Fahrenheit
9/11
La
noche de los "¡Nchts!"
Esto
de ir a misa por la noche no está nada mal. Se puede levantar
uno a la hora que quiera, no hace un sol abrasador a la salida,
y, como uno lleva en pie todo el día, pues como que presta
más atención a lo que se dice en el púlpito.
Sucede en la misa del gallo y sucede también en ese ritual
litúrgico que supone ir a ver una película de Michael
Moore al cine por la noche.
Pero las cosas no acaban aquí. Porque, una vez dentro del
cine, comprobamos que todo es igual que en una celebración
cristiana:
- Para empezar, todo el mundo sabe de antemano lo que va a ver.
Conoce incluso al párroco, su tono de voz, sus manías,
los lugares comunes de su sermón y la manera en que bendice
a su parroquia.
-
Además, la liturgia se basa en una serie de pasos que se
siguen para cumplir con el ritual. En una misa normal, la gente
dice “amén” o “te alabamos, Señor”
como respuesta a unas fórmulas que siempre son iguales. En
la misa de Moore, el público de aquí se sabe también
las fórmulas: rechista con los dientes (con un “nchts!”)
cuando sale Bush; se burla cuando ve una bandera norteamericana;
se calla con respeto cuando sale un negro; increpa frases como “¡Y
una mierda!” o “¡Sí, hombre!” (y
en voz alta) cuando los Republicanos hablan de las armas de destrucción
masiva… En definitiva, a cada momento, su respuesta en comunidad.
-
Y, como toda misa, tenemos que despedirnos. Si en la iglesia los
domingos nos damos la paz antes de irnos a seguir siendo unos cabrones,
en la misa de Moore aplaudimos cuando sale su nombre en los títulos
de crédito finales. El que no aplaude, es un fascista o un
insensible. Y aunque ya nadie aplauda nunca en el cine, con Moore
hay que aplaudir; eso sí, después de este gesto pacifista,
nos vamos a seguir siendo unos cabrones.
¿Quiénes
han institucionalizado este ritual? Pues, ¡quiénes
iba a ser, hombre! Los franceses. Sí, esos responsables de
todos los males de Europa en las últimas décadas.
Resulta que le dan la Palma de Oro en Cannes y ya la hemos jodido;
cuales tábanos en un chiringuito de verano, aparecen los
cines convertidos en iglesias y a los espectadores hippies-pijos-alternativos
(los “pijipis”), en encefalogramas planos que se ríen
de todo aun sin tener ni idea de lo que es la cultura norteamericana.
Porque sale en la película una mujer poniendo una bandera
en su casa, y la parroquia se inquieta en sus butacas (gritando
para que todos sepamos que hemos tenido la suerte de dar con un
público inteligente que las pilla a la primera) comentando
cosas como “¡qué idiota!”. Eso sin saber
que quien iza la bandera vota a los Demócratas, que en EE.UU.
la bandera no es un símbolo fascista, sino que la enarbolan
hasta los manifestantes anti-guerra, y que constituye un fuerte
símbolo de unidad.
Pero
la parroquia europea de Moore no tiene que saber estas cosas. Sólo
sabe que existe el concepto de “bueno” y “malo”.
¿Bandera? Malo ¿Negro? Bueno ¿Político?
Malo ¿Chiste de Michael Moore? Bueno ¿Chiste de líder
saudí? Malo. Y así todo. Con lo tranquilos que estábamos
y tienen que llegar los encefalogramas planos a dar la paliza en
los cines. En Cannes, a Moore le han hecho un flaco favor.
Porque
“Fahrenheit 9/11” es un excelente documental propagandístico
para la campaña electoral norteamericana. Es una película
pensada únicamente para el público de su país.
A Michael Moore se la trae tan floja Europa, que en ningún
momento pronuncia las palabras “Francia” ni “Alemania”,
y que aparece una tangencial mención a España en una
conversación. A Moore lo que le interesa es que la gente
acuda en noviembre y tire de la Casa Blanca a Bush. Y para ello,
elabora un documental sobre las relaciones entre los Bush y los
Bin Laden, sobre la guerra de Iraq, y sobre los intereses empresariales
de los Republicanos, en que el mensaje fundamental se explicita
al final de la película: la administración Bush prima
sus intereses particulares sobre los de la nación, lo que
constituye un daño irreparable para los Estados Unidos.
Moore
sabe como nadie que la efectividad de un documental propagandístico
radica en el montaje. Y recurre, de este modo, a un montaje ágil,
inteligente, con pinceladas humorísticas. Porque lo que pretende
es conseguir una movilización hacia las urnas, y por eso
lleva a cabo una intensa campaña informativa contra las políticas
de Bush. Eso es, de hecho, lo que ha generado, desde ciertos sectores,
un rechazo a lo que representa Michael Moore. No sus productos (sus
películas, fundamentalmente), sino su continua presencia
en actos de protesta. Pero, con ser sus films conscientes productos
activistas, no se puede negar, ni mucho menos, lo interesante que
resultan sus productos.
Decíamos que a Moore le importa un pimiento el público
europeo, porque “Fahrenheit 9/11” trata de mostrar a
los americanos lo que no pueden ver por televisión. Porque
uno sale aquí del cine con la sensación de no haber
aprendido nada ni haber visto nada nuevo. Pero el meollo es que
las imágenes se dirigen sólo a sus compatriotas, ya
que Moore considera que la información que ofrecen las grandes
cadenas de televisión (sobre todo la Fox) no sólo
es insuficiente, sino también descaradamente parcial y falaz.
En ese punto, vuelve Moore a hablar del miedo que propagan los medios
de comunicación para crear una sociedad más desprotegida
y, además, con mayores ganas de consumir.
“Fahrenheit 9/11” revela también las urgencias
con que ha sido realizada para llegar a la campaña electoral.
Moore no realiza performances tan originales como las de “Bowling
for Columbine”, y existe una mayor saturación de información,
como si no hubiera tenido demasiado tiempo para seleccionar lo importante.
En este sentido, la primera parte de su anterior película
resultaba modélica, ya que ofrecía un retrato político
más devastador sin necesidad de ser tan discursivo. Mientras
Bowling partía de una idea concreta (la proliferación
de armas de fuego) para elaborar un mensaje contra la administración
republicana, en Fahrenheit todo está menos mascado. Es normal,
si vemos la clara finalidad electoral del mensaje.
Con sus defectos y sus virtudes, con su afán de protagonismo
por un lado, y sus películas por el otro, Moore sigue denunciando,
con los vehículos que posee, la vergüenza de gobierno
que tiene el país más poderoso del mundo. Y con sus
defectos y sus virtudes, Moore se basa en sus éxitos y sus
fracasos para seguir trabajando. Aquí hemos tenido que soportar
(y lo que te rondaré, morena) a activistas como Víctor
Manuel, Ana Belén o Ramoncín. Las comparaciones, de
poder haberlas, siempre son odiosas.
Manuel
de la Fuente
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