Una
historia verdadera
Estados
Unidos, 1999
El
director norteamericano David Lynch es de aquellos que tienen una
especial habilidad para no ser indiferente al público ( y
crítica), o bien despierta verdadera veneración, o
bien es puesto a parir, muy a menudo sin que sus películas
sean ni siquiera vistas. Un caso ejemplar de esto que estoy contando
es su anterior película, Lost Highway (Carretera Perdida)
que tanto en nuestro país como fuera de él, provocó
por igual los más elogiosos apelativos, junto con las más
vehementes consideraciones por buena parte de la crítica,
que no entendió o no quiso entender la arriesgada propuesta
del director norteamericano.
En
esta ocasión la acogida de la película ha sido muy
diferente, casi toda la plana mayor de las revistas y periódicos
han coincidido en la maestría del último trabajo de
Lynch. ¿Por qué? Seguramente porque esta película
parece todo menos una película de su director. Por una vez,
buena parte de la crítica se ha olvidado se sus prejuicios
y se ha molestado en valorar la película, como eso, como
una película y no como una cinta de uno de sus directores
más odiados.
En
primer lugar, cabe aclarar que The Straight es altamente
desaconsejable para los amantes de las guerras de las galaxias,
los titanics y demás productos hipercomerciales que parecen
encontrar su gran aliciente en una verdadera sobrecarga de efectos
especiales y una noción de cine como espectáculo total.
Nada de todo esto se puede encontrar aquí, una película
intimista, pequeña, un auténtico producto contracorriente
(como todas las de Lynch, por otra parte) en que toda la espectacularidad
se muestra a través de un viaje por la América profunda
de un octogenario campesino que quiere visitar a su hermano, a quien
no ve desde hace más de diez años. Lo peculiar del
viaje, que es lo que ocupa la práctica totalidad del filme,
es el medio de locomoción: una segadora que no supera los
cinco kilómetros por hora, siendo precisamente la lentitud
de este vehículo la que marca el ritmo del filme, una road
movie muy peculiar condicionada por los elementos descritos.
Para
entender el verdadero trasfondo del filme hace falta comprender
la motivación del personaje principal (admirablemente interpretado
por Richard Farnsworth, tan merecedor del oscar que seguro que no
lo gana), un anciano testarudo pero de unas convinciones morales
inquebrantables que decide realizar el largo y penoso viaje como
homenaje a un hermano enfermo que vive a más de 500 km. Toda
la riqueza del filme consiste, precisamente, en que el espectador
valore en su justa medida la importancia de este gesto y lo que
tiene de épico un trayecto que bien podría haberse
realizado en una horas en autobús y que le cuesta al anciano
seis semanas. En más de una oportunidad a lo largo del filme
le surge la posibilidad de ser llevado, negándose de pleno,
confirmando así aquello de que la verdadera riqueza de todo
trayecto está en el mismo viaje y no el destino.
Mención
aparte merece la magistral música de Angelo Badalamenti,
colaborador habitual del director norteamericano, quien consigue
aquí una sensacional partitura de una sencillez y genialidad
muy acordes con los de la película.
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