Troya
(AVISO
DE EXENCIÓN DE RESPONSABILIDAD: al parecer, algunos lectores
no ven bien que en nuestras críticas desvelemos aspectos
importantes de las películas, lo cual les quitaría
atractivo. Con independencia de que nos resulte un poco sorprendente
que uno busque, en una buena crítica cinematográfica,
la exclusión de casi todo lo que tiene que ver con la película
y su sustitución por verborrea expuesta con suficiencia y
que carece totalmente de contenido –es increíble, en
este contexto, el daño efectuado por la crítica cinematográfica
al cine-, como somos gente de bien les avisamos: aunque no se lo
crean, la crítica de Troya desvela algunos asuntos relacionados
con la película “Troya”).
La
digitalización, entre otras muchas ventajas (La Página
Definitiva y la posibilidad de hacerse gratuitamente con los discos
de Teddy Bautista, sobre todo),
ha supuesto una revolución cinematográfica en el aspecto
de los efectos especiales. Lo que hace diez años era imposible,
ahora resulta rutinario. Los enormes gastos en decorados, explosiones,
acción de masas, etc., ahora han quedado considerablemente
reducidos y, al mismo tiempo, con mejores resultados. A nadie se
le escapa que uno de los géneros más beneficiados
por esta revolución tecnológica es el de las películas
de época. El filón lo abrió Gladiator y lo
continuó, aunque a otro nivel, El
Señor de los Anillos, y ahora Troya ahonda en lo mismo,
como preludio de una serie de asociaciones entre el cine de Hollywood
y la Historia que esperamos resulten fructíferas: por fin
se acabó el cartón piedra y los ridículos trajes
de colorines de las superproducciones de los años cincuenta.
Ahora
bien, abordar la versión cinematográfica de la historia
de Troya es, a nadie se le escapa, una cuestión peliaguda.
En primer lugar, y fundamentalmente, porque es más bien poco
lo que sabemos de la historia de esta ciudad. Troya fue un asentamiento,
a la vista de los restos arqueológicos, extraordinariamente
poderoso, cuyo valor residía en lo estratégico de
su ubicación: en la orilla asiática del Helesponto,
Troya podía exigir a cualquier barco que intentara pasar
al Mar Negro jugosos aranceles. Y dado que los antiguos griegos
vivían (al igual que ahora) en una tierra extraordinariamente
pobre y carente de recursos agrícolas, no tuvieron más
remedio que convertirse en grandes navegantes / comerciantes (también
como ahora: recuerden a Aristóteles Onassis y al capitán
del Prestige) que se dirigían, entre otros lugares, a las
llanuras del Mar Negro (o sea, Ucrania), muy ricas en cereales.
Troya se benefició de su ubicación estratégica
(como más tarde lo haría Constantinopla)
extorsionando a los griegos hasta que éstos se unieron, le
declararon la guerra y la destruyeron.
Con esta pobre base histórica,
es obvio que la mayor parte de la narración ha de confiarse
a un guionista imaginativo. Y aún más si tenemos en
cuenta que la principal fuente de que disponemos para acercarnos
a la historia de la Guerra de Troya continúa siendo la Ilíada,
el poema épico de Homero del siglo VIII a.c. que adquirió
una nueva dimensión cuando a finales del siglo XIX Heinrich
Schliemann logró encontrar Troya a partir de los datos geográficos
proporcionados por la Ilíada.
¿Cuál
es el problema? Que, desde entonces, por razones obvias la historia
de Troya se encuentra indisolublemente unida a la historia narrada
en la Ilíada (que,
no lo olvidemos, es un poema épico con todo el chapapote
de dioses, heroísmo, etc., y que había sido tradicionalmente
considerado producto exclusivo de la imaginación de Homero
porque justo después de la conquista de Troya toda Grecia,
y en realidad casi todo el mundo civilizado, cae en una época
de oscuridad por la acción de los misteriosos “Pueblos
del Mar”, que talmente como si fueran zidanes y pavones a
final de temporada lo dejaron todo totalmente arrasado) y, por tanto,
el autor de cualquier obra de aspiraciones históricas no
tiene más remedio que recurrir a ella.
¿Y
por qué, insistimos, ha de ser esto un problema? Fundamentalmente
porque, de la misma manera que ya hemos visto cómo es posible
crear una buena película a partir de un libro infecto (El
Señor de los Anillos), una de las principales verdades universales
constata el peligro de construir una película infecta a partir
de un gran libro. Una película comercial basada en la Ilíada
sería un desastre. Imagínense la cara del espectador
medio cuando apareciera Zeus en lo alto del Olimpo diciendo que
por él, que los demás dioses hagan lo que quieran,
que total el Hado ya ha decidido la indefectible destrucción
de Troya: ¿y para eso pago una entrada? Por otro lado, no
resulta particularmente interesante una escena de acción
en la que, en repetidas ocasiones, el héroe en peligro es
salvado in extremis por un dios. El recurso del “secundario
de lujo de quien nadie ha oído hablar y que salva al héroe”
ha quedado amortizado para el cine desde que se abusara lo indecible,
de nuevo, en El Señor de los Anillos.
Además,
el chapapote de personajes en tres e incluso cuatro planos (dioses,
divididos a su vez en “dioses pro Troya” y “divinos
hooligans aqueos”, y además la oposición Troya
/ aqueos en sí) convertiría la historia en un marasmo
incomprensible. Por no hablar de la ingente cantidad de ancianitos
venerables que habría que contratar para representar a los
dioses, a Príamo, a Nestor, etc. Los parques geriátricos
de Hollywood quedarían vacíos, y las compañías
aseguradoras harían su agosto. También conviene recordar
que la Ilíada únicamente narra un episodio de la Guerra
de Troya, excluyendo tanto el principio como el final (aunque incluso
el más histérico de los puristas convendrá
en la necesidad de añadirle, a la Ilíada cinematográfica,
un principio –el rapto de Helena- y un final – el jodío
caballo de Troya- dignos de tal nombre).
Por
último, ser más o menos fiel a la Ilíada tampoco
tiene tanta importancia cuando es público y notorio que nadie
en el mundo ha leído esta insigne epopeya salvo yo, y que
todos aquellos que atesoran algún conocimiento sobre el particular
lo han adquirido gracias a mi
resumen de la Ilíada. En este sentido, la película,
aunque cambie lo esencial de la historia, podría funcionar
como un excelente complemento de mi reseña para aumentar
el conocimiento de los clásicos entre el vulgo, e incluso
animarles a leer la Ilíada (con el mismo resultado, por desgracia,
que el de aquellos incautos que leyeron El
Señor de los Anillos, aunque por motivos distintos).
Por
tanto, los autores de la película toman desde el principio
la valiente decisión de eliminar todo recurso sobrenatural
en la historia. Los dioses aquí no aparecerán en ningún
momento, y su presencia es más bien ausencia, un recurso
para explicar, primero, su existencia como pretexto de éxitos
y fracasos, y segundo, la conversión de la historia en mito
a través de todo tipo de mecanismos. A partir de ahí,
como es bastante lógico, la historia de Troya se aleja a
marchas forzadas de la Ilíada, con momentos irritantes a
veces pero, en general, mucho más cinematográficos
(una opción vital que, por otro lado, ya se adoptaría
en El Señor de los Anillos, con buenos resultados, y en Gladiator,
en este último caso cambiando radicalmente el sentido de
la historia: la muerte del emperador Cómodo no dio comienzo
a una era de prosperidad y democracia en Roma, sino de caos,
destrucción y crisis económica, con continuos
cambios en el liderazgo asumido por caudillos militares). Veamos
dichos cambios (si es que alguien ha logrado llegar hasta aquí):
-
En la Ilíada Aquiles era un guerrero sobrehumano gracias
a la invulnerabilidad proporcionada por la laguna Estigia. Aquí
es, sencillamente, un peazo animal que suelta unas yoyah de impresión,
es más, un tipo cuyo principal impulso vital parece ser dar
yoyah a todo lo que se le pone por delante. En este sentido, no
ha cambiado mucho el cariz del personaje (era un personaje divino
caracterizado por repartir chapapote y es ahora un pedazo de bestia
singularmente asociable a alguno de nuestros mitos contemporáneos,
en particular el propio Cal.loh, y que sigue repartiendo chapapote
como lo haría Cal.loh y como lo hace el Aquiles de la Ilíada).
Al igual que Cal.loh, Aquiles también quiere entrar en la
historia, y como entonces no había Gran
Hermano la manera más eficaz de hacerlo era soltar yoyah
sin cámaras delante pero con rapsodas igual de manipuladores
dispuestos a narrar grandes fazañas. La principal diferencia
estriba en que la notoria metrosexualidad de Aquiles en la Ilíada
es disfrazada aquí de una “bella amistad” con
Patroclo. Patroclo, por otra parte, sigue siendo un niñato
insoportable, y su trágico final a manos de Héctor
nos llena de felicidad a todos. El cabreo de Aquiles ante su muerte
no se produce, como en la Ilíada, por la pulsión sexual,
sino por una velada pulsión metrosexual disfrazada por una
historieta de amor de Aquiles con Briseida (Briseida en la Ilíada
es un personaje secundario cuyo leit motiv es provocar
el enfrentamiento entre Aquiles y Agamenón, mientras que
aquí será uno de los hilos conductores de la película).
-
La sobresaturación de héroes (sobre todo en el campo
griego) queda aquí considerablemente minimizada: sólo
tenemos constancia de Ulises, el "Cadena SER" de la Edad
Antigua, manipulando a su antojo, de Ayax (que suelta unas yoyah
también “que no veas” y muere a manos de Héctor,
a diferencia de lo ocurrido en la Ilíada, donde el enfrentamiento
acaba sin tragedias que lamentar gracias, como siempre, a la intervención
divina), de Néstor y, naturalmente, de Agamenón, rey
de Micenas y líder de la Coalición Humanitaria, y
Menelao, rey de Esparta.
-
Es justamente con estos dos últimos personajes con los que
la historia presenta, a mi juicio, mayor (y más ramplona)
diferencia respecto de la Ilíada. Porque, al igual que en
la Ilíada, tenemos
aquí un enfrentamiento entre Menelao y Paris, en el que también
Menelao tiene las de ganar hasta que, en la Ilíada, de nuevo
los dioses dan carpetazo al asunto, y en la película, el
propio Héctor ejerce de Dios momentáneo al modo humano
asesinando a Menelao a traición (en la Ilíada Menelao
vuelve tranquilamente a Esparta con Helena y, lo más importante,
con su tesoro convenientemente acrecentado). Por si la muerte de
Menelao no desdibujara lo suficiente al personaje, encima nos lo
sacan al principio de la película disfrutando de una fiestecilla
en su palacio con sus invitados troyanos. Conviene recordar que
Menelao era rey de Esparta. En este contexto, una fiesta espartana
como Dios manda ofrecería a lo sumo agua del grifo, una oliva
por comensal, una cinta de Enrique Iglesias y, como fin de fiesta,
un par de niños despeñados por un barranco y a dormir
en el duro suelo. Sin embargo, aquí Menelao hace alarde de
generosidad, un festival regado con concubinas, buen vino, alimentación
abundante, promiscuidad, … Una vergüenza (también
es verdad que en ese momento Esparta no ha caído aún
en manos de los dorios, que serán quienes desarrollen las
características espartanas anteriormente mentadas, y de hecho
podría argumentarse que fue justamente la molicie y dejación
aqueas las que provocarían la caída de Grecia a manos
de los dorios y, en particular, de Esparta, pero aún así
la cosa no tiene nombre).
-
En cuanto a Agamenón, la Ilíada presenta a un tipo
prepotente, enfrentado de continuo con Aquiles y con otros reyezuelos
– héroes por un quítame allá este orgullo,
mientras que aquí es un siniestro conquistador ávido
de poder. Probablemente, hay que decirlo, la versión Agamenón
de la película se ajuste bastante más a la realidad,
sin que ello tenga nada de malo. ¿Acaso alguien cree que
el hombre va a movilizar 50.000 hombres para recuperar a la esposa
de su hermano? ¿Qué es esto, la retransmisión
de un documental sobre Letizia
Ortiz en Antena 3? El problema es que es muy fácil ignorar
la extraordinaria valía de Agamenón como organizador
de coaliciones, perpetrador de imperios y líder nato, convirtiéndolo
en “el malo” por una equivocada lectura de lo que sólo
es firmeza frente al terrorismo de la época. Tan malo es
el hombre que, en un final totalmente lisérgico, Briseida
da muerte a Agamenón. Tal cual. Con un par de huevos.
-
El personaje más fiel al original resulta ser Héctor,
y también el más interesante, el que consigue en mayor
medida la empatía del espectador (como, por otro lado, también
ocurre en la Ilíada, al menos en mi caso -es decir, en el
caso de todos aquéllos que han leído la Ilíada,
como espero que les haya quedado claro a estas alturas-, pues yo
siempre consideré a los troyanos "los buenos").
Téngase en cuenta que Héctor es un tipo juicioso arrastrado
a una guerra absurda por culpa del metrosexual de su hermano Paris
(que nos es presentado como un pusilánime incapaz de enfrentarse
a sus decisiones, siempre acurrucado bajo las faldas de las mujeres
y buscando la protección de su hermano. En este contexto,
no cabe extrañar que Paris sea impecablemente interpretado
por “Legolas”) y también del carcamal de su padre,
Príamo, rey de Troya. Unos y otros adoptan decisiones equivocadas
que le obligan a Héctor a dirigirse al abismo de la guerra,
enfrentándose a un enemigo muy superior y, al final, a su
muerte, eso sí, honrosa (uno de los momentos más ridículos
de la película se produce cuando Aquiles, tras matar a Héctor,
lo ata a su carro y se lo lleva en plan chulopiscinas pasando por
delante de las murallas de Troya; rídiculo justamente por
fiel en este caso a la Ilíada,
porque ya me dirán Ustedes si en una tesitura así
no se imponía un vendaval de flechas sobre el chulopiscinas
en cuestión). La sucesión de marrones que se come
Héctor hasta su muerte es tal que no resulta extraño
que cuando, al final de la película, Paris le da la espada
de la familia a Eneas (que aquí es representado como un chaval,
a diferencia del semidiós de la Ilíada), diciéndole
algo así como “aquí reside toda la historia
de Troya, toda la historia de nuestra familia. Encárgate
de mantener la luz de Troya”, el tío ponga cara de
aprensión. Imagínense a un loco que les suelta este
rollo mientras les amenaza con una espada herrumbrosa, al tiempo
que les viene a decir “chavalote, a partir de ahora el marrón
de Héctor te lo vas a comer tú”.
-
Al final, la película pasa olímpicamente de toda asociación
con la Ilíada salvo en lo que concierne a la destrucción
de Troya (que la destruyen, y bien destruida). No sólo porque
Agamenón muera en Troya, sino porque también lo hace
Aquiles, víctima de las flechas de Paris (y Aquiles, en efecto,
muere víctima de las flechas de Paris, pero en un momento
anterior a la conquista de Troya), la primera de ellas, y la única
que no se arranca nuestro Cal.loh, en el talón (con lo cual,
nos vienen a decir los autores de la película, de ahí
viene todo el rollo mítico del “talón de Aquiles”,
o los momentos de momentánea ternura “hasme un colacao”
de los tipos más endurecidos). Al final muere hasta el apuntador,
y sólo queda Ulises para incinerar a Aquiles en los momentos
previos a pasar veinte años
de vacaciones por el Egeo.
-
Sin embargo, subyace una duda. Hemos quedado en que Troya renuncia
explícitamente a los dioses y a lo sobrenatural. El heroísmo
se inscribe en unos parámetros exclusivamente humanos. Y
de ser así, ¿cómo es posible que un solo hombre,
Aquiles, a lo sumo acompañado de cincuenta pringaos, sea
tan importante para la buena marcha de un Ejército de 50.000
hombres? La respuesta se encuentra en la propia película,
y además excede el escenario troyano para ofrecernos la clave
de la Historia de las migraciones humanas desde sus inicios, que
se complementó, hasta que España dejó las cosas
claras y civilizó definitivamente el mundo (primero en Europa
y América, y más tarde en Irak), con un continuo flujo
y reflujo de migraciones de bárbaros – destrucción
de las civilizaciones – los bárbaros se civilizan y
son sometidos a su vez por más bárbaros. Echando un
somero vistazo a las tropas griegas y troyanas uno se encuentra
frente a frente con individuos subdesarrollados de metro cuarenta,
tez morena y ademanes afeminados. Es decir, tanto el Ejército
griego como el troyano están compuestos por mercenarios aztecas.
Y por si esto fuera poco, los mercenarios aztecas van pertrechados
con llamas andinas que constituyen su principal medio de transporte.
Con un par, de nuevo. No resulta extraño que Aquiles fuera
tan importante. A fin de cuentas, Aquiles y los suyos constituyen
el grueso del ejército tercermundista de Agamenón.
Y, al igual que haría Hernán Cortés 2700 años
más tarde, con un grupillo de hombres de pelo en pecho resulta
extraordinariamente sencillo someter a oleadas y oleadas y oleadas
de bárbaros precolombinos. No conviene olvidar, y grandes
películas como Troya nos lo recuerdan periódicamente,
las lecciones de la Historia, ni el auténtico valor del cine
como espectáculo.
Porque
justamente eso ofrece Troya. Puro espectáculo, con una perspectiva
bastante original de la Historia (y del mito integrado en la historia)
de Troya, y con inevitables concesiones a la galería que
pueden histerizar a los puristas pero que, al menos en mi opinión,
no superan la frontera de lo admisible. A fin de cuentas, más
mérito tiene acercar Troya al gran público que ofrecerle
el enésimo folklore patriótico, y mucho más
eficaz resultará si el acercamiento es consciente de las
limitaciones del medio y su industria. La idea de que la alta cultura
no ha de relativizarse bajo ninguna circunstancia siempre ha sido
absurda, porque acaba convirtiéndola en inaccesible.
Guillermo
López (Valencia) |