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Leni Riefenstahl

Amar significa no tener que decir nunca "lo siento"

Quien más quien menos tiene en su vecindario algún personaje siniestro disimulado tras la apariencia de un niño bueno o de un ancianito apacible. Ésa es la imagen que ha transmitado en sus últimos 60 años de existencia la venerable Leni Riefenstahl: la de la tierna abuelita que sabía hacer como nadie bizcochos en el horno. Eso, claro está, si sólo nos fijamos en su sonrisa sempiterna y siempre bonachona, porque la ancianita tenía un cupón infinito de viajes de la Tercera Edad, bien fuera para buscar tiburones o medusas venenosas, o para convivir en culturas negras desconocidas y ocultas en el pleno corazón de África.


Porque Leni Riefenstahl tenía un cierto amor por la armonía de la naturaleza salvaje. Esta documentalista pasará a la Historia con mayúsculas no sólo por haber muerto pocos días después que Serrano Súñer (no confundir con el señor de los helados Avidesa), sino por haber sido la mano cinematográfica de Adolf Hitler. Esta bailarina a la que se le rompió el menisco (pero no el hombro para alzar el brazo), llegó al cine interesada por el documental y por la idea de plasmar su pensamiento político en su arte. Porque para quienes quieren acentuar la juventud y bisoñez de la Riefenstahl, hay que recordar que la muchacha ya superaba la treintena cuando en 1933 Hitler alcanzó la cancillería de Alemania. La Riefenstahl pasó de la caterva de cobardes artistuchos atraídos por el oro capitalista de Hollywood (Fritz Lang, Billy Wilder, Otto Preminger, Robert Siodmak, Max Ophüls o Douglas Sirk, por ejemplo) y se arrimó al nazismo triunfante y varonil para filmar sus grandes hazañas. La lástima para el arte de la Riefenstahl era el poco aprecio que le tenía Goebbels al cine como medio de propaganda, por lo que su filmografía en esos doce años se limita a poco más que un par de documentales.

"El triunfo de la voluntad" (Triumph des Willens, 1934) arranca de una inocente y tímida coartada argumental (el congreso nazi celebrado ese año en Nüremberg) para glorificar el proyecto político de Hitler, presentado al principio de la película como un Dios que cae del cielo (la secuencia de la llegada en avión). Como todo Dios, es aclamado y vitoreado por el pueblo enferyorecido, por lo que son recurrentes e inevitables los planos del público, tanto civil como militar. El documental consiste, básicamente, en mostrar toda la maquinaria de desfiles nazis y en ver lo amaestrado y embobado que estaba un pueblo que soportaba sin inmutarse (e incluso con pasión) los discursos continuados de toda la cúpula dirigente del partido único, concluyendo con el maestro de ceremonias, Adolf Hitler.

Tras este pequeño ensayo, Riefenstahl acomete su proyecto más ambicioso: "Olimpiada" (Olympia, 1938), un documental sobre los Juegos Olímpicos celebrados en Berlín en 1936. Si hoy en día la retransmisión de estos eventos están protagonizados por personas como Olga Viza o Matías Prats envueltos por un ejército de técnicos funcionarios preocupados por enfocar a la familia Real aplaudiendo los goles de uno de sus miembros, los Juegos de Berlín contaron con una funcionaria de mayor carácter: Leni Riefenstahl, que ideó un montón de artificios para conseguir planos inverosímiles de los atletas arios batiendo nuevas marcas sin despeinarse.

Acabado el nazismo, muerto un prohombre como el Führer, Leni Riefenstahl se las ve y se las desea para terminar "Tiefland", una película rodada en los años 40 con gitanos que, tras acabar su participación en el film, recibieron, en lugar de un bocadillo, un gaseado en campos de exterminio. Así de simpáticos eran todos, para que luego digan. La Riefenstahl dijo después que no sabía nada de ese destino de su trouppe y que, de hecho, ella misma se interesó, años después, por volver a ver a sus antiguos actores. Como la maestra de un parvulario a la que le entra morriña y quiere ver cuánto han crecido sus muchachos.

Pero la Riefenstahl siempre fue una gran documentalista, ojo. Esta Josef Mengele del cine sacrificaba cualquier cosa por su arte, y consideraba a los seres humanos meras formas y volúmenes a 24 planos por segundo. Cansada de la especie humana, y de que una artista como ella fuera relegada a la incomprensión tras 1945, se fue a África y al mar, para encontrar la calma a su espíritu pacífico y sosegado.

En los últimos decenios, esta innovadora que metía raíles de travelling en una pista de atletismo para captar el movimiento en su plenitud (las mismas innovaciones que, en EE.UU., practicaba por entonces John Ford, sólo que él no mataba a los indios de verdad), se dedicó a quitarle hierro al asunto. "Siempre anduve a la búsqueda de lo insólito, de lo maravilloso y de los misterios de la vida", dijo con su aire de poetisa. Intentó argüir que ella sólo buscaba la belleza de los cuerpos, de las formas, algo que potenciaba la cultura nazi. Y se le reconoce, además, que contribuyó a sincronizar los desfiles militares del partido, demasiado torpes en sus primeros meses tras subir al poder. Y decía que quedó fascinada por Hitler. Aquí al menos no mintió, y no pasó a engrosar la lista de alemanes de todas las clases y géneros que quedaron fascinados por el Führer y que luego negaron tal "disparate". Si es que la Riefenstahl, otra cosa, no, pero sincera y honesta, más que ninguna.

Manuel de la Fuente