El
bosque
Precedida,
como suele pasar en estos casos, de unas desmesuradas y tontorronas
loas publicitarias (que si el nuevo Hitchcock, que si es tan preciso
que todas sus películas duran lo mismo, que si es el indio
que más larga la tiene en todo Hollywood) llega “El
bosque”, el último juguete de M. Night Shyamalan. La
historia de este director es la del chico listo aficionado al cine
que no para de dar la paliza a quien sea para que financie una historia
con la que dar la campanada. Lo consigue, rueda una buena película
(“El sexto sentido”) y después demuestra que
no tiene nada más que decir, limitándose a repetir
la misma fórmula en cada nuevo encargo. En resumen, más
o menos como Amenábar. La diferencia es que este último
es español, por lo que su película-campanada (“Tesis”)
cuenta con unas limitaciones técnicas y artísticas
tales (los diálogos son de risa, por ejemplo) que el director
puede mantener la ilusión de que aún no ha hecho su
gran obra, que es un nuevo hombre del Renacimiento, el Orson Welles
patrio que algún día nos dejará con la boca
abierta. Algún día.
Pero volviendo a Shyamalan, hay que matizar que es normal el despliegue
publicitario que trae consigo. Shyamalan dejó muchas expectativas
tras “El sexto sentido”, expectativas que no ha dejado
de tumbar a cada nueva película. Su caída parece no
tener fin:
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En primer lugar, tras un par de peliculitas olvidables, Shyamalan
consigue hacer su Obra: “El sexto sentido”. Aparte de
suponer un auténtico taquillazo (tanto que relanzó
la carrera de Bruce Willis), la película contaba con un guión
perfectamente calculado. Y Shyamalan ofrecía toda una serie
de elementos comerciales (un final sorpresa, una definición
simpática del mundo de lo sobrenatural, sustitos por aquí
y por allá) para contar una emotiva historia de amor: la
película trata, en realidad, de la incomunicación
entre una pareja, y sobre cómo el marido (Bruce Willis) intenta
decirle a su mujer que la quiere. En realidad, el hallazgo para
el personaje de Willis no es saber, al final, que está muerto,
sino que puede hablar con su mujer y despedirse de una manera adecuada.
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A la estela del éxito de “El sexto sentido”,
y con toda una legión de freaks rendidos a sus pies (ésos
que se saben de memoria todos lo referente a Expediente X, Star
Trek, la ciencia-ficción, los cómics y la música
alternativa de los 90), Shyamalan les hace una concesión.
Decide coger los elementos más superficiales de su anterior
película (los sustos, el misterio), les añade una
historia sobre el Noveno Arte (es decir, el Arte del Cómic)
y sale “El protegido”. En ésta, Bruce Willis
es el superhéroe y Samuel L. Jackson es el malo, en una película
sosa, aburrida y mala, pero admirada por todo freak por el simple
hecho de que habla de cómics.
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Pero ni aún así Shyamalan se rindió. Siguió
explotando la fórmula del thriller y el suspense de “El
sexto sentido” y, de nuevo espoleado por sus fans, les dio
más carnaza. En este caso, le tocaba el turno a los extraterrestres,
y urdió una auténtica basura para mostrar a unos granjeros
racistas, retrasados y muy varoniles (no en vano, está protagonizada
por Mel Gibson) en una película en la que no hay ni sorpresa
final, ya que, para cuando aparece el extraterrestre, está
todo el mundo durmiendo por el sopor que desprende toda la cinta.
El
precedente era tan malo, que Shyamalan se estaba marcando retos
casi inalcanzables. Y volvió a fijarse en “El sexto
sentido” para guisar el mismo plato. En esta ocasión,
el argumento no es nada del otro mundo. Los personajes de la película
son habitantes de un pueblo en Estados Unidos a finales del siglo
XIX. El pueblo se encuentra rodeado por un bosque. Los pueblerinos
viven atemorizados por la amenaza de ser atacados por criaturas
sobrenaturales si se adentran en el bosque. Así que viven
aislados y felices. No obstante, un joven, Lucius Hunt (Joaquin
Phoenix) insiste ante el Consejo del pueblo que quiere adentrarse
en el bosque para buscar otros mundos. Lucius, sin embargo, es acuchillado
por Noah Percy (Adrien Brody), el tonto del pueblo. Entonces, la
novia de Lucius, una chica ciega, decide cruzar el bosque en busca
de ayuda médica para su chico. Su padre, miembro del Consejo,
le advierte de la verdad: lo de las criaturas sobrenaturales es
un invento creado por el Consejo para mantener a los habitantes
del pueblo felices en su retiro particular. La mujer, al final,
cruza el bosque y llega hasta la ciudad, momento en que el espectador
descubre que la ciudad es una ciudad cualquiera de Estados Unidos
en el siglo actual. Porque los habitantes del pueblo viven en una
reserva natural, alejados de los crímenes, la violencia,
la pornografía y los donuts de chocolate: en definitiva,
lejos de toda la bazofia que nos ha traído el progreso en
el siglo XX.
Lo
que plantea Shyamalan es un conflicto más elemental y reiterado
que las opiniones de Julia Otero sobre la situación de la
mujer española. Los miembros del Consejo, hartos de vivir
en una civilización, hartos de aguantar a los vecinos y a
las suegras, deciden refugiarse en un nuevo siglo XIX, y ocultan
la verdad a sus hijos. Piensan que en la ignorancia está
la felicidad, y que la única globalización positiva
consiste en compartir las letrinas. Pero en cuanto un miembro de
la comunidad sufre un pequeño percance (un par de cuchilladas
fácilmente curables con medicamentos básicos), se
demuestra que a lo mejor no todo es tan bucólico y puro.
El dilema que se presenta al final consiste, precisamente, entre
el mantenimiento del sistema o su ruptura definitiva y la vuelta
a la jungla urbana.
La
ignorancia como arma de control político y social. Ése
sería el tema de la película. De hecho, es el tonto
del pueblo (Noah) quien lleva más a rajatabla las reglas
del Consejo. Apuñala a Lucius y está a punto de matar
a la novia de éste, los dos personajes que muestran una mayor
disposición para violar la norma suprema. Que la función
del consejo es mantener a sus habitantes en la máxima estupidez
encuentra su mayor éxito en Noah, que interioriza y hace
respetar más que nadie la regla que no se puede quebrantar.
Los miembros del Consejo consiguen imponer en el pueblo un régimen
basado en el terror, hasta tal punto que nadie nombra a las criaturas
del bosque, y se refieren a ellas como “aquéllas a
las que no podemos nombrar”. Su imposición de leyes
sobre la libertad de expresión llega hasta el grado más
alto, de nuevo, en Noah, que es incapaz de articular una frase con
sentido.
El
problema, con todo, no es que la plasmación de esta reflexión
pudiera ser vulgar o poco original. El problema es que la película
ni siquiera funciona en el nivel en el que se le supone la maestría
a Shyamalan: los sustitos. La película no inquieta en ningún
momento y la amenaza del mundo irreal apenas se percibe en un par
de secuencias. Además, Shyamalan vuelve a viejos trucos y
referentes, como el uso del color rojo como atracción de
lo sobrenatural, una idea que ya aparece en “El sexto sentido”,
donde este color estaba muy unido al mundo de los muertos. Tampoco
se moja Shyamalan al respecto de su posicionamiento moral en el
conflicto que se limita a plantear, ya que la película deja
sin resolver el enigma sobre el futuro destino del pueblo. Frente
a los que arguyen que la película desprende un tufillo reaccionario
al glorificar una vuelta al pasado, se le puede responder que también
es cierto que muestra una ruptura de ese mundo que parece apuntar
al fracaso del experimento. Pero ninguna conclusión es definitiva
y la discusión se pierde en adivinar el futuro, huyendo de
la polémica en estos tiempos que corren.
Así
que poca cosa. Shyamalan sigue encerrado en su fórmula secreta
(que de secreta no tiene nada) para mostrarse, una vez más,
como el auténtico mago del suspense del siglo XXI. Uno más
que se autoproclama seguidor de Hitchcock. No pretendemos ir de
puristas (ya nos gustaría que hubiese muchos cineastas que
interpretasen bien las claves del cine del británico), pero
ya podía ofrecer algo más el nuevo niño prodigio
de Hollywood. Para hablar de comunidades voluntariamente apartadas
de la civilización, nos quedamos con “La playa”,
la de Leonardo DiCaprio. Allí al menos había algo
de sexo en el ambiente.
Manuel
de la Fuente
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