos y las instituciones de corte más comunitario es tal que obliga a juzgar negativamente el Tratado en su conjunto?

La aprobación de la Constitución europea en España: de la necesidad de un referéndum al debate político interno

En España, y a pesar de que "los referéndums los carga el diablo" (según comentó el Presidente del Parlamento Europeo), el Gobierno de Rodríguez Zapatero optó por consultar a la ciudadanía sobre su parecer respecto del Texto del Tratado. Lo que añadía, probablemente, un elemento de crítica y discusión adicional a los ya señalados, como puede ser el de la efectiva necesidad o no de convocar un referéndum sobre un texto que, como se ha comentado, no introduce novedades sustanciales. Excepción hecha de esa pretensión legitimadora, a la que probablemente es a lo único que obedece la convocatoria.

Con el aval del Tribunal Constitucional, que en una controvertida decisión estimó la reforma constitucional innecesaria para poder adoptar el Tratado, el referéndum se ha convertido en una operación que sólo ha servido para cubrir las lagunas de visibilidad e implicación de la ciudadanía en un proceso que, como ya se ha expuesto, fracasó en este sentido. El juicio sobre que tal cosa se haya conseguido es probablemente aventurado a estas alturas, pero más allá de luchas de partido y pequeñas miserias partidistas, un 80% de los votantes han sancionado la Constitución Europea, cifra de apoyo ciertamente notable que, por lo demás, se magnifica si tenemos en cuenta que el 20% de votos críticos lo son en su mayor parte de "euro-exigentes".

No obstante, no parece que pueda considerarse un verdadero éxito tal resultado si la participación en el referéndum, como ya ocurrió en las últimas Elecciones Europeas, no llega al 50% del censo. La labor de concienciación y la búsqueda de un aval ciudadano participativo requiere de un esfuerzo de explicación más constante y profundo. Porque la importancia de la cuestión, sin duda, lo requiere

ABP (València)

(Este texto proviene del Debate y la documentación que se ha ido desarrollando a lo largo de 2004 y los primeros meses de 2005 en la web del Grupo de Análisis "Democracia y Poder", donde aparecerá en breve el documento de síntesis definitivo). Más información


 

 
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