La
noche del cazador (EE.UU., 1955)
"Los
niños lo soportan todo"
Suele
ser común en el cine de Hollywood que los actores se pongan
en alguna ocasión detrás de la cámara y, además,
con buenos resultados. Si echamos un rápido vistazo, comprobaremos
que los grandes actores del cine actual han aceptado el reto cuando
han encontrado una historia que les ha resultado tan fascinante
que han preferido no delegarla en un tercero: ahí están,
por ejemplo, Robert De Niro (“Una historia del Bronx”),
Al Pacino (“Looking for Richard”) o Tim Robbins (“Pena
de muerte”). Sin contar carreras más continuadas en
el campo de la dirección (el caso de Sean Penn) o de aquéllos
que empezaron como actores y han acabado con una clara voluntad
de autoría (Clint Eastwood o el ya fallecido John Cassavetes).
Y casos más curiosos, como el de actores que arriesgan incluso
en momentos en que aún no están del todo consagrados
(el meritorio esfuerzo de Antonio Banderas con “Locos en Alabama”).
Sea como fuere, el actor que se pone detrás de una cámara
siempre consigue unos resultados cuanto menos aceptables, bien porque
asimila el proyecto con mayor detenimiento, bien porque quiere trasladar
sus inquietudes en una obra personal que se mantenga al margen de
las concesiones comerciales que, en muchas ocasiones, comporta su
trabajo. Como ejemplo ineludible en este apartado, está Charles
Laughton con “La noche del cazador”.
Actor británico que se labró un enorme prestigio en
los años 30 y 40 debido a su enorme versatilidad y solvencia
(que le llevó a interpretar personajes tan dispares como
Galileo, Quasimodo o el rey Enrique VIII), Laughton se queda prendado
de una novela de Davis Grubb publicada en 1953, y decide trasladar
a la pantalla lo que él lee a la perfección como una
historia que supone un entramado complejo de significados y reflexiones
que encierra un amplio espectro de posibilidades visuales y narrativas.
Mucho se ha hablado de “Ciudadano Kane” como resultado
de un inigualable equipo creativo (Welles, Mankiewicz, Toland, Herrmann,
los actores del Mercury Theater), pero “La noche del cazador”
es otra muestra del resultado de otro gran equipo: el guión
escrito por Laughton, James Agee (“La reina de África”)
y el mismo Gubb; la fotografía de Stanley Cortez (“El
esplendor de los Amberson”); las actuaciones de Robert Mitchum,
Shelley Winters y Lillian Gish, etc. Debido a ambos aspectos (el
equipo creativo que dio origen a una película única)
el film goza de un cierto prestigio, años después
de su batacazo en taquilla (desastre tal que impidió que
Laughton dirigiera ningún proyecto más, a pesar de
tener la intención de adaptar “Los desnudos y los muertos”,
de Norman Mailer). A esto ha contribuido un aspecto que nada tiene
que ver con la obra de Laughton: un cierto halo de malditismo (su
carácter inclasificable y su fracaso económico) que
le otorga al asunto un aire romántico tras el que se esconden
algunas lecturas erróneas de la película. Sin ir más
lejos, la fascinación por el personaje encarnado por Robert
Mitchum ha hecho que muchos lo conviertan en un arquetipo, en una
apreciación que se pasa por el forro la ambigüedad moral
que se establece en la historia y cuya consideración permite
que, al final, no sepamos muy bien qué encarna tal personaje.
La
película nos presenta a un predicador, Harry Powell, que,
en plena época de la Depresión, atraviesa los Estados
Unidos casándose con viudas millonarias a las que acaba asesinando
y quedándose con su fortuna. Cuando cumple una pequeña
condena por el robo de un vehículo, coincide en la celda
con un hombre sentenciado a la horca: Ben Harper, quien, en sueños,
desvela a Powell que, antes de ser encarcelado, tuvo tiempo de esconder
en su casa el botín de un atraco a un banco. Cumplida su
condena, Powell se dirige a visitar a la viuda de Harper y a sus
dos hijos pequeños para hacerse con el dinero.
El
punto de partida, como vemos, es muy sugerente, puesto que se trata
de una historia sin el clásico héroe, en que la muerte
está muy presente no sólo como realidad, sino también
como amenaza; una historia en que el personaje central es un asesino
de viudas (“La noche del cazador” tiene bastantes puntos
de conexión con “Monsieur Verdoux” y no es casual
que uno de estos nexos sea el fracaso comercial). Pero si bien el
arranque argumental podía haberse quedado en una banal historia
moral en que el asesino acaba pagando ante la justicia, el enfoque
de “La noche del cazador” supone una revolución
por cuanto plantea una serie de cuestiones controvertidas y de difícil
respuesta.
Ya
desde el principio se nos muestra que todo va a ser muy difuso:
los títulos de crédito parten de un cielo estrellado
y el canto de una nana (“El miedo es sólo un sueño”,
dice la canción) que sirven de telón de fondo para
una historia de fantasía: la cabeza de una anciana introduce
a las cabezas de unos niños una lección moral (cuando
aún no se ha planteado la historia) que dan las coordenadas
del terreno pantanoso en que se va a desarrollar la película:
“No juzguéis si no queréis ser juzgados. Desconfiad
de los falsos profetas: por sus frutos los conoceréis”,
advierte la anciana justo antes de dar paso (bajando la mirada desde
el cielo con la presentación en picado del lugar de la acción)
al predicador que está inmerso en un mundo real en un tiempo
reconocible: conduciendo un coche de los años 30 por zonas
rurales y asistiendo a espectáculos de vodevil. En el planteamiento
nace ya la primera oposición de la película: ¿asistimos
a una historia fantástica o a un relato claramente anclado
en un momento concreto? ¿La película se va a mover
por parámetros del mundo de la imaginación (las estrellas,
la representación de la narración de un cuento, el
punto de vista desde el cielo), o bien seguirá las reglas
físicas del mundo tangible? El espectador se encuentra, de
repente, desarmado ante tales interrogantes, y no verá más
que aumentar la perplejidad según vaya transcurriendo la
película.
Porque
el film se mueve en todo momento por la provocación de situarse
a uno y otro lado de una misma frontera. La ambigüedad queda
ejemplificada en las manos de Powell: en la derecha lleva tatuada
la palabra “amor”, y en la izquierda, la palabra “odio”.
Cuando Powell explica la historia de la lucha del amor contra el
odio, mezcla los dedos de las manos, confundiendo la separación
entre el bien y el mal. Y ahí está el principal problema
de lección moral de la película: saber discernir dónde
está el bien y dónde está el mal.
Muchas
veces se ha querido ver en Powell la reencarnación absoluta
del mal. Pero, ¿qué pasa con los niños? Powell
es un maestro en asesinar a viudas indefensas y débiles (“una
viuda con un fajo de billetes escondido en un azucarero”,
tal y como describe él a su prototipo de víctima),
pero se ve superado cuando la viuda tiene hijos pequeños,
porque se ve incapaz de derrotarlos. Los niños son los únicos
que sobreviven a la Depresión, ya que todos los adultos que
les rodean viven con la muerte, ya sea sufriéndola (Ben y
Willa Harper, las viudas de Powell) o ejecutándola (el juez,
el verdugo, el matrimonio Spoon –instigadores del matrimonio
de Willa y del linchamiento de Powell-, etc.). Los niños
vagan por los parajes desiertos, porque la Depresión ha acabado
con los adultos. Representan una fuerza imbatible, capaz de anular
el poder de destrucción de los adultos: así, las manos
de verdugo que tensan la horca, se llenan de ternura cuando arropan
en la cama a los pequeños; de la misma manera que las manos
estranguladoras de Powell lo único que consiguen con el cuello
del pequeño John Harper es arreglarle el nudo de la corbata.
El poder de destrucción es superior en los niños y,
de hecho, son ellos los que ocasionan la derrota de Powell. Muchas
veces se ha destacado que Laughton hizo una película infantil
a pesar del odio que le tenía a los niños. No se trata
de una paradoja, sino al contrario, porque “La noche del cazador”
es una historia terrible sobre el poder de la infancia (un tema
que también desarrollará Mackendrick en “Viento
en las velas”).
Así,
no queda muy claro que Powell sea la encarnación del mal.
Pensemos que es un personaje que tiene también su propio
concepto de lo que es el mal. Dice, por ejemplo, que el dinero que
consigue lo utiliza para continuar predicando su palabra. Y no tiene
por qué ser mentira esto, ya que no se le conocen posesiones
terrenales y no tiene ni siquiera medios para desplazarse (de ahí
que tenga que robar el coche y el caballo). Para Powell, el sexo
es lujuria y una tentación del diablo, y cree reconocer el
mal cuando va a casa de Rachel Cooper (Lillian Gish), ya que les
espeta a las mujeres: “Sois demonios”. Porque Powell
no es un virtuoso, está claro, pero tampoco lo son la mayoría
de los personajes “buenos” de la película: los
Spoon, los Harper, los representantes de la justicia. Los únicos
capaces de reconocer la maldad de Harper son los niños, el
tío Birdie (“es predicador; a mí nunca me ha
caído bien ese tipo de gente”, dice) y Rachel. Los
demás son engañados, pero precisamente porque ellos
también engañan con su falsa candidez, con esa hipocresía
social tan propia de los adultos.
El
punto de inflexión en la película viene marcado por
la secuencia en el río. Símbolo de purificación,
con el viaje en el río los niños emprenden un camino
de maduración y de conocimiento (a la manera de Hukleberry
Finn). Al abandonar el río, los niños serán
aún más fuertes y estarán listos para encarar
la edad adulta. Así, cuando Powell es derrotado, John se
desprende ya, cual serpiente, de la piel de su infancia (se deshace
de la muñeca) y se pone una nueva piel (recibe el reloj como
signo de entrada a un nuevo tiempo). Porque los objetos tienen un
fuerte valor simbólico en la película. De hecho, la
muñeca es el elemento que aglutina el mundo de la imaginación
con el mundo real (el dinero). A los adultos les cuesta mucho acceder
al mundo de la infancia (de ahí que Powell no se pueda imaginar
que la muñeca esconde el dinero en su interior), pero los
niños son capaces de jugar con el mundo de los adultos (y
May es capaz de hacer muñecos de papel con los billetes).
“La noche del cazador” es también una reflexión
sobre el lenguaje cinematográfico. Laughton propone la integración
de las diversas tendencias cinematográficas (expresionismo
alemán, cine mudo norteamericano, pero también los
dibujos animados) en un relato que se mueve entre el mundo de lo
real y de lo imaginario. Y la apuesta se hará más
arriesgada a partir de la secuencia del río, puesto que será
desde entonces cuando la narración tomará ya un camino
imprevisible: si hasta ese momento, todo parecía más
o menos ordenado en el mundo real (se estaba, de hecho, contando
una historia posible en en este mundo), será a partir de
la huida en el río cuando se desafían las leyes físicas
antes respetadas. De esta manera, Powell aparece como un personaje
sobrehumano que no duerme (así lo constata John) y que exterioriza
sus rasgos animales (los aullidos, su sigilo). La presencia de Lillian
Gish nos remite, claramente, a ese mundo de los comienzos del cine
cuando aún se estaban fijando las normas de narración
en Hollywood, cuando se estaba decidiendo que la estructura narrativa
de las películas debería seguir un orden de causa-efecto.
Rachel Cooper es un personaje que sólo tiene lógica
en los cuentos de hadas, ya que es una especie de abstracción,
una fuerza salvadora que ampara a los niños.
Lo
que más impresiona de “La noche del cazador”
es la riqueza de sentidos que contiene, que genera nuevas lecturas
con cada visionado. Está todo el mundo de los cuentos de
hadas (las canciones, los animales del río), las referencias
bíblicas (usadas tanto por Rachel como por Powell), el uso
del lenguaje (Rachel utiliza la palabra “Jesús”,
mientras Powell prescinde de ella, cuando ambos se enfrentan cantando
“Leaning on the Everlasting Arm”) o las lecturas morales
de una sociedad en época de depresión (la manera en
que Rachel relaciona los años 30 con los años de Cristo,
ya que “aquéllos también eran tiempos muy difíciles”),
etc. Película de interrogantes y de desafíos (ahí
está la visión de la muerte de Willa Harper, homenajeada
en el “Titanic” de James Cameron), la película
nos empuja a la reflexión, para que cada uno saque sus propias
conclusiones. Porque está claro que la lechuza ataca a la
liebre, pero, ¿quién es la lechuza y quién
es la liebre?
Manuel
de la Fuente
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