Gangs
of New York
La
cultura de Streetfighter ocupa nuestros cuerpos y devora
nuestras mentes
La
preocupante y decadente marcha del negocio cinematográfico
en lo que se refiere a la falta de ideas y al pésimo tratamiento
que reciben las pocas ocurrencias mínimamente potables no
se manifiesta con especial virulencia en las superproducciones comerciales.
De hecho, éstas suelen estar muy bien producidas, y logran
atraer al público que pretenden con una eficacia y profesionalidad
digna de elogio. La industria del entretenimiento, en este sentido,
no suele decepcionar. Fiable como una lavadora alemana, siempre
sabes lo que vas a encontrar y siempre puedes confiar en que no
habrá sorpresas desagradables.
En
cambio, empieza a ser preocupante la absoluta incapacidad de los
pretendidos directores-artistas, de los productores-de-culto, de
los intelectuales del celuloide, para realizar obras con un mínimo
de interés. Gangs of New York nos enfrenta con crudeza
a esta triste realidad. Porque lo que teóricamente es una
reflexión impresionante sobre el proceso de construcción
y cimentación de las sociedades urbanas de los Estados Unidos
es, en realidad, una parodia con decorados decimonónicos
de los populares videojuegos sobre luchas callejeras que tanto éxito
cosecharon en la década de los 90 del siglo pasado.
No
hay en Gangs of New York prácticamente nada bien tratado.
En primer lugar, el contexto social y político, pésimamente
dibujado. La intriga política y las referencias a la corrupción
de la Nueva York de mediados del siglo XIX están apuntadas
con un trazo tan grueso como poco convincente. En principio, es
en torno a ella a la que se habría de alzar el retrato, pero
parece más un pastiche folclorista que una reflexión
real sobre las estructuras de poder de esa sociedad. Por otra parte,
el tratamiento de la guerra civil y el conflicto social subyacente,
aun algo mejor perfilado, no deja de ser una anécdota dentro
de la trama cuya única utilidad es proporcionar el marco
para una batallita callejera más (eso sí, la más
importante y definitiva).
Porque,
si en algo es fuerte la obra de Scorsese es a la hora de montar
batallitas callejeras. De principìo a fin, de eso se trata,
al parecer. Hay una tendencia en el cine moderno a ocupar aproximadamente
la mitad del metraje en golpes de todo tipo, como consecuencia del
desarrollo de esa pérfida idea de que "las batallas
son grandes coreografías". Incluso, por lo visto, los
grandes cineastas del momento son aquellos que logran filmar batallas
épicas y espectaculares. Para quienes buscan refugio en el
cine huyendo del ballet y otros espectáculos infames, obvio
es decir que la noticia es pésima. Pero incluso los amantes
de este tipo de orgías acompasadas pueden llegar a padecer
un hartazgo ante la reiteración, la profusión de planos,
la repetición de la jugada, y la cada vez más preocupante
obesesión de acompañar todo ello con pases a cámara
lenta del último degollamiento o la patada más espectacular
mientras invaden la sala los acordes de un música generalmente
horrible y ensordecedora.
No
se acaba de entender muy bien dónde está la gracia
de todo esto. Pero, por lo visto, un gran director hoy en día
es el que hace este tipo de escenas con solvencia. Y, por supuesto,
en cantidad. Aunque, para meter minutos y minutos de absurdos clips
de videojuegos de golpes, se tenga que renunciar a contar una historia
con un mínimo de interés. Por ejemplo, en el caso
que nos ocupa. Con el resultado de que, a pesar de existir mimbres
más que atractivos para tejer algo digno, la incapacidad
de obtener más tiempo para relatar la historia la acaba diluyendo
y convirtiendo en incomprensible y absurda.
Nada
queda claro de los personajes y de sus relaciones excepto que el
protagonizado por Leonardo Di Caprio es un tipo que carece de dignidad.
Ahora bien, habría sido interesante descubrir cuál
es el origen de esa ausencia absoluta de personalidad. Porque encarna
el actor al hijo de un jefe de una banda que muere (¿adivinan
dónde?) en una batalla campal a manos del jefe de otra banda.
Chaval que, cuando crece, se acaba convirtiendo en el gregario de
lujo de quien mató a su padre, desarrollando una especie
de Edipo por transferencia que podría haber sido tan interesante
de estudiar como frustrante es que se pase por encima sin más.
De repente, sin solución de continuidad, decide matarlo,
y fracasa. Pero finalmente acabará matánolo en (¿adivinan?)
otra batallita callejera.
¿Cómo
ha pasado todo esto? ¿Cuáles son los motivos por los
que Di Caprio vende primero al amigo que le saca de la inclusa y
le introduce en la vida real, luego a su padre-putativo-protector,
luego a su padre biológico y a sus principios (al poner a
sus gentes al servicio de los políticos locales) y luego,
directamente, ofende a la inteligencia del espectador? Ahondar en
los motivos de este patetismo habría sido interesante, pero
nada nos es relatado sobre el particular. Por lo visto, era mucho
más interesante centrarse en un artificioso romance entre
la ex-protegida del padre putativo que será asesinado por
Di Caprio y el propio Di Caprio. Metida con calzador, la relación
amorosa en cuestión es lo único que parece merecer
un mínimo de atención al realizador. Lo cual hace
que al menos tenga cierta incidencia en la trama y opere como desencadenante
de traiciones. Pero, aun así, está también
deficientemente resuelta. Porque, sinceramente, no estaría
de más que se aportara algún elemento sobre el motivo
de la incondicional entrega de una tipa a un chaval inmaduro, impresentable
y carente de dignidad que, encima, pretende asesinar a quien fue
el protector de ambos. Máxime si añadimos, además,
que una vez consumada la elección reseñada en toda
su unilateralidad, la función de la fémina se reduce
a restañar las heridas del guerrero y poco más.
En
definitiva, Gangs of New York deja un mal sabor de boca.
Como siempre que uno se enfrenta a lo que pudo ser y no fue. Eso
sí, y para permitir al público morboso disfrutar,
la referencia final a las Torres Gemelas (en plan homenaje parafascista
con mensaje: Nueva York se construyó derramando sangre en
las calles de la ciudad, y todavía hoy la derramamos y habremos
de derramarla) deja un recuerdo indeleble.
ABP
(València)
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