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Alejandro Magno

Emotivo canto a la metrosexualidad

 

(AVISO DE EXENCIÓN DE RESPONSABILIDAD: al parecer, algunos lectores no ven bien que en nuestras críticas desvelemos aspectos importantes de las películas, lo cual les quitaría atractivo. Con independencia de que nos resulte un poco sorprendente que uno busque, en una buena crítica cinematográfica, la exclusión de casi todo lo que tiene que ver con la película y su sustitución por verborrea expuesta con suficiencia y que carece totalmente de contenido –es increíble, en este contexto, el daño efectuado por la crítica cinematográfica al cine-, como somos gente de bien les avisamos: aunque no se lo crean, la crítica de Alejandro Magno desvela algunos asuntos relacionados con la película “Alejandro Magno”).

La película “Alejandro Magno” ha causado un considerable revuelo tras su estreno en EE.UU. Se acusaba a la película de regodearse en el amor homosexual entre Alejandro Magno y su amiguete de la infancia Hefestión, incluyendo algunas escenas de corte equívoco.

Nada más lejos de la realidad: “Alejandro Magno” es el relato, ante todo, de una amistad. El film muestra con claridad que lo que hay entre Alejandro y Hefestión es una emotiva relación de camaradería, fundamentada en años de experiencias conjuntas en el gimnasio, la sauna y el intercambio de muñequitas y trapitos. Sí, yo tampoco he tenido nunca amigos así, aunque también es verdad que yo no muestro mi “lado femenino” como los metrosexuales, por la vía de gastarme 1000 euros en un par de zapatos, hacerme mechas o pintarme las pestañas (recuerden que la metrosexualidad se basa, según el lúcido análisis del principal órgano de pensamiento español, El País Semanal, en comprar trapitos, ponerse camisetas ajustadas y acicalarse “como haría una mujer”, lo cual demuestra, de paso, la profunda huella que han dejado Maruja Torres y Rosa Montero en la línea editorial del medio).

Ya hemos comentado en el análisis de películas similares, como Troya (a la cual se alude indirectamente en Alejandro Magno), que el desarrollo de los efectos especiales ha abierto un auténtico filón cinematográfico en el género de las películas de época, filón que apenas acaba de comenzar: si sufrieron viendo cómo Troya destruía la Ilíada, si se revolcaron en sus asientos contemplando el peculiar análisis que se desplegaba en Gladiator de lo que representaba el asesinato del emperador Cómodo, si no pudieron soportar la burla a todo lo bueno y decente, y en particular al mito artúrico, perpetrada en Arturo, prepárense: esto no ha hecho más que comenzar. La invasión de Irak fue una hefestionada, en términos de obrar sin ningún tipo de asidero racional, comparada con lo que puede hacer Hollywood cuando las grandes historias de todos los tiempos caigan en sus malvadas manos. Imagínense a los almogávares convertidos en sucios piratas, al Empecinado transmutado en un contrabandista o al mismísimo Jesucristo travestido en un iluminado pirao (el hecho de que todos estos cambios probablemente correspondieran a la realidad no quita para que sigan siendo indignantes).

Sin embargo, Alejandro Magno debería ser, dentro de lo que cabe, otro cantar. Al fin y al cabo, está dirigida por un realizador de prestigio, Oliver Stone, capaz de aguantar monólogos y monólogos y monólogos del Comandante o de hilar cuatro horas de película en torno a “la bala mágica” que acabó con Kennedy. Y en efecto, lo es: si las demás películas de época reseñadas pasaban olímpicamente, en mayor o menor grado, de tener en cuenta el referente histórico o literario, en el caso de Alejandro Magno se detecta un interés por ser fieles al desarrollo de los acontecimientos, entre otras cosas porque no es lo mismo relatar ficción (Troya, Arturo) que historia. Naturalmente, el resultado es muchísimo peor: primero, porque a pesar de su supuesto rigor la película patina por todos lados, y segundo, porque se equivoca de medio a medio en lo que respecta a incidir más en lo importante y menos en lo secundario.

¿Qué es lo importante de la historia de Alejandro Magno? Básicamente:

1) Alejandro aprovechó las innovaciones tácticas insertadas por su padre, Filipo, en el ejército macedonio para atacar el Imperio Persa. La principal innovación consistió en la adaptación de la falange tebana de Epaminondas, convirtiendo una especie de tanque rígido (la falange tebana era impenetrable defendiendo de frente, pero le costaba muchísimo maniobrar) en una estructura de ataque y defensa mucho más flexible, capaz de moverse en todas direcciones, donde las filas de soldados llevaban lanzas progresivamente más largas (los de la segunda fila más cortas que los de la tercera, los de la tercera más cortas que los de la cuarta, etc.) que convertían esta unidad militar en inexpugnable. Con la base del excelente ejército macedónico y su enorme capacidad táctica, Alejandro logró derrumbar el Imperio Persa, si bien es preciso tener en cuenta que a) Aunque los persas tenían ejércitos mucho más grandes, estaban configurados a partir de levas forzosas de pringaíllos ataviados con armaduras ligeras, que eran destruidos por los macedonios escabechina tras escabechina, talmente como si de la Unidad de España se tratara. En realidad, lo mejor del ejército persa lo constituían mercenarios griegos, que llevaban siglos formando parte de todos los ejércitos que pudieran pagarles. b) Los persas no estaban dirigidos por un general competente, sino por su rey Darío III, el más inepto de una dinastía de dirigentes ineptos que hunde sus raíces en los orígenes de la ineptitud humana. Darío dirigía su ejército tumbado en su balancín, y era ver en lontananza a los griegos y huir despavorido, ante lo cual el ejército persa no tardaba en seguir su ejemplo (esto ocurrió en dos ocasiones, en las decisivas batallas de Isos y Gaugamela).
2) Para someter a los persas y evitar un ataque en su retaguardia, Alejandro conquistó primero toda la costa del mediterráneo oriental, en un paseo militar que sólo se detuvo ante la fortaleza fenicia de Tiro (una isla rocosa bien protegida y abastecida por la flota), hasta ese momento totalmente inexpugnable. Una vez cayó Tiro, Alejandro conquistó Egipto sin lucha, dado que nuevamente los egipcios hicieron gala de su tradicional valentía, y se pegó meses y meses haciéndose con los egipcios, invistiéndose de la autoridad de los faraones y vistiéndose, junto con su amigo Mariposón, con unas ropajes que eran una pocholada y favorecían sus viriles formas. Al conquistar todos los accesos de Persia al Mediterráneo, Alejandro podía entrar con seguridad en Persia sin temor a que Darío enviase una flota para provocar una revuelta en Grecia (algo que, dada la inquina que las ciudades Estado griegas, en particular Atenas, le tenían a Alejandro, podía darse por seguro a la menor oportunidad que se les presentara).
3) Finalmente, el principal legado de Alejandro no son sus conquistas (que al fin y al cabo fueron efímeras, dado que su imperio quedó dividido en cuatro partes a la muerte de Alejandro, dirigidas por otros tantos generales macedónicos), sino la fusión que intentó entre las culturas griega y oriental. A diferencia de sus generales, Alejandro no veía la conquista de Persia como un mero instrumento de rapiña, sino que tenía intención de quedarse, y de que su Imperio perdurara con más argumentos que el recurso sistemático a soltar yoyah. Por eso, Alejandro fundó ciudades por todos los territorios que conquistaba, obligaba a sus oficiales a casarse con mujeres de la nobleza persa y trata de integrar las formas y costumbres de los pueblos que conquistaba en su forma de obrar. Es decir, que Alejandro era el primer multicultural de la historia, lo cual, como es de suponer, le generó algunos problemas con su entorno (los generales estaban hasta los huevos de las excentricidades de Alejandro y sus continuas deferencias con el enemigo vencido, y Mariconsón tenía celos de los nuevos amiguitos que iba haciéndose Alejandro en su afán por llegar hasta la médula de la idiosincrasia de los pueblos con los que confraternizaba). Aunque el experimento no tuvo éxito en los términos planteados por Alejandro, la importancia de su obra fue crucial, generando un intercambio de conocimientos entre ambas culturas (los griegos aportaban el conocimiento y las yoyah, y los persas la pasta y el terreno sin edificar) hasta entonces escasísimo, intercambio que perduró al menos diez siglos (al tomar los romanos el relevo).

Pues bien, la película no explica en ningún momento por qué era tan superior a los persas el Ejército macedónico a pesar de su inferior número, convierte la fusión cultural en una especie de Flamenco-Fusión donde lo importante es sacar a Alejandro liándose con eunucos persas y directamente no hace referencia alguna (salvo la voz en off) a la coronación de Alejandro, la batalla del Gránico (nada más cruzar el estrecho y pisar Asia Menor) y de Isos (donde quedó abierto el camino a Babilonia, y de hecho Darío le ofreció a Alejandro todas las tierras al oeste del Éufrates), ni a las conquistas de Fenicia y Egipto. No, señores, en lugar de eso la película pasa directamente del enfrentamiento entre Filipo (que ha decidido casarse con su amante, embarazada de un hijo) y Alejandro a la Batalla de Gaugamela. Con dos cojones, saltándose incluso el asesinato de Filipo que permitió que Alejandro llegara al trono prematuramente y se llevara la gloria de la conquista de Persia planificada por su padre, asesinato que se mostrará casi al final, en un inexplicable flashback (la película nos cuenta lo triste que está Alejandro por el asesinato de su padre, con el que había reñido el día anterior, y deja muy claro que es Olimpia, la madre de Alejandro, la responsable del asesinato de Filipo. Y sin embargo, a pesar de ser la autora intelectual del asesinato, Alejandro no toma ninguna medida contra ella. Y por otro lado, el principal beneficiario de la muerte de Filipo es Alejandro, quien no en vano se jugaba la sucesión en ello. Qué raro).

Es cierto que resulta complicado resumir la epopeya de Alejandro Magno en tres horas, pero si se intenta, al menos convendría hacerlo bien. La película, en lugar de referirse a lo anteriormente mencionado, dedica horas y horas y horas a contar lo bestia que es Filipo, lo histérica y pirada que es Olimpia (que se nos presenta como un putón verbenero, fascinada por las serpientes mientras reivindica airada no ser bárbara, lo cual, teniendo en cuenta que procedía del Épiro, al norte de Grecia, que vendría a ser como vivir en Madrid pero ser de Provincias, pues pueden imaginarse lo bárbara que era), y sobre todo lo cariñoso que es Julandrón, apoyo fundamental de Alejandro y amiguito a quien contarle confidencias. Las batallas, que se resumen en el enfrentamiento definitivo con los persas en Gaugamela (un confuso despliegue de medios en el que no se entiende absolutamente nada, a pesar de que Oliver Stone se permite poner cartelitos “centro macedónico”, “flanco izquierdo persa”, aludiendo a la parte de la batalla que se narra en cada momento, como diciendo “ahí queda eso, habráse visto mayor rigor histórico y afán didáctico por explicar las cosas”) y la batalla con el rey indio Poros (bueno, el rey y sus 200 elefantes y un sinnúmero de nativos de la ridícula civilización india). Además, esta última batalla contiene dos inexactitudes fundamentales: a) los elefantes se presentan como un enemigo temible, pero lo cierto es que prácticamente nunca le sirvieron de nada a general alguno (y, desde luego, a Poros no le sirvieron de nada, puesto que la batalla fue un nuevo paseo militar para el ejército macedónico). y b) no es en esa batalla cuando Alejandro es herido gravemente, sino en una escaramuza posterior en Irán, volviendo ya a Babilonia, cuando al asaltar una ciudad Alejandro, indignado con los mariquitas de su Ejército (que se habían negado a seguir avanzando más allá de la India, total, siete años y 5.000 kilómetros de guerra constante y ya no aguantan más), decide hacerlo en solitario y, por supuesto, recibe su merecido.

En realidad, la mejor parte de la película es el final. Primero, porque al menos la película acaba de una vez, y en segundo lugar porque es al final cuando en pocos días mueren tanto Hefestión como Alejandro. La muerte de Hefestión, al que el espectador ha estado soportando a lo largo de tres horas haciéndole cariñitos a Alejandro, es un momento especialmente gratificante, sobre todo porque justo antes de expirar, en un ejercicio de nostalgia por la época feliz de la infancia, cuando se fundamentó su indestructible camaradería (“Hay otras formas de amar”, le suelta Alejandro a su celosa mujer, fidedigna representante del pueblo afgano, no en vano, en un ejercicio de realismo histórico, es interpretada por una actriz negra, como el Mulá Omar; pues claro que hay otras formas de “amar”; en concreto, dos, y en la película queda claro que Alejandro practicó las dos), Hefestión suelta la siguiente frase que pasará a los anales (literalmente) de la Historia del Cine: “¿Te acuerdas de cómo te gustaba vestirme de jeque árabe? Tú, enarbolando tu cimitarra de madera…”. Segundos después David Beckham muere, y Alejandro, desconsolado, sumido en la desesperación, se mesa sus largos bucles dorados y manda ejecutar al médico de la Corte.

Poco después muere Alejandro. Por supuesto, aunque se supone que murió producto de sus heridas, aquí Stone deja bien claro que fue asesinado por una Conspiransón de la que formaban parte vayan Ustedes a saber cuántos de sus generales. En realidad, la parte final de la película es una sucesión de Conspiraciones descubiertas o imaginadas por Alejandro y la correspondiente aplicación mesurada de la justicia (una y otra vez, Alejandro manda torturar y asesinar a todo el que le ha “mirao mal”, pero téngase en cuenta que según el narrador, Ptolomeo, “hizo lo que habría hecho cualquier general”, lo cual, es preciso convenir en esto, es totalmente cierto), con lo que Alejandro queda convertido, a los ojos del espectador, no sólo en un metrosexual patético, sino en un sádico paranoico, incapaz de mantener las riendas de lo conquistado (total, ya ven qué Imperio, no es para tanto, es muchísimo más complicado ostentar el mando de, por ejemplo, la región de Cantabria, o La Rioja, o cualquier otra región española, con la rica multiplicidad de sus culturas).

Todo esto viene a demostrar, una vez más, el papanatismo e inferioridad cultural de los EE.UU. (como se pone claramente de manifiesto al compararlos con España), incapaces de abordar con rigor y seriedad el estudio de la historia de Alejandro Magno. Por supuesto, cuando hablamos de “rigor y seriedad” aplicados al cine hay que referirse siempre a puro espectáculo, no a aburridas reflexiones profundas. Señores, todo eso de conversar y conversar está muy bien, pero aquí de lo que se trata es de soltar yoyah y representarlas adecuadamente, y luego, para que no se acuse de frivolidad a la película, dejar un espacio para que quede claro que se trata de una historia “con mensaje” (lo de la fusión entre oriente y occidente, que además es un mensaje como muy legitimador de cualquier producto), y punto. Todo lo demás sobra, especialmente si se incluye a costa de lo primero.

El problema, en realidad, proviene de que estamos hablando de una película con pretensiones. Pretensiones transgresoras, sobre todo, pero una transgresión que se circunscribe a un continuo canto a la metrosexualidad, que a su vez se resume en “los homosexuales son lo más ñoño y pasteloso que te puedas echar a la cara, siempre mirándose arrobados y hablando como en los folletines de Corín Tellado”, con lo cual, como es de imaginarse, y aunque el mensaje en realidad es muy favorable para aquellos a los que se supone quiere provocar (la derecha cristiana estadounidense), el mensaje no tiene éxito: solivianta a la derecha cristiana de EE.UU., como estaba previsto, y provoca, por su ridiculez, la incesante hilaridad del gran público, como imagino que no estaba previsto.

Guillermo López (Valencia)